lunes, 31 de diciembre de 2012

No es moco de pavo


Gran anuncio para el último día de 2012.
     
El Licenciado Bernardino Espéculo, desea vender simbólicamente, a los seguidores de "Elquevacontando", lotes en la trascendencia.

 Pasada la fecha límite que mostró a los Mallas como una tribu poco seria, Bernardino, siente la necesidad de reparar las heridas que esa predicción produjo en los humanos incautos, inocentes e ingenuos. Por eso decide deshacerse sin especular, de los lotes de su propiedad ubicados en la trascendencia, continuando el camino de sus políticas absolutamente altruistas.  Él nos dice, que en la trascendencia no se roba, no se viola, no se hiere, no se mata, y sobre todo no se muere. Dichos lotes poseen las medidas que usted desea, no pagan impuestos, y no necesitan ser escriturados.

Bernardino: grabado en sesión de análisis
            El mío, será el último epitafio que se escriba en el planeta, y dirá: “El tiempo y el espacio, quedan abolidos”. No crea, mi querido psicoanalista, que este epitafio se contradice con mi creación, me refiero a la trascendencia. Siempre que he aludido a ella, la conecté a la vida humana.
            Fue el imaginario colectivo, el que por su propia ignorancia necesita creer, entonces construye la idea “trascendencia”, en el interior de otra que cree superior, hablo del espacio y el tiempo, y por eso, supone automáticamente que estos elementos también son trascendentes.
            Nada más erróneo, lo demostró ya Einstein, Freud, y Dalí: “El tiempo y el espacio tienen su propia dinámica”. 
            No hay mal que por bien no venga. A veces me pregunto, que hubiera sido de mi vida si mis padres no realizan ese viaje a Europa para ayudar a mi hermana recién casada, que se instalaba en la embajada parisina. ¿Cuál sería mi destino, si mi padre no sufre el infarto y la posterior demencia que me eyectaron al mundo, abriéndome al conocimiento de los más disímiles misterios? Estoy seguro, que de no existir esos episodios particulares, nuestro país no ocuparía el lugar que tiene en el concierto de las naciones. En estos eventos, podemos encontrar el germen que dirige mis habilidades, en una primera etapa, hacia la perfección del apoyo logístico.
Extraído del libro inédito de Eduardo Wolfson "Espéculo para armar"

viernes, 21 de diciembre de 2012

filosofía cotidiana


DE CÓMO SHAKESPEARE  
ME GANÓ PARA LA LITERATURA

Quise hacer literatura desde que me enteré de la existencia de Shakespeare. Yo era chico, y para deshacerse de mí durante la tarde, mis padres me enviaron a estudiar inglés con una danesa particular. Ella me lo entregó, y me dijo: “este es el libro de Shakespeare”. Recuerdo que era finito, en el interior había bonitas ilustraciones en colores, descriptas en inglés. Ese día, cuando llegué a casa, mamá hablaba con una tía sobre la posibilidad de ver Hamlet esa semana. “No la podemos perder” decía. “Claro Shakespeare representa la universalidad de las pasiones combatiendo lo racional” contestaba mi tía con aires de intelectual.
Llegué a mi habitación, me desbarranqué en la cama, y muy intrigado, abrí el Shakespeare de la profesora. Primero miré los dibujitos, había un hombre, una mujer, un niño, una casa, una mesa, una silla. En la segunda página una lapicera, y medio aburrido, debo confesarlo, leí algunas palabras para ver si levantaban mi estado de ánimo: “This is a pen”, “This is a pencil”. Confundido, volví sobre la primera página. Al lado del varón, aparecía la frase: “this is a boy”, en la mesa decía “table” y también estaban la woman y el children. “Pero ¡este Shakespeare es un tarado!”, me acuerdo que grité con indignación. Entró mi tía, y dándome un coscorrón, me dijo: “No te voy a permitir que insultes a Shakespeare, un hombre que ha escrito a finales de 1500, y cuyos temas y reflexiones, mantienen una frescura tan actual”. Después de cerrarle la puerta en la cara a esa vieja insolente, eché una ojeada hacia el centro del libro, para ver si más adelante el hombre se despabilaba, y me daba un dato certero sobre el quid de la cuestión, o sea, ¿Cómo permanecer en la boca de todos por más de 500 años? A esa altura, el libro ofrecía frases más elaboradas, de esas que requieren un pensamiento forzado para develar las incógnitas que encierran, por ejemplo: “she teaches math”. Sí, porque Shakespeare lo escribía todo en inglés, menos mal que algunas cosas me las tradujo la danesa, que sino, todavía estaba pensando en la pavadas que dejó para la humanidad. En este caso, expresaba, “ella enseñaba matemática”. Y yo me dije, que importante debe ser ella enseñando matemática para durar más de 500 años. Yo desde mi niñez miraba a los adultos que me rodeaban, y debo admitir que los quería, aunque los tildara de imbéciles. Adoraban a Shakespeare, un tipo que lo único que hizo, según el librito de la danesa, era dibujar objetos, animales, personas y otras yerbas, y reconocerlos con su denominación en inglés, porque la bestia de Shakespeare no conocía una puta palabra en castellano.
En fin, pensé que si semejante bruto había ganado la inmortalidad en la literatura y en la dramaturgia, escribiendo que “esta es la casa, esta es una nena, aquel es un alumno que va a la escuela”, yo, que soy modesto y no necesito la eternidad, me podría ganar muy bien la vida redactando las mismas pelotudeces, pero en castellano, porque es de hombre aceptar, que en mis diez años de inglés de clases particulares con la danesa, siempre con el mismo libro de Shakespeare, me dejó nada más que el principio de un poema: “the violet is blue”. Mucho apellido, pero memoria y pronunciación nunca fueron mis fuertes. Sin embargo, al enterarme por la historia que nos enseñaban en el colegio que nuestro país era el sudesarrollado granero del mundo de los desarrollados, me di cuenta que lo mío no era sudar en el surco. Shakespeare se convirtió para mi vida en el sino. Gracias a él supe que mi camino pasaba indefectiblemente por las letras. Y que si los ingleses opinaban que decir shoplift, o sea hurtar en una tienda, constituía una genialidad que debía trascender, yo no era quien para contradecirlos. Todo lo contrario, mi misión era apoyarlos. ¿Cómo?, transformándome en un intelectual del Mercosur, en el cara pálida de biblioteca que interprete a través de inesperados laberintos, esas síntesis extraordinarias, que el bueno de Shakespeare proclamó para la posteridad. En este momento recuerdo una que cuando la deletreé en el libro de la danesa, me conmovió: “This is a chear”. Se dan cuenta, “This is a chear”, dijo Shakespeare, seguramente con una pronunciación más antigua, acuérdense que el genio bogaba entre 1500 y 1600. Pero que profundidad hay en aquellas palabras: “This is a chear”. Hay quienes mostrando una ignorancia supina, se atrevieron a decir, que se trataba de una reducción injuriosa del “Arm chear”. Pero yo pregunto, tienen idea ustedes cual es la fuente de inspiración de aquel dicho popular, siempre tan de moda entre nosotros: “El que se fue a Sevilla perdió su silla”. ¡Shakespeare! nos los estaba indicando.  Estas elaboraciones, denunciaban que mi vida progresaba hacia la adultez, y que mi espíritu se preparaba para recibir apasionada y comprensivamente las erudiciones del gran maestro inglés. Por eso, aquella tarde me presenté en la casa de la danesa, y lleno de gratitud le devolví el libro, que en su oportunidad me prestara, diciéndole: “Siento que William Shakespeare me lo dio todo, y gracias a usted”. Vi que el rostro de mi profesora se turbaba al apresar el ejemplar, luego, con una sonrisa, miró mis ojos y con voz suave contestó: “Me alegro por lo que pudo William Shakespeare en tu vida, pero el autor del libro que me devuelves es Shakespeare The Bignon, un profesor de Inglés.
                                                      Eduardo Wolfson

jueves, 13 de diciembre de 2012

Huéspedes


Mis palabras

Camino por calles mezquinas, polvorientas, tristes. Se desdibujan. Mi presente las convierte en niebla de lo tangible para ocultar el principio del olvido.

Fricciono las encías, mientras apoyo mi mano izquierda en el muro, con la derecha sostengo débil el bastón, que hasta hoy, es el que me ayuda a marchar. Ahora me doy cuenta que fricciono automáticamente las encías, pero sin bronca, sin dolor.

Repican las campanas, y las palomas cagando, huyen en masa.

Las cejas me han crecido, se han convertido en viseras sobre mis ojos.

Antes, con que facilidad entraba en las sombras y salía a la luz. No dudaba, era el dueño de la verdad, el hacedor de mi vida. Ahora en cambio dudo, pero se me está convirtiendo en certeza, que soy el hacedor de mi muerte.

La densa humareda en la entrada del boliche, ¿acceso a la eternidad?, tal vez. Escucho el entrechocar de bolas de billar, llego al mostrador arrastrándome. La copa me espera como siempre, con la yapa.   

Extasiado veo como las que fueron mis palabras huyen por la puerta. Para atraparlas necesito poseer la voluntad de pronunciarlas. No solo no tengo voluntad, tampoco experimento necesidad. Hasta ayer me servían para el intercambio. Las pronunciaba, y desde mi entorno las lanzaba en un orden para que el otro capte el sentido, y dándoles otro orden, me las retornaba. La puerta está cerrada y aún así la traspasan. Vertiginosamente se escabullen de mí, saben que estoy solo.

La artrosis se ha convertido en una compañía no querida. No me deja digitar los billetes que tengo que dejar por la copa. Observo mi mano, y a los que me rodean. Lentamente, logro introducir los cinco dedos en el bolsillo del pantalón, y fricciono las encías. Al hacerlo, se que mi prótesis dental compone una sonrisa poco convincente. Lo veo en el gran espejo, que reproduce detrás del estaño, al infinito, una exposición de bebidas pobres, cañas y otras aguas ardientes.

Un muchacho rueda un taco sobre el paño verde, se lo ve satisfecho con la elección. En la otra mesa, palmean tres veces sus bordes, celebrando una carambola de tres bandas. Envidio no poder probar el taco, ni convertir una raya de carambolas en una esquina. Es un sentimiento que me disgusta porque no me pertenece. Viene de ese parásito que está en mí, decidido a no reflejar nunca más mi cabellera lacia y tupida en el espejo.

Recuerdo cuando me alegré por estar enfermo. Fueron hermosas vacaciones pagas y sin culpas, que me ofrecía un empleo tedioso y repetitivo. A mi lado, los amigos apilaron una multitud de libros. Los disfruté página por página esperando al médico laboral, que certificaba semana a semana, otra más de permiso, para saborear mundos de lectura que mi imaginación profanaba, miles de letras que formaban palabras, cobradoras de sentido en multitud de personajes que surcaban otras tantas ciudades, indiferentes a sus subsuelos de perdedores, a los rascacielos con ganadores y a las mujeres hermosas que las habitaban.

Pero este parásito no es una enfermedad virtuosa, ni siquiera despreciable. Fue creciendo aquí, dentro mío, no sé ni como, ni cuando entró. No hace falta que pase lista para conocer su presencia. Es el enemigo realizando su guerra de zapa. Se me ha metido en los ojos para arruinarme la lectura, puso pesas en mis pies para violentar mis caminatas, endureció mis articulaciones para tenerme consiente cuando deseo tomar una copa.

Hay menos billares porque los tiempos han cambiado, me confirma un mozo. Pasa con una bandeja repleta de cervezas pero no lleva un solo vaso. Ya no se usan me dice. Oigo el destape, es un dolor gaseoso, una queja poco perceptible de fermentaciones en transferencia.

No se gana por merecer, se merece por ganar
                        Eduardo Wolfson


jueves, 6 de diciembre de 2012

Otro cuento que te cuento


El hombre de la cabina
 Cacho tenía hambre. La debilidad extrema lo obligaba a apoyarse en las paredes, tanto, como para sentirse respaldado al aspirar la bocanada de aire, esa que lo salvara un segundo más del desmayo.
            “Son tiempos de crisis”,  escuchó decir al tipo que lo tomó del brazo y lo arrastró hasta el bar. Cacho no alcanzaba a reconocerlo, su mundo, convertido en tinieblas no le concedía fácil la comprensión. Tomó conciencia de apoco, sintió temor por aquel sándwich de mortadela apresado en sus manos. “¿Cómo vino a parar aquí?”, se preguntó.
            Ignorante de sus aprensiones, José, el extraño, gestualmente lo invitó a comerlo, mientras teorizaba, grandilocuente, un texto que tenía algo de ensayo, y mucho de melodrama: La gente muta – decía- . Sobre todo, el fenómeno se vuelve evidente en aquellas calles sumamente estrechas flanqueadas por construcciones muy añejas. Los rayos de sol parecen estrangularse antes de llegar con su energía a las veredas.
            Cacho tragó el último pedazo de pan y fiambre, lo afianzó con una tragantada de café con leche. José, le indicó al mozo que repitiera la ración, y con el pulgar y el índice en forma de “u” invertida, agregó al pedido un café. Sin respirar prosiguió con su monólogo: Por las veredas transitan  hombres protegidos en conos de sombras, como vos Cacho,  logrando ocultarse de los otros,  esos que atravesamos habitualmente la zona sin pertenecer todavía a ella, los que ocupados por nuestros respectivos trabajos o ocupados buscándolos, nunca nos detenemos, y aunque lo hiciéramos, no nos daríamos cuenta de presencias como la tuya, casi invisibles. Hay que tener un buen olfato, como el mío, decidido a llenarse de aromas agrios, fétidos, rancios, pestilentes, putrefactos, como el que ustedes despiden. En fin, son todos actos de descomposición con el signo inequívoco de la presencia cercana de la muerte.
            La palabra muerte en los labios de José, sacudieron a Cacho. Los presentes, advirtieron, sobre el zigzagueo del segundo sándwich de mortadela, la conmoción. Abrió los ojos y trató de articular alguna palabra para probarse vivo. La falta de fuerzas se lo impidió. Dejó en el audio un balbuceo, apenas un murmullo. José encogió los hombros, y continuó con suficiencia la disertación: En estos barrios por lo general conviven los marginados, como vos, con los límites que les imponen las vidrieras. Ustedes  fueron dejando de reconocerse en su hechura humana, soportando la indiferencia nuestra, recogidos en umbrales, disimulando su presencia en el hueco que les ofrece un cartón corrugado. Enamorado de sus palabras, José las atesoró, intentando medir el impacto en la semi-conciencia de Cacho, pero aquel se conectaba de apoco con sus sonidos, sin importarle todavía, la trascendencia de su contenido. Fue entonces que arremetió: Cuando cesan los ruidos del tránsito y se apaga el bullicio del ajetreo urbano, un oído agudo como el mío, percibe esa música extraña que denuncia la proximidad de tripas vacías. De lo único que al final no los podemos excluir es del hambre, ¿me entendés?, que casi como la amiga inseparable, te acompaña en ese cuerpo fantasmal. Orgulloso de su oratoria, José respiró hondo, al mojar los labios en el café, advirtió que su compañero de mesa sonreía y dejaba chorrear sobre su barba una línea de saliva. Entonces, colérico proclamó: ¡No hay que entregarles el pescado, debemos enseñarles a pescar! Los parroquianos del bar enmudecieron, y Cacho borró su gesto sonriente, lo reemplazó por lágrimas que surcaron profusas sus mejillas. José se le acercó corriendo su silla hacia el ángulo vacío de la mesa. En esa posición más intima, pronunció en tono bajo y menos discursivo: La salvación mi querido amigo, está en abandonar la ciudad, avanzar por las rutas hasta encontrar nuestro lugar. Lo que continuó fue una acción espasmódica. La silla de José se disparó sobre el mosaico para estrellarse en la base del mostrador. Sus manos fuertes se prendieron como garras a los brazos de Cacho, lo arrastró  como piltrafa. Abandonaron el local, lo obligó a subirse a un coche que condujo por la ciudad, luego por sus márgenes, y una autopista. Esperando el vuelto en la cabina de peaje, observó a Cacho, y dijo sonriente: Vamos a tener una de estas, y se acabaron nuestros problemas. Efectivo todos los días, te das cuenta. Hasta vas a solucionar tu problema de vivienda. La cabina es abrigada en el invierno, y con lo que vayas ganando, podés colocar un aire acondicionado para el verano. La noche borró horizontes y el automóvil se introdujo en otras carreteras. Al amanecer detuvo la marcha, dejaron el vehículo en la banquina y descendieron. Cacho miró al cielo, respiró hondo, y dijo con claridad: ¡Que aire puro! Sin darle importancia a lo dicho, José agregó: y el concierto de los pajaritos, el arrullo del viento en las copas de los árboles. Cacho lo detuvo, y expresó con satisfacción: el escaso tránsito. A lo que José contestó contrariado: sí, esa es la desventaja, pero es uno de los pocos lugares que podemos poner la cabina sin contratiempos. José notó el interrogante en el rostro de Cacho, pero antes de desasnarlo, prefirió sacar dos cervezas que traía acurrucadas en hielo, dentro de una heladera en el baúl. Desde el pico de las botellas refrescaron el garguero. Se acomodaron en el pasto, invadido a esa hora por el rocío. Cacho respiró hondo, y José, nuevamente habló: Se terminó el cartón corrugado Cacho, basta de ocultarse, desde ahora todo será transparente para vos. Vivirás en una casa vidriada, con todo el sol y toda la noche, cómo es portátil la podrás mudar a dónde más te convenga, Tiene una barrera que te convertirá en el dueño de la procesión. Cacho sospechó del estado de los sándwich, ¿Tendría la mortadela una sustancia alucinógena? ¿Sería que las defensas bajas le pasaban una jugada falsa? José se mostraba seguro, lo palmeaba y reía. Cacho pensó que su mecenas estaba loco. Pero no quiso filosofar sobre la locura, como lo hubiese hecho en otros tiempos, ya que necesitaría por lo menos la mesa del bar, un café, y sobre todo, fuerzas para ligar su razonamiento con la lógica. Así que decidió despreocuparse, y solo observar las acciones de José, quien bajaba del portaequipajes  un embalaje rectangular de dos metros y medio por uno y medio. Lo apoyó en la banquina, cuidando que la flecha estampada en el cartón señale el firmamento. Se mantuvo un rato pensativo, acariciando los laterales del bulto, como no sabiendo muy bien que hacer. Luego le gritó a Cacho: Fíjate en la guantera, haber si encontrás el manual. Armarlo es una pavada, yo ví como lo hacían en el stand de Taiwan donde lo compré. Tenés que ver, el chino no tardó más de dos minutos. A lo mejor la primera vez nos lleva algo más de tiempo, pero después es pan comido. Cacho le alcanzó un librito con una linterna, y mantuvo la caja. José buscó las páginas traducidas al español y leyó en voz alta: Primero: Lea estas instrucciones. Cacho lanzó una carcajada. José lo miró, y luego dijo: ¿De qué te reís marmota? Sin esperar la contestación prosiguió: segundo: Guarde estas instrucciones. Esta vez, José atravesó el dedo índice a sus labios, advirtiendo el mensaje, Cacho hizo silencio. Tercero (apercibiendo, gritó José) respete todas las advertencias. Cuarto: siga todas las instrucciones y quinto: lo ideal es armar al aparato sobre la ruta. José quedó callado, pensativo, sus pupilas dejaron de brillar delatando ausencia. Cacho lo sacudió, y automáticamente José dijo: nosotros lo vamos a armar en la banquina y después lo empujamos. Ambos abrieron la caja y compararon los elementos con los gráficos exhibidos en el manual. Cacho extrajo una barrera y José cuatro paneles. El manual contenía un sub-rubro que explicaba la instalación. Comenzaba diciendo: “se recomienda instalar la cabina cerca de un tomacorriente”. Pero si esto es una ruta, de dónde quieren estos cosos que saquemos un tomacorriente (protestó Cacho) Estos cosos son chinos, así que seguro lo hicieron a batería también (contestó José). Durante una hora aproximadamente, fueron organizando sobre el pasto las diversas piezas, de acuerdo a su parecido, tamaño y encastre. Había llegado la hora de guiarse por el manual. Una vez más José leyó: No instale la cabina boca arriba, boca abajo, ni la apoye sobre un lateral. Cacho lo escuchó rascándose la cabeza mientras que José, inexpresivo, propuso: Vos cuidá las cosas, que yo voy a ver si encuentro un lugar para comprar sánguches. Estamos medios débiles, comemos algo y después seguimos. Con José ausente, Cacho trató de seguir oteando el manual para tratar de entender. El segundo punto de advertencia, indicaba: “No instale la cabina en lugares calurosos, húmedos, o excesivamente polvorientos. Tampoco es conveniente exponerla de forma directa al aire acondicionado, se podría condensar la humedad en su interior, provocando una visión defectuosa del exterior”. Sin proponerse comprender, Cacho siguió hojeando el manual para distraer el hambre. Igualmente alguna frases le llamaban la atención :”Una vez armada, no permita que los niños suban a la cabina, ni jueguen en ella, pues se corre el riesgo de volcar” “Procure que el sitio elegido para armar la cabina sea visible para evitar arrollamientos” “procure enrutar todos los cables de alimentación de manera que los niños curiosos no puedan tirar de ellos””ni el fabricante, ni el importador de la cabina se hacen responsables por los daños que sufra la misma y su correspondiente barrera, si se la armara  al aire libre :( lluvia, luz solar directa, incendio o descarga eléctrica etc.)””El movimiento excesivo de vehículos o el balanceo continuo de un barco puede provocar la caída de la cabina causando lesiones a quien la manipula” “el habitáculo de la cabina no está preparado para ser sumergido en el océano, de hacerlo, ni el fabricante, ni el importador se responsabilizan por los daños internos, o sensación de ahogo de su manipulador””no cuelgue la cabina del techo, podría caerse y causar graves daños”  José anunció su retorno con un guiño de luces. Después de un refuerzo alimentario pusieron manos a la obra. Con unas llaves plásticas, José apretó cientos de tuercas como rezaba el manual, mientras que Cacho adhería paneles brillosos a las columnas incorporadas, logrando medias paredes. ¡Eureka!- gritó José- estos chinos son geniales, en el mismo asiento del cobrador hicieron el inodoro. Cacho abandonó los paneles y vio a José sentado sobre el único asiento en el centro de la cabina. Se había bajado los pantalones, hacía fuerza con el rostro enrojecido. ¿Qué hacés? preguntó Cacho, no dándole crédito a la realidad una vez más. Cago. Aquí vas a cagar todos los días, y cobrar peaje al mismo tiempo, sin necesidad de buscar un ñoba –explicó José-. Más tarde pusieron la barrera y las cuatro camaritas grabadoras de imágenes. Faltaba el último paso, empujar la estructura para que la cabina quedara en mitad de la ruta, y en unos pizarrones magnéticos, anotar las cifras a cobrar, según el porte del vehiculo. José se sentó en el pasto y miró orgulloso: Aquí está nuestra empresa armada – dijo – pronto vamos a escuchar la cantinela de las monedas al caer en el fondo de la alcancía.  Cacho, inocentemente le preguntó: ¿vamos a quedarnos mucho aquí? Antes de responder, José se paró, sacudió su ropa, respiró hondo, ofuscadamente. Poco después depositó su mirada en Cacho, y con tono tierno, pero con sentimiento de mal trato, explicó: A lo mejor, en el apresuramiento por auxiliar al amigo, dejé algunas cosas sin la explicación debida. Prefiero creer que tu pregunta se genera en este error de mi parte y no en tu ingratitud. En unas horas, gracias a los chinos si querés, somos socios en una empresa que te sacará de la miseria. Yo puse la inversión, y ahora, cómo es lógico vos vas a poner el trabajo. Con respecto a las ganancias vamos fifty fifty. Claro, en los primeros tiempos no vas a poder retirar, hasta que no repongamos lo que me costó la cabina. No te preocupes, cuando venga a recaudar todos los días, yo te traigo la comida. La cabina es el capital, cuídala, y no se te ocurra quedarte con alguna moneda, porque las camaritas cantan. José palmeó el hombro de Cacho, subió al auto, y se despidió con un afectuoso: hasta mañana
                                                           Eduardo Wolfson






jueves, 29 de noviembre de 2012

Otro cuento que te cuento y que no es cuento


Experto

Omar deja la pieza, cruza el patio de baldosas blancas y negras, una vecina lo ve, y piensa: “que vicioso, lleva la punta de la lengua de un extremo a otro para lubricar los labios”. Omar sale a la calle con un libro de cuentos debajo del brazo, escupe la vereda, y cubre con la bufanda la parte inferior de su cara. Como todas las noches lanza una puteada, para sus adentros, masculla mirando el libro: “A este Abelardo Castillo hoy lo hago mierda”. Camina las cuatro cuadras que lo distancian de la radio. Como siempre, no devuelve el saludo del encargado de ingreso, y entra a la salita de preproducción. Su fastidio congénito aumenta cuando mira la pecera. El operador de turno es Ricardito. Cabecea para que lo descubra, mientras se dice para sí, <pendejo soberbio e ignorante, a esta hora, como nadie lo controla pone rock y me caga el programa>. Vocifera: “Cuando termino de leer un cuento poné un tango, ¿Me entendiste?”. Ricardito une el dedo pulgar con el indice y mueve su mano aprobando. “Y cuando leo, no me metas la música de fondo más fuerte que mi voz, estoy hecho mierda de la garganta”. Ricardito asiente.
Omar cavila: < ¿Qué le habrán visto a este pelotudo de Castillo que tiene tanto éxito?>. Baja la vista y lee con los ojos el título del libro: “Cuentos crueles”. Ricardito lo ve sacudir la cabeza, negando persistente. Recorre las páginas con bronca. Nunca leyó un libro de Castillo, debe elegir un cuento que narrarlo, no le lleve más de 15 minutos. “Este de los mitos parece que cabe”. Lo deja separado sobre el escritorio.
            Ricardito, golpea el vidrio, le hace señas para que se ponga los auriculares: “Faltan cinco para empezar y no tengo la pauta”, le dice. Omar, le indica que necesita urgente datos biográficos de Abelardo Castillo: “Recién ahora caigo que al libro del cuento le falta la contratapa”. Ricardito le advierte que no hay tiempo para buscar. Le dice que en la mochila tiene >Final de Juego<, unos cuentos de Julio Cortazar: “Largo con piazzolla, así tenés tiempo de elegir. Atrás hay una hoja escrita por el chabón, que cambiando alguna frase podés decir que es tuya”. Omar hojea el sumario del libro de Cortazar y grita: “Voy a leer uno que se llama <Sobremesa>”. Ricardito abona subiendo y bajando la cabeza. Omar codicia las cervicales flexibles del joven.
            Principian los primeros acordes de Adiós Nonino al aire. Ricardito le avisa a Omar que dispone de ocho minutos para prepararse.
            El conductor abre en la página 95: “Pero este coso empieza el cuento con una frase de un tal Heráclito” le habla a Ricardito, y este le contesta “Viene al cuento”. Omar se encoje de hombros:”Lo hace para mostrar que es culto”. Sigue hojeando y exclama: “Huy pero todo esto, son cartas que se mandan entre dos tipos”/”te quedan tres minutos y estás en el aire”, apunta Ricardito. “Decí que soy experto, pero a veces, cuando tenés que darle manija a estos tipos, te da ganas de mandar todo a la mismísima mierda”. Para armar su introducción, Omar pasa resaltador a la página titulada <nota del autor>. “No me arruinés el libro” suelta Ricardito con furia, y lo manda al aire:
“Buenas noches queridos oyentes, quise que Piazzolla tenga la apertura del programa para entrar en clima, ya que el cuento de hoy será <Sobremesa>, del laureado y desaparecido Julio Cortazar. Tengo en mis manos una edición de 1968, alicaída, de mi biblioteca personal. El título del libro que lo contiene es <Final de Juego>, que coincide con uno de sus cuentos. Los relatos que abarca, fueron escritos entre 1945 y 1962. Si, cronológicamente la mayoría se sitúa entre Bestiario y Las armas secretas, los otros son posteriores a Los Premios, incluso a Rayuela, lo que podría llevar a suponer que desandan penitencialmente un itinerario que tanto ha consternado a algunos críticos. Maurice Blanchot ha demostrado que el tiempo calendario poco tiene que ver con el tiempo del laboratorio central; fatuo sería el escritor que creyera haber dejado definitivamente atrás una etapa de su obra. En cualquier página futura puede estar esperándonos una nueva página pasada, como si algo hubiera quedado por decir del ciclo que creíamos anterior, o como si después de haber tirado todas las corbatas viejas para complacer a nuestra amante esposa, el día de las bodas de plata descubriéramos que nos hemos puesto, horror, la corbata con pintitas obsequiada por aquella novia que después no se casó con nosotros. Esta es mi humilde opinión. Les propongo un poco más de buena música y después el cuento”. Ricardito deja en el aire la Marcha de la Bronca e  interpela a Omar: “Bestia, te plagiaste letra por letra lo que escribió Cortazar como si fuera tuyo. ¿Vos te crees que los que nos escuchan son giles?”. Omar siente una punzada en el estómago que descompone su rostro. Ricardito, al registrarlo, decide no sobrepasarse. Recuperado, Omar, por micrófono interno le comenta. “A este Cortazar le patinaba la Erre, yo tengo una grabación donde lee un cuento suyo, algo de una autopista donde se quedan varados. Es insoportable, te lo juro. Me querés decir ¿cómo a estos chabones les publican esas pelotudeces y encima tienen éxito?”. Ricardito no puede contenerse: “porque son inteligentes, creativos y… cultos”. Omar, con rabia, cambia el argumento y le recrimina: “¿Por qué no tengo la pauta de la música sobre el escritorio? ¿Qué clase de profesional sos? / No la tenés porque no la hice, y no la hice, porque no me dijiste que ibas a leer, y como vos querés que la música haga juego con el tema que tratás, entonces no la preparé porque no soy mago. Y además, te presté el libro de Cortazar, y ahora te estoy buscando uno de Abelardo Castillo con datos biográficos así podés leer el cuento de los mitos. Y si querés decir que es de tu biblioteca personal, decílo,¡ que me chupa un huevo! Omar levanta su dedo pulgar en señal de aceptación. Ricardito lo pone en el aire: “el cuento se llama <Sobremesa> (engola la voz) <El tiempo, un niño que juega y mueve los peones>. (Hace una pausa, siente que debe dar una explicación) Bueno en realidad esta frase es de Heráclito, pero debo admitir que el mismo Cortazar lo dice, así que no podemos acusarlo de plagio. Pasa que esas palabras, tienen que ver con el contenido de su cuento, como veremos. El mismo comienza así <Carta del doctor Federico Moraes. Buenos Aires, martes 15 de julio de 1958. Señor Alberto Rojas.> / haber, para que al oyente le quede claro: el señor Moraes, le envía una carta al señor Rojas el 15 de julio de 1958, que según Cortazar cayó en martes. Continúa:<Lobos efe punto ce punto ene punto ge punto ere punto> Ricardito interrumpe, potenciando en el aire <Canción del elegido> de Silvio Rodriguez. Por micrófono interno sermonea: “Omar ¡Bestia! ¿Qué efe punto c punto…, es Ferro Carril Nacional General Roca”. El conductor se para, con las piernas abiertas y sus manos a la altura de los testículos, reconviene al operador: “¿¡Qué!, acaso soy boludo pendejo?, como no voy a saber de que se trata, lo hago para poner un disparador en el público. Lo que elegiste del cubano está bien, pero no me cortés los relatos. Dale poneme en el aire”. Ricardito obedece y se escucha con los últimos acordes, una risa forzada que crece. Al fin, solo queda la voz modulada de Omar: “Sí, no se asuste, es mi risa. Me surgió, al imaginarme su pensamiento querido radioescucha. Tal vez creyó, que su Omarcito se volvió loco, o que tuve un ataque cerebral y me quedé deletreando. O que Julito Cortazar es muy complicado para su cabecita. Hubiera podido decir Ferro Carril Nacional General Roca, y continuar como si nada hubiera sucedido. Pero entonces sería, solo un tipito que trata de llamar la atención de sus oyentes con un cuentito de Julito Cortazar. Y usted, a lo mejor se aburre, o pierde una frase y no comprende, y yo no me entero. En cambio, así lo provoco y le doy nuestras vías de comunicación para que nos deje su chimentito, y que nos perdone julito que está en el cielo.”  Omar sigue leyendo, equivocándose en algunas palabras o letras, debido a la primera lectura, y a unas cataratas que afectan su ojo no miope. Ricardito recibe las llamadas, y anota los comentarios en un papel. Omar termina la lectura, Ricardito le da paso al noticiero. Por micrófono interno apunta: “Omar zafaste, pero dejate de romper con los diminutivos, que parece que te estás chupando hasta los tipos.” / “Nene, todavía tenés que comer muchos tornillos, para llegar acá papá”. Ricardito le pregunta si lee los mensajes. Omar consiente: “Llamó Estela de Congreso, dice que la introducción de Omar, fueron las palabras que Cortazar escribió en la edición de agosto de 1968, que no sabe porque Omar dice que son de él”. Omar activa un molinete con su mano derecha, Ricardito entiende que no va a contestar, y que tiene que seguir con otros mensajes. “Llamó Oscar de Villa Crespo, felicita a Omar por su lectura inteligente y humildad”. Omar pide micrófono: “Gracias Oscarcito, hoy llevo el vino”. Pisando la última palabra, Ricardito coloca la marcha peronista cantada por Hugo del Carril. Omar llena de aire los pulmones con la intención de expresar una puteada potente, pero debe reprimirse y desinflarse, cuando Ricardito pone en su escritorio el libro <La casa de ceniza> de Abelardo castillo. “¿Dónde lo conseguiste?” / “me lo dio el portero”/ “¿Y él de dónde lo sacó?” / ¿Qué sé yo? Debe tener una biblioteca. / Pero ahora resulta que son los porteros los que nos dan la data. / Si. A cambio de la marcha peronista / Decíme, ¿yo que soy, si acepto que cualquier cacatúa me haga el programa? Ricardito volvió a la pecera, golpeó el vidrio y Omar supo que estaba en el aire: “Programa movidito el de hoy eh... Ustedes saben que no soy muy adicto a las marchas. Disculpen si he ofendido a alguien con ella. Pero no quería privarme de la coloratura de voz, tan especial, que Huguito del Carril con todo su fervor por la justicia social, le imprimió. La politica es otra cosa, acá leemos cuentos, por eso podemos pasar de la derecha a la izquierda sin miramientos, porque lo único que nos interesa, es si el cuento está bien o mal escrito. Para nuestro segundo bloque, preparé para leerles de su libro Cuentos Crueles, el que se llama >Los mitos<, de Abelardo Castillo”. Al abrir el libro, Omar se da cuenta que la letra es minima, ilegible. Prueba poniéndose y sacándose anteojos, pero es inútil, no puede leerlo. “Primero les propongo que escuchemos una música introductoria”, dice, para salir del paso. Ricardito, sorprendido y sin pensarlo, para no pecar con el silencio radiofónico, arrecia con <La Felicidad> de Palito Ortega, disco pautado para el próximo programa. Omar vocifera: “esta letra no existe, y vos que gusto tenés para la música”. / “Hago lo que puedo cuando el conductor está mamado” / “Voy a leer una parte de la novela que te dio el portero, total todo es de este zurdito Abelardo Castillo”.  Omar se desdice elegantemente, sobre el anuncio de leer <Cuentos Crueles>: “Es de hombre inteligente cambiar de opinión. No voy a cambiar de autor, sino que voy a leerles un fragmento de <La casa de ceniza>, una novela corta de Abelardito. Así como Cortazar comenzaba su <Sobremesa> con una frase de Heráclito. Abelardito, lo hace con estas palabras <Señor, concede a cada cual su propia muerte> Según él esta frase fue dicha por un tal Rilke. Me pregunto, ¿Por qué, estos y otros muchos escritores, sienten la necesidad de nombrar a otros? ¿Lo harán para mostrar su basta cultura, diciendo cancheramente que los han leído? O tal vez, ¿Para que el lector, y en este caso el oyente, crean que pertenecen a la elite de aquellos que nombran? Usted ya sabe, <Pertenecer tiene sus privilegios>. La voz del locutor se apaga un instante. Ricardito indica el preludio de la lectura con una superposición misteriosa de acordes. Omar analiza la contratapa del libro y lee: “La casa de Ceniza retoma la antigua y siempre joven problemática del hombre y el arte frente al tiempo”.  Ricardito imprime brío a los acordes, y por micrófono interno indica: “No plagiés ahora la contratapa, que la Estela de Congreso te va a cagar” Omar contesta encogiéndose de hombros “¡Avívate gil!, no pasés el llamado y listo”. Abre el libro, encuentra un posfacio, y pide aire: “Esta novela corta, Abelardito la escribió a sus 21 años. Ha pasado mucha agua bajo el puente, pero este hombre nacido en los naranjales de San Pedro, con referencia al momento que escribió esta obra dice >estaba en el servicio militar y habitaba el mundo gótico de Poe. La Casa de Usher y las desniveladas habitaciones del colegio de William Wilson, están, notoriamente, en el origen arquitectónico de mi casa<. No dudo que Abelardito será un gran escritor, pero a los 21 años, que no me venga a contar a mi lo del mundo gótico de Poe, ni lo de la Casa de Usher, y mucho menos lo del colegio William Wilson, cuando a esa edad, si hay una urgencia, es la de localizar en el mapa, donde está el burdel”. Aunque todavía no es el tiempo, Ricardito impone una grabación empobrecida de tandas, y acribilla a Omar: “¡¿Qué te pasa?! ¿querés que nos rajen?.¡Estás hablando de un escritor enserio boludo! Haber como la arreglás ahora”. Omar golpea la mesa, carraspea, y exhala flema, que friega con su zapato sobre el piso. “No tengo nada que arreglar, no tenés sentido del humor. Soy experto y sé cuando necesito joder”. Ricardito lo deja otra vez en el aire. “El oyente es inteligente y sabe, que uno puede cada tanto hacer uso de la ironía. Tanto usted que me escucha, y yo, bien sabemos como queremos y admiramos a Abelardito Castillo. Sino, miren que interesante es lo que dice acá: >Los literatos, no sé por qué, tenemos cierta debilidad por los pintores (pienso, claro, en el Retrato de Dorian Gray de Wilde; pienso en La boca del Caballo, de Joyce Cary; pienso en El Túnel de Sábato; pienso sobre todo en la Obra Maestra Desconocida, de Balzac, que después plagió Zola)<. Cuanta gente que nombra, porque sigue nombrando ¿eh? Pareciera que Abelardito quisiera apabullarnos con su sabiduría, mostrarnos que es un hombre culto. A lo mejor como marketing le sirve, ya que a él lo publican, pero a los que somos más humildes en nuestra promoción, nos cierran nuestros escritos sin sacarle siquiera el polvo con un plumero. Bueno, corrió el tiempito, se acabó el programita, y el cuentito de Abelardito quedó sin leer. Será para otra ocasión. Buena Noches.  ”
                                   Eduardo Wolfson   
             



sábado, 24 de noviembre de 2012

Recuerdos en presente



 1978
            Con mis fantasmas, trato de ver en la bruma. Los bares están llenos, la gente se amontona frente a las vidrieras con televisión. Me siento en desventaja, no sé nada de fútbol, ni me interesa. Hace días que intento mantener una conversación razonable, con amigos, clientes, o simples compatriotas desconocidos. No lo logro, todos se han puesto de acuerdo para que lo único, que tenga existencia y validez, sea el fútbol y el bendito mundial.
            Es la hora del partido, la ciudad se ha convertido en un campo santo, camino solo por la Diagonal Norte, es mediodía. El silencio más evidente se ha hecho cargo del territorio. Nada se mueve, ni la brisa permite presentarse. Nada se vende. Me agobia el peso de novedades jurídicas que se ensanchan en mi portafolio. Los abogados han desaparecido, también los otros vendedores. ¿Será que he quedado en el planeta solo?, un virus del que me mantengo inmune, ha desintegrado al resto. Desde los edificios y los bares, me sobresalta un grito corto, ensordecedor y duradero, irrumpe en la calle corrompiendo mis oídos: “¡Gol…!” y se duplica extendiendo la ele y se reafirma marcando la ge. Bajo mis pies vibra la diagonal. Es una señal de vida que habita cerca del desierto, aunque continuo solo en la calle.
            Las escalinatas de la Catedral están vacías, también la Plaza de Mayo y los patrulleros que la cuidan. Necesito procesar una historia, ¿Cómo justifico mi presencia en este lugar, si apareciera un botón? El cana va a querer saber por qué no estoy mirando el partido. No me va a creer si le digo, que estoy vendiendo libros.
“¡¿Vendiendo libros frente a la casa de gobierno?!”. Va a decir con la mano en la culata del arma.
“¿A quién?, ¿A la pirámide o a las palomitas?”, va a agregar con sorna. ¡Cómo voy a sudar la gota gorda! ¿Y si trato de mostrarle la última edición del boleto de compra y venta para convencerlo? No, mejor voy a sacar el código de procedimiento penal actualizado. Seguro que se lo queda como sueldo anual complementario. ¡Ya está!, le muestro el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional. ¡Me quiero morir!, ¡Que boludo soy!, no me digas que no lo traje. ¡¿Pero cómo salgo a la calle sin el Estatuto?
            Otro “¡Gol…!”, “¡Gol…!”, “¡Gol…!”. ¿De dónde salen todas esas gargantas tan bien entrenadas? Un perro expandido en la vereda me mira con profunda tristeza. Otro compañero más que no sabe nada de fútbol. En todo caso ya somos dos los sospechosos. ¿Qué historia le inventará él, cuando la autoridad lo vea desnudo, sin documentos, tirado, pulguiento, y sobre todo sin ladrar los goles?
                       
                                   Eduardo Wolfson
            

viernes, 16 de noviembre de 2012

Hay que dialogar



El sistema nunca falla

- Señor!. ¿Van a tardar mucho para atenderme?
- Fíjese toda la gente que hay
- Pero yo tengo turno
- si, la mayoría tiene turno y el que no, sobreturno, estamos atrasados.
- ya pasaron muchas horas que estoy aquí, y nadie me llamó.
- no se preocupe, ya lo van a llamar, piense que es uno solo el que atiende
- es que tengo temor de que me llamen y no enterarme.
- ¿por qué?
- soy medio sordo ¿vió?
- tranquilicese hombre, lo llaman por un alto parlante amplificado
- pero hace muchas horas que estoy aquí, y todavía no escuché que llamen a nadie
- ya le dije que el que atiende es uno solo.
- pero es ineficiente,...¡digo!, habiendo tantos.
-¿cómo se atreve?
- me refiero al sistema
- se trata de un error histórico financiero.
- no entiendo
- es fácil, al principio de todo eran muchos los que atendían, tantos, que me atrevería a decirle que había uno por cada habitante.
- ¿y en dónde está el error?
- en el gasto. Era un despilfarro inaguantable
- pero la atención valía la pena
- sí y no
- ¿cómo es eso?
- el presupuesto no alcanzaba, el departamento de hacienda..., no es justamente el de derechos humanos
-  ¿que quiere decirme?
- a los de hacienda les tiene que cerrar los números, y odian a los rojos
- lógico
- los de los derechos humanos quieren calefacción en invierno y aire acondicionado en verano para todos
- lógico
- pero...¿a usted le parece todo lógico?...¿no vé la interna?
- ¿que interna?
- pero hombre, ¿de que mundo viene?...los de hacienda sea como sea, necesitan recaudar, mientras que los de derechos humanos, haciéndose los buenitos solo saben gastar.
- sigo sin entender..., ¿por qué atiende uno solo?
- porque de la otra forma nos íbamos a la bancarrota...Para recaudar lo suficiente, los de hacienda no tenían otra alternativa que esclavizarlos a ustedes. Llegaron a hacerlos trabajar las 24 horas del día y para que produzcan más, hacerlos sentir un latigazo cada media hora.
- ahora que recuerdo, eso lo ví en una pelicula de Cecil B. de Mille
- Los de los derechos humanos, tardaron siglos para hacerles entender a los de hacienda, que este régimen de trabajo continuo y forzado, no solo no daba más producto, sino que producía un desgaste tan bárbaro.
- y eso ¿qué tiene que ver?, con que ahora atienda uno solo
- tiene que ver, tenga un poco de paciencia...Esa forma de producir produjo lo indeseable. Comenzaron a demandar nuestros servicios excecivamente, ¿comprende?. Imprevistamente aparecían por aquí, sin turno, y exigiendo nuestra atención. Lo único, que se nos ocurrió en ese momento, es inventar el sobreturno.
- y ¿cuándo decidieron que atienda uno solo?
- más adelante, mucho más adelante, primero fue necesario construir el pacto.
-¿entre quiénes?
- ¡Hombre!, entre los de hacienda y los de derechos humanos
- ¿que pactaron?
- algo que se llamó salario, precio y ganancia.
- ¡Bueno!, toda esta cháchara está muy bien, pero yo tengo turno y exijo que se me atienda.
- por favor, no pida imposibles
- estoy tratando de ser amable, paciente y contemplativo, usted es testigo, ¡hasta escuché su historia!, pero todo tiene un límite.
- ojalá yo pudiera servirle de algo, pero ya se lo expliqué. La demanda es infinita..., pero atiende uno solo.
- eso no es una explicación, más bien es una confesión de inutilidad
- usted no quiere entrar en razones, lo siento, yo estoy aquí para cumplir órdenes
- ¡Burócrata!
- eso, ¿es un insulto?, si es un insulto se equivocó de escritorio
- empecemos de nuevo. Le pido- por favor- que me atiendan
- ¿y que estoy haciendo?
- le pido que atiendan mi problema
- ya le dije que eso lo atiende él
- entonces, dígale que me atienda y muéstrele mi turno
- él hace lo que puede, es el único y tiene que atender a todos
- así no vamos a ninguna parte
- ¿adonde hay que ir?
- no sé!, por eso estoy aquí.
- la ansiedad no es buena compañía, en cualquier momento lo llamarán por el alto parlante, como llaman a todos.
- pero desde que estoy aquí no han llamado a nadie
- él está atendiendo
- si está solo y dedica tanto tiempo a cada uno, no me va a atender ni en el año del arquero.
- ¿por qué no charla un poco con los otros?
- porque estoy aquí para que me atienda él
- mire que por el parque, los que esperan como usted, se las ingeniaron para preparar unas ollas con mate cocido
- y con eso ¿qué?
- nada, solo le informo, por si siente la garganta seca vio?
- creo que usted pretende sacarme de encima
- nada de eso. No soy su enemigo, trato de ser amable e informarle sobre las cosas que hay para ayudarlo a pasar el tiempo.
- dígame, cuando atendían muchos..., era el mismo dueño.
- Ah!, usted dice cuando el despilfarro
- digo..., cuando nos tenían en cuenta
- no..., desde aquel entonces cambiaron de dueño
- y, le costó mucho al nuevo comprarlo.
- ¿comprarlo?
- si.., las empresas tienen un precio
- cuando producen y tienen rédito
- entonces
- la regalaron
- ¿la regalaron?
- bueno, a lo mejor esa no es la palabra, el nuevo dueño la aceptó, siempre y cuando, el antiguo propietario siga manteniendo los gastos
- o sea que se quedó con las ganancias y ninguna de las pérdidas.
- expresarlo así, me parece un poco desconcertante.
- como lo explicaría
- cuando se la dieron ganancias no había, era el despilfarro
- ¿y ahora?
- es otra cosa. Ya le dije que atiende uno solo
                                               Eduardo Wolfson

domingo, 11 de noviembre de 2012

Otro cuento que te cuento


El profesional
            
            En el único punto iluminado, sus manos contaban el dinero. Desconfiaba con naturalidad. Mientras los dedos deshojaban con fluidez los billetes, sus pupilas, no se apartaban de las sombras, recortadas en blanco, sobre el rostro del consumidor de sus servicios.
            Era lo acordado, “mitad ahora, y el resto cuando cumpla el contrato”, dijo el cliente, conocedor que para su interlocutor no había otra forma de paga. Guardó el dinero en el sobre, y este en el bolsillo interno del saco. Al levantarse, todo su cuerpo se esfumó en lo oscuro. Dio varias vueltas por calles iluminadas y con gente, antes de tomar la ruta definitiva. Ya en su cuarto, colocó el efectivo en el interior de unos zapatos dentro de una caja. En el sobre quedó la foto, que después de algún titubeo dejó sobre la cama. La pieza estrecha lo oprimía, el ventanuco alto en la pared debía permanecer cerrado. “Son los gajes del oficio”, pensó. La ausencia de aire lo atontaba, necesitaba con urgencia terminar los preparativos, y salir a tomar el fresco del patio. Luego de secarse el sudor en el cuello, meticuloso, abrió el “berretín”, así llamaba a aquel hueco heredado, disimulado con tirantes de pinotea. Con una linterna iluminó el espacio, sacó tres paquetes envueltos en tela, los abrió, y metódico revisó las armas. Eligió la automática. La lustró regalonamente, vio reflejados sus ojos en el brillo de la cacha negra, la acercó a su boca, la llenó con su aliento, experimentó un sacudón frío, y la depositó en su espalda retenida por el cinturón. Volvió a la foto, la mujer lucía tostada. Con el mar a su espalda se la apreciaba espléndida, gozando una calidad de vida envidiable. Recordó, cuando una hora atrás, su contratante, con voz burlona, le confesaba la historia de su padecer. “Si decido no mantenerla más, me amenazó con mandarme al marido que es un cornudo, pero también matón. Disculpe - dijo arrugando por la metida de pata, y prosiguió: un amigo, el que me habló de usted, me aconsejó para recuperar mi tranquilidad, atacar primero y pronto. Últimamente, con la crisis se ha vuelto una carga insoportable, tengo que deshacerme de ella, usted comprende”.
            En un portarretrato colocó la foto, lo dejó sobre la mesa de luz y abandonó la habitación. Caminó pausado por las calles iluminadas hasta la terminal. Se alegró que el aire acondicionado del micro funcionara. Relajado, el viaje le pareció corto. Recorrió el centro del pueblo, para luego internarse por sendas de tierra que conducían a la laguna y a las quintas que la rodeaban. Amanecía cuando abrió el portón. Observó a través del ventanal del comedor, como un primer rayo de sol refractaba sobre el agua de la piscina. Subió al primer piso, la alcoba tenía la puerta abierta. Sobre la cama, la mujer dormía desnuda. La observó y se extasió en esos movimientos que expresan los sueños cargados de erotismo. Muchas veces, frente a la misma escena se preguntó, de cuanto eran capaces sus ojos, para soportar aquella belleza sin parpadear. Conocedor del terreno que pisaba, y de los seres y enseres que lo habitaban, caminó hasta un sillón individual que engalanaba uno de los ángulos, y extirpó de él un mullido cojín de plumas. Quitó el seguro de la pistola, la posó en el almohadón, admiró por última vez aquel rostro distendido, y vació el cargador. Después vino la limpieza de huellas. Lo último que hizo es despedirse del arma, la acarició con una franela, en ese instante sintió injusta a la vida, “porque nos separa de las cosas apreciadas”, finalmente la arrojó hacia el fondo de la laguna.
            A pesar del aire acondicionado, encontró a su cliente sudando, desde su calva caía agua a borbotones. “El trabajo está hecho, vengo a buscar la otra mitad” le dijo.
            El hombre, zigzagueando, se acercó a su escritorio, le señaló un sobre, Y con voz suplicante, imploró: “Por favor, no me mate, recién supe por quien me lo recomendó, que lo envié a eliminar a su mujer”.
            El contratado, como de costumbre contó el dinero, y lo depositó en su bolsillo interno. Piadoso, colocó su palma sobre el hombro de ese ser desarmado, y dijo: “no se preocupe,  soy profesional, no trabajo gratis”.
                                                           Eduardo Wolfson

lunes, 5 de noviembre de 2012

Se parece a un poema


Jugando con el cambio climático


Presagiaba el atardecer en el cielo plomizo. Sintió que la pena se le acalambraba sin resplandecer el sol.
La marejada le trajo el espejismo de cerrar la herida. El aire tibio la ilusión de un feriado largo.
           Un remolino lo distrajo del sol, le sirvió la frivolidad para secuestrar vírgenes.
       El agua que en su momento bajó de la sierra, reposó escarchada cristalizando un limo verde, hemorrágico.
Las nubes bajas presintieron lluvia, el viento adhirió en sus prendas, diminutos, invisibles granos de tierra.
En las esquinas los tornados extraviaron su trayectoria, desacostumbrados a esquivar a tanto forastero.
A pesar de la tierra bien sembrada, no pudo evitar que el temporal segara al maíz antes de cosechar.
Anocheció, muy pocos vieron como el sol, una bola de fuego, se desplomó detrás de las vías, convertido en una píldora.
Aquella noche, los enamorados se sobrecogieron al ver caer una estrella, derramaron sus fluidos bajo algunas gotas pero, al fin, la lluvia fue amputada.
El temporal trajo un alboroto inesperado entre puertas abiertas, dejando apenas un frío modesto.
Entonces fue que oyó el estruendo de las siete trompetas, creyó ver el cielo limpio y el sol brillante. Sin embargo, nada pudo ocultarle al invierno.
Los visitantes con olfato percibieron el olor del ajo traído por la brisa. Pero él pensó en el sudeste, con la esperanza que se acabe el saqueo de la sequía.
Fue después que las aguas ardieron en la confluencia, por suerte el estallido del granizo las enfrió.
Mientras tanto, algunos extraños visitaron las playas de la ciudad y se sorprendieron al no encontrar el mar.
Los provocadores de pánico facturaron la idea del Apocalipsis, solo los distraídos, mirando las estrellas no advirtieron el pozo.
Afuera, los relámpagos jugaron a entramarse. Adentro, él espió un universo por el ojo de la cerradura.
Una nube muy blanca dividió al cielo ocultando al sol. Creyó entonces divisar religiosamente, el principio y el fin.
Las sendas anchas que acogieron al granizo se quedaron sin estrellas. En el horizonte sólo vio negrura.
La gran antorcha incendió al cielo de la rayuela. Del otro, como homenaje cayeron cenizas.
La lluvia pareció darle vida, pero el viento amontonó sus restos, quedando ciegos para apreciar la belleza del arco iris.
La ráfaga avivó el fuego, y la noche, no pudo ocultar otros tiempos en los mismos espacios.
El pampero sopló fuerte, empujó hacia la capital. No llevó truenos que avisen su paso.
Cuando volvió la calma a las calles, miles de hojas depositadas se hicieron colchón recibiendo el brillo de una luna llena. Pero él no lo advirtió, miraba televisión.
El fragor llegó del mar, mordiendo el polvo, cargando materias de desecho, regando flujos abisales. Se preguntó ¿se trataría del caos anunciando su derrumbe?
Las aguas del río y el océano chocaron, y toda la hierba verde fue espectadora de esa magnificencia.
La lluvia, el viento y el frío amainaron, pero el piquillín, lo acorraló en las calles con sus  nervios anudados.
Experimentó su mediocridad cuando el soplo del norte en lo negro. Divisó incendios reducidos y locura.
Pero la jornada fue diáfana, la bóveda celeste resplandeció magnifica aquel mediodía. Sin embargo, el aguacero llegó de afuera y de repente, sin resignar su turno para esconder nada.
La noche y el hombre, acostumbrados a las brisas marinas, se sacudieron atónitos cuando azotó el temporal.
Resistió con su optimismo. Se dijo que la primavera llega con la transparencia del manantial, toman fuerza los colores y el cielo se llena de azul. Es la estación perfecta para desdibujar los grises del ánimo.
Pero una voz interior lo alertó: después llega el verano, y trae la melodía del silencio, los calores, y también la sed, que se entremezcla con el polvo irrespirable y lucha por saciarse en un pozo de agua agotado.
Pensó que más allá del frío se respira una meteorología propia, la de la espesura desflorada.
Después de todo, con religiosidad, notó que la tormenta pasó como un rito propiciatorio. Dejó el fango que todo lo embadurnó.
 Esa noche, un par de ojos, simularon para él, ser espejos de agua para que naveguen las estrellas.
El amanecer aquietó las pasiones, y trajo el balbuceo de un mar que no adivinó sus orillas.
La luz solar del mediodía cegó a una ramita en el torrente.
La ráfaga se convirtió en vendaval, se quemaron campos, lo adivinó en el cielo.
Fue la nieve que le trajo insomnio y abstinencia, borrando cualquier traza o indicio sobre el páramo.
La cerrazón le predijo aguacero y, por último, la presencia espasmódica de su vida.
Después ya lo saben, el eclipse fue total. Jirones rojizos sangraron gráciles desde el cielo. El poniente, la lluvia y el calor ácido penetraron la eternidad.
La noche, a pesar de quedar inmóvil para los tiempos, no pudo ocultar los oídos descuartizados.
Eduardo Wolfson



domingo, 28 de octubre de 2012

Relato de "Sobre ráfagas y ausencias"

Tsunami
         
          En la mesa hay cinco jarritos vacíos de café, pero estoy solo. Puedo pensar que estaban en ella antes de que llegara. ¿Y cuándo llegué? También que yo los haya tomado. ¿Pero cuando fue que no me di cuenta?
         Claro, ¿Tal vez estuve con cuatro amigos? Imposible, ya no tengo amigos. Sin embargo algo empaña mi visión.
         Haber Ernesto, recopilemos, pero antes, colaborá con un poco de voluntad. Vamos, agarrá la servilleta y pásasela a los lentes para ver más claro. Efectivamente son lágrimas, ahora insinúate a vos mismo que desconoces el motivo. Comenzá por poner excusas, dale. Que la conjuntivitis está mal curada. No, mejor es la del cansancio visual, ese siempre te da lágrimas, y nadie va a decir que te estás volviendo flojo, aunque algunos deben estar pensando que estas hecho un viejo carcaman.
         Dale Ernesto no te desarmes, confesate vos una verdad. Para que te sea más fácil pásalas a tercera persona. “Esas lágrimas son llanto y ese llanto es la expresión de la angustia profunda…” ¡Muy bien! ¿Y con eso punto?

         Los rayos de sol se regodean en el mantel y brillan sobre el logo dorado, estampado en las tazas de la confitería. Este lugar no tiene nada que ver con mis lugares. Es un sitio esterilizado, “libre de humo”, como reza el cartelito de acrílico, muy coqueto, colocado estratégicamente en las columnas. 
         Una chica entera, enfundada en media minifalda negra recorre las mesas entregando y levantando pedidos. Muestra el culo que muy pocos miran, la mayoría se entretiene con su teléfono celular.
         Este sitio no tiene nada que ver con mis sitios, sin embargo, reconozco este rincón. Aunque no es el mismo piso, ahora es una cerámica que brilla, y en cada ángulo, muy pequeño, también resplandece el logo de la confitería. Antes había un granito gastado, sobre él una mesa de madera chueca, defecto que disimulábamos con una cuña de cartón.
         Sin tomarlo en cuenta, el nuevo siglo me cayó como un tsunami, palabra que, por otra parte, no podría haber acuñado sin la existencia de este siglo recién estrenado. ¿Qué hubiese dicho si mi vocabulario no hubiese agregado “tsunami” para describir la situación? ¿Torrente?, ¿Terremoto?, ¿Maremoto? Ninguna sirve como “tsunami” para señalar lo que siento.
         El nuevo siglo me dio la palabra, y en este lugar cibernético la uso. Una escenografía, abarrotada de gente que comparte con otros la mesa, hablando cada uno con su celular. En la mía cinco jarritos vacíos y mis lágrimas que se desperezan sobre el cristal orgánico de mis anteojos.
         ¡Vamos Ernesto! ¿Por qué este estado de ánimo?, después de todo las cosas han progresado. ¡Las cosas!, ¿Qué cosas?
         Si se me ocurriera preguntarlo en voz alta nadie me escucharía. Se envuelven en ese ruido infernal para no responder. Tengo la sensación que confunden trasgresión con talento. Indudablemente se trata de un progreso con mucha fritura, con anteojeras. Para la trasgresión sin talento el ruido basta.
         No hay caso Ernesto, siempre enroscándote con teorías, que te antojas desarrollar para esconder en un laberinto de palabras, este dolor… ¿Crónico?  
         Otra vez esta puntada arriba de la boca del estómago. Haber como disimulo. Respiro profundo, coloco mi dedo mayor sobre el punto doloroso y masajeo. De apoco, así despacito voy largando el aire. Nadie se da cuenta, solo la piba de la minifalda me mira, como exigiéndome que abandone la mesa o pida otro café.
         ¿Qué habrá sido de la vida de José?, es muy probable que ya sea hueso de cementerio, ese sí que era un mozo. Veía que cualquier tipo se agarraba algo, y ya estaba el con su copita de coñac, ofreciéndote su psicoanálisis a la mesa. Y aliviaba el gallego, como ¡aliviaba!
         Claro, es muy probable que se tratara solo de una sensación, todavía las cosas no me venían desde atrás, las teníamos colectivamente como futuro. Experimentábamos para los otros con nuestras vidas, sin pertenecernos la muerte. En nuestra juventud, no entraba ni remotamente la idea de cuan sanguinarios llegarían a ser nuestros verdugos.
         Todo lo intentábamos con ganas, con amor, con alegría, con vehemencia. Fueron días de militancia y amistad indivisibles. Fue una ráfaga de ilusión, oxigeno que se transformaba en ozono, vida que construía vida. Había tanta potencia. Solo la noche de los perversos, pudo con la muerte silenciarla.

         No necesitábamos estadios repletos para que una diva nos enceguezca con las luces, nos aturda con la electrónica, nos separe con el idioma y nos individualice con el precio de una entrada.
         La cosa era mucho más humilde, sin estridencia. Una guitarra, un fogón, manos que se encontraban, abrazos que se compartían y un vino tinto danzando en la luz

         Pero lo idílico, tal vez, no permitió que advirtiéramos la llegada de esas otras noches. Cayeron sobre nosotros trayendo ausencias y dispersión.
         Al mismo tiempo, unos desaparecían, otros se exiliaban, y muchos, nos mezclamos en el anonimato, obligándonos a la inmovilidad, para escondernos del monstruo que nos arrojaba.
         Después del terror, y el acecho de cobardes con hábitos nocturnos, necesitaron limpiar, esconder y justificar la sangre. Entre otras cosas cambiaron la cara al paisaje. Los viejos mozos del pucho en la boca trocaron en adolescentes de diecisiete años con el culo agrandado. Los que no están con el wi fi, lo hacen con su celular. Cada maestrito con su aparatito.
         Nos han transformado en seres pasajeros que aliviamos nuestra soledad con una página Web, capaz de traernos todo el peso de la nada. El monstruo está instalado confortablemente, mientras los monstruitos quedamos pendientes de la cuota del micro ondas.
         En todo este gran canje que los políticos llamaron “progreso”, alguna gente del pensamiento, “pos-modernidad”, y los gurúes, financistas, tecnológicos, o latifundistas, “calidad de vida”, quedamos fuera los que no pudimos dar por finalizada la historia, porque en ella habitan los amigos. Muchos, hace treinta años desaparecieron en la noche, y otros, como el Gato, que creo que decidió irse, al avizorar que su leucemia no se curaba con la democracia recién estrenada. Algunos llegaron a estos tiempos, pero con una renguera vieja que no los dejó avanzar. Luis, hastiado de la nada se pegó un tiro y Juan no pudo resistir más que insulten a su inteligencia y le pidió a su corazón parar en aquel taxi.

         Llamo a la muñeca en minifalda y pago los 5 cafés, que solo yo he bebido.
                                                     Eduardo Wolfson