lunes, 31 de diciembre de 2012

No es moco de pavo


Gran anuncio para el último día de 2012.
     
El Licenciado Bernardino Espéculo, desea vender simbólicamente, a los seguidores de "Elquevacontando", lotes en la trascendencia.

 Pasada la fecha límite que mostró a los Mallas como una tribu poco seria, Bernardino, siente la necesidad de reparar las heridas que esa predicción produjo en los humanos incautos, inocentes e ingenuos. Por eso decide deshacerse sin especular, de los lotes de su propiedad ubicados en la trascendencia, continuando el camino de sus políticas absolutamente altruistas.  Él nos dice, que en la trascendencia no se roba, no se viola, no se hiere, no se mata, y sobre todo no se muere. Dichos lotes poseen las medidas que usted desea, no pagan impuestos, y no necesitan ser escriturados.

Bernardino: grabado en sesión de análisis
            El mío, será el último epitafio que se escriba en el planeta, y dirá: “El tiempo y el espacio, quedan abolidos”. No crea, mi querido psicoanalista, que este epitafio se contradice con mi creación, me refiero a la trascendencia. Siempre que he aludido a ella, la conecté a la vida humana.
            Fue el imaginario colectivo, el que por su propia ignorancia necesita creer, entonces construye la idea “trascendencia”, en el interior de otra que cree superior, hablo del espacio y el tiempo, y por eso, supone automáticamente que estos elementos también son trascendentes.
            Nada más erróneo, lo demostró ya Einstein, Freud, y Dalí: “El tiempo y el espacio tienen su propia dinámica”. 
            No hay mal que por bien no venga. A veces me pregunto, que hubiera sido de mi vida si mis padres no realizan ese viaje a Europa para ayudar a mi hermana recién casada, que se instalaba en la embajada parisina. ¿Cuál sería mi destino, si mi padre no sufre el infarto y la posterior demencia que me eyectaron al mundo, abriéndome al conocimiento de los más disímiles misterios? Estoy seguro, que de no existir esos episodios particulares, nuestro país no ocuparía el lugar que tiene en el concierto de las naciones. En estos eventos, podemos encontrar el germen que dirige mis habilidades, en una primera etapa, hacia la perfección del apoyo logístico.
Extraído del libro inédito de Eduardo Wolfson "Espéculo para armar"

viernes, 21 de diciembre de 2012

filosofía cotidiana


DE CÓMO SHAKESPEARE  
ME GANÓ PARA LA LITERATURA

Quise hacer literatura desde que me enteré de la existencia de Shakespeare. Yo era chico, y para deshacerse de mí durante la tarde, mis padres me enviaron a estudiar inglés con una danesa particular. Ella me lo entregó, y me dijo: “este es el libro de Shakespeare”. Recuerdo que era finito, en el interior había bonitas ilustraciones en colores, descriptas en inglés. Ese día, cuando llegué a casa, mamá hablaba con una tía sobre la posibilidad de ver Hamlet esa semana. “No la podemos perder” decía. “Claro Shakespeare representa la universalidad de las pasiones combatiendo lo racional” contestaba mi tía con aires de intelectual.
Llegué a mi habitación, me desbarranqué en la cama, y muy intrigado, abrí el Shakespeare de la profesora. Primero miré los dibujitos, había un hombre, una mujer, un niño, una casa, una mesa, una silla. En la segunda página una lapicera, y medio aburrido, debo confesarlo, leí algunas palabras para ver si levantaban mi estado de ánimo: “This is a pen”, “This is a pencil”. Confundido, volví sobre la primera página. Al lado del varón, aparecía la frase: “this is a boy”, en la mesa decía “table” y también estaban la woman y el children. “Pero ¡este Shakespeare es un tarado!”, me acuerdo que grité con indignación. Entró mi tía, y dándome un coscorrón, me dijo: “No te voy a permitir que insultes a Shakespeare, un hombre que ha escrito a finales de 1500, y cuyos temas y reflexiones, mantienen una frescura tan actual”. Después de cerrarle la puerta en la cara a esa vieja insolente, eché una ojeada hacia el centro del libro, para ver si más adelante el hombre se despabilaba, y me daba un dato certero sobre el quid de la cuestión, o sea, ¿Cómo permanecer en la boca de todos por más de 500 años? A esa altura, el libro ofrecía frases más elaboradas, de esas que requieren un pensamiento forzado para develar las incógnitas que encierran, por ejemplo: “she teaches math”. Sí, porque Shakespeare lo escribía todo en inglés, menos mal que algunas cosas me las tradujo la danesa, que sino, todavía estaba pensando en la pavadas que dejó para la humanidad. En este caso, expresaba, “ella enseñaba matemática”. Y yo me dije, que importante debe ser ella enseñando matemática para durar más de 500 años. Yo desde mi niñez miraba a los adultos que me rodeaban, y debo admitir que los quería, aunque los tildara de imbéciles. Adoraban a Shakespeare, un tipo que lo único que hizo, según el librito de la danesa, era dibujar objetos, animales, personas y otras yerbas, y reconocerlos con su denominación en inglés, porque la bestia de Shakespeare no conocía una puta palabra en castellano.
En fin, pensé que si semejante bruto había ganado la inmortalidad en la literatura y en la dramaturgia, escribiendo que “esta es la casa, esta es una nena, aquel es un alumno que va a la escuela”, yo, que soy modesto y no necesito la eternidad, me podría ganar muy bien la vida redactando las mismas pelotudeces, pero en castellano, porque es de hombre aceptar, que en mis diez años de inglés de clases particulares con la danesa, siempre con el mismo libro de Shakespeare, me dejó nada más que el principio de un poema: “the violet is blue”. Mucho apellido, pero memoria y pronunciación nunca fueron mis fuertes. Sin embargo, al enterarme por la historia que nos enseñaban en el colegio que nuestro país era el sudesarrollado granero del mundo de los desarrollados, me di cuenta que lo mío no era sudar en el surco. Shakespeare se convirtió para mi vida en el sino. Gracias a él supe que mi camino pasaba indefectiblemente por las letras. Y que si los ingleses opinaban que decir shoplift, o sea hurtar en una tienda, constituía una genialidad que debía trascender, yo no era quien para contradecirlos. Todo lo contrario, mi misión era apoyarlos. ¿Cómo?, transformándome en un intelectual del Mercosur, en el cara pálida de biblioteca que interprete a través de inesperados laberintos, esas síntesis extraordinarias, que el bueno de Shakespeare proclamó para la posteridad. En este momento recuerdo una que cuando la deletreé en el libro de la danesa, me conmovió: “This is a chear”. Se dan cuenta, “This is a chear”, dijo Shakespeare, seguramente con una pronunciación más antigua, acuérdense que el genio bogaba entre 1500 y 1600. Pero que profundidad hay en aquellas palabras: “This is a chear”. Hay quienes mostrando una ignorancia supina, se atrevieron a decir, que se trataba de una reducción injuriosa del “Arm chear”. Pero yo pregunto, tienen idea ustedes cual es la fuente de inspiración de aquel dicho popular, siempre tan de moda entre nosotros: “El que se fue a Sevilla perdió su silla”. ¡Shakespeare! nos los estaba indicando.  Estas elaboraciones, denunciaban que mi vida progresaba hacia la adultez, y que mi espíritu se preparaba para recibir apasionada y comprensivamente las erudiciones del gran maestro inglés. Por eso, aquella tarde me presenté en la casa de la danesa, y lleno de gratitud le devolví el libro, que en su oportunidad me prestara, diciéndole: “Siento que William Shakespeare me lo dio todo, y gracias a usted”. Vi que el rostro de mi profesora se turbaba al apresar el ejemplar, luego, con una sonrisa, miró mis ojos y con voz suave contestó: “Me alegro por lo que pudo William Shakespeare en tu vida, pero el autor del libro que me devuelves es Shakespeare The Bignon, un profesor de Inglés.
                                                      Eduardo Wolfson

jueves, 13 de diciembre de 2012

Huéspedes


Mis palabras

Camino por calles mezquinas, polvorientas, tristes. Se desdibujan. Mi presente las convierte en niebla de lo tangible para ocultar el principio del olvido.

Fricciono las encías, mientras apoyo mi mano izquierda en el muro, con la derecha sostengo débil el bastón, que hasta hoy, es el que me ayuda a marchar. Ahora me doy cuenta que fricciono automáticamente las encías, pero sin bronca, sin dolor.

Repican las campanas, y las palomas cagando, huyen en masa.

Las cejas me han crecido, se han convertido en viseras sobre mis ojos.

Antes, con que facilidad entraba en las sombras y salía a la luz. No dudaba, era el dueño de la verdad, el hacedor de mi vida. Ahora en cambio dudo, pero se me está convirtiendo en certeza, que soy el hacedor de mi muerte.

La densa humareda en la entrada del boliche, ¿acceso a la eternidad?, tal vez. Escucho el entrechocar de bolas de billar, llego al mostrador arrastrándome. La copa me espera como siempre, con la yapa.   

Extasiado veo como las que fueron mis palabras huyen por la puerta. Para atraparlas necesito poseer la voluntad de pronunciarlas. No solo no tengo voluntad, tampoco experimento necesidad. Hasta ayer me servían para el intercambio. Las pronunciaba, y desde mi entorno las lanzaba en un orden para que el otro capte el sentido, y dándoles otro orden, me las retornaba. La puerta está cerrada y aún así la traspasan. Vertiginosamente se escabullen de mí, saben que estoy solo.

La artrosis se ha convertido en una compañía no querida. No me deja digitar los billetes que tengo que dejar por la copa. Observo mi mano, y a los que me rodean. Lentamente, logro introducir los cinco dedos en el bolsillo del pantalón, y fricciono las encías. Al hacerlo, se que mi prótesis dental compone una sonrisa poco convincente. Lo veo en el gran espejo, que reproduce detrás del estaño, al infinito, una exposición de bebidas pobres, cañas y otras aguas ardientes.

Un muchacho rueda un taco sobre el paño verde, se lo ve satisfecho con la elección. En la otra mesa, palmean tres veces sus bordes, celebrando una carambola de tres bandas. Envidio no poder probar el taco, ni convertir una raya de carambolas en una esquina. Es un sentimiento que me disgusta porque no me pertenece. Viene de ese parásito que está en mí, decidido a no reflejar nunca más mi cabellera lacia y tupida en el espejo.

Recuerdo cuando me alegré por estar enfermo. Fueron hermosas vacaciones pagas y sin culpas, que me ofrecía un empleo tedioso y repetitivo. A mi lado, los amigos apilaron una multitud de libros. Los disfruté página por página esperando al médico laboral, que certificaba semana a semana, otra más de permiso, para saborear mundos de lectura que mi imaginación profanaba, miles de letras que formaban palabras, cobradoras de sentido en multitud de personajes que surcaban otras tantas ciudades, indiferentes a sus subsuelos de perdedores, a los rascacielos con ganadores y a las mujeres hermosas que las habitaban.

Pero este parásito no es una enfermedad virtuosa, ni siquiera despreciable. Fue creciendo aquí, dentro mío, no sé ni como, ni cuando entró. No hace falta que pase lista para conocer su presencia. Es el enemigo realizando su guerra de zapa. Se me ha metido en los ojos para arruinarme la lectura, puso pesas en mis pies para violentar mis caminatas, endureció mis articulaciones para tenerme consiente cuando deseo tomar una copa.

Hay menos billares porque los tiempos han cambiado, me confirma un mozo. Pasa con una bandeja repleta de cervezas pero no lleva un solo vaso. Ya no se usan me dice. Oigo el destape, es un dolor gaseoso, una queja poco perceptible de fermentaciones en transferencia.

No se gana por merecer, se merece por ganar
                        Eduardo Wolfson


jueves, 6 de diciembre de 2012

Otro cuento que te cuento


El hombre de la cabina
 Cacho tenía hambre. La debilidad extrema lo obligaba a apoyarse en las paredes, tanto, como para sentirse respaldado al aspirar la bocanada de aire, esa que lo salvara un segundo más del desmayo.
            “Son tiempos de crisis”,  escuchó decir al tipo que lo tomó del brazo y lo arrastró hasta el bar. Cacho no alcanzaba a reconocerlo, su mundo, convertido en tinieblas no le concedía fácil la comprensión. Tomó conciencia de apoco, sintió temor por aquel sándwich de mortadela apresado en sus manos. “¿Cómo vino a parar aquí?”, se preguntó.
            Ignorante de sus aprensiones, José, el extraño, gestualmente lo invitó a comerlo, mientras teorizaba, grandilocuente, un texto que tenía algo de ensayo, y mucho de melodrama: La gente muta – decía- . Sobre todo, el fenómeno se vuelve evidente en aquellas calles sumamente estrechas flanqueadas por construcciones muy añejas. Los rayos de sol parecen estrangularse antes de llegar con su energía a las veredas.
            Cacho tragó el último pedazo de pan y fiambre, lo afianzó con una tragantada de café con leche. José, le indicó al mozo que repitiera la ración, y con el pulgar y el índice en forma de “u” invertida, agregó al pedido un café. Sin respirar prosiguió con su monólogo: Por las veredas transitan  hombres protegidos en conos de sombras, como vos Cacho,  logrando ocultarse de los otros,  esos que atravesamos habitualmente la zona sin pertenecer todavía a ella, los que ocupados por nuestros respectivos trabajos o ocupados buscándolos, nunca nos detenemos, y aunque lo hiciéramos, no nos daríamos cuenta de presencias como la tuya, casi invisibles. Hay que tener un buen olfato, como el mío, decidido a llenarse de aromas agrios, fétidos, rancios, pestilentes, putrefactos, como el que ustedes despiden. En fin, son todos actos de descomposición con el signo inequívoco de la presencia cercana de la muerte.
            La palabra muerte en los labios de José, sacudieron a Cacho. Los presentes, advirtieron, sobre el zigzagueo del segundo sándwich de mortadela, la conmoción. Abrió los ojos y trató de articular alguna palabra para probarse vivo. La falta de fuerzas se lo impidió. Dejó en el audio un balbuceo, apenas un murmullo. José encogió los hombros, y continuó con suficiencia la disertación: En estos barrios por lo general conviven los marginados, como vos, con los límites que les imponen las vidrieras. Ustedes  fueron dejando de reconocerse en su hechura humana, soportando la indiferencia nuestra, recogidos en umbrales, disimulando su presencia en el hueco que les ofrece un cartón corrugado. Enamorado de sus palabras, José las atesoró, intentando medir el impacto en la semi-conciencia de Cacho, pero aquel se conectaba de apoco con sus sonidos, sin importarle todavía, la trascendencia de su contenido. Fue entonces que arremetió: Cuando cesan los ruidos del tránsito y se apaga el bullicio del ajetreo urbano, un oído agudo como el mío, percibe esa música extraña que denuncia la proximidad de tripas vacías. De lo único que al final no los podemos excluir es del hambre, ¿me entendés?, que casi como la amiga inseparable, te acompaña en ese cuerpo fantasmal. Orgulloso de su oratoria, José respiró hondo, al mojar los labios en el café, advirtió que su compañero de mesa sonreía y dejaba chorrear sobre su barba una línea de saliva. Entonces, colérico proclamó: ¡No hay que entregarles el pescado, debemos enseñarles a pescar! Los parroquianos del bar enmudecieron, y Cacho borró su gesto sonriente, lo reemplazó por lágrimas que surcaron profusas sus mejillas. José se le acercó corriendo su silla hacia el ángulo vacío de la mesa. En esa posición más intima, pronunció en tono bajo y menos discursivo: La salvación mi querido amigo, está en abandonar la ciudad, avanzar por las rutas hasta encontrar nuestro lugar. Lo que continuó fue una acción espasmódica. La silla de José se disparó sobre el mosaico para estrellarse en la base del mostrador. Sus manos fuertes se prendieron como garras a los brazos de Cacho, lo arrastró  como piltrafa. Abandonaron el local, lo obligó a subirse a un coche que condujo por la ciudad, luego por sus márgenes, y una autopista. Esperando el vuelto en la cabina de peaje, observó a Cacho, y dijo sonriente: Vamos a tener una de estas, y se acabaron nuestros problemas. Efectivo todos los días, te das cuenta. Hasta vas a solucionar tu problema de vivienda. La cabina es abrigada en el invierno, y con lo que vayas ganando, podés colocar un aire acondicionado para el verano. La noche borró horizontes y el automóvil se introdujo en otras carreteras. Al amanecer detuvo la marcha, dejaron el vehículo en la banquina y descendieron. Cacho miró al cielo, respiró hondo, y dijo con claridad: ¡Que aire puro! Sin darle importancia a lo dicho, José agregó: y el concierto de los pajaritos, el arrullo del viento en las copas de los árboles. Cacho lo detuvo, y expresó con satisfacción: el escaso tránsito. A lo que José contestó contrariado: sí, esa es la desventaja, pero es uno de los pocos lugares que podemos poner la cabina sin contratiempos. José notó el interrogante en el rostro de Cacho, pero antes de desasnarlo, prefirió sacar dos cervezas que traía acurrucadas en hielo, dentro de una heladera en el baúl. Desde el pico de las botellas refrescaron el garguero. Se acomodaron en el pasto, invadido a esa hora por el rocío. Cacho respiró hondo, y José, nuevamente habló: Se terminó el cartón corrugado Cacho, basta de ocultarse, desde ahora todo será transparente para vos. Vivirás en una casa vidriada, con todo el sol y toda la noche, cómo es portátil la podrás mudar a dónde más te convenga, Tiene una barrera que te convertirá en el dueño de la procesión. Cacho sospechó del estado de los sándwich, ¿Tendría la mortadela una sustancia alucinógena? ¿Sería que las defensas bajas le pasaban una jugada falsa? José se mostraba seguro, lo palmeaba y reía. Cacho pensó que su mecenas estaba loco. Pero no quiso filosofar sobre la locura, como lo hubiese hecho en otros tiempos, ya que necesitaría por lo menos la mesa del bar, un café, y sobre todo, fuerzas para ligar su razonamiento con la lógica. Así que decidió despreocuparse, y solo observar las acciones de José, quien bajaba del portaequipajes  un embalaje rectangular de dos metros y medio por uno y medio. Lo apoyó en la banquina, cuidando que la flecha estampada en el cartón señale el firmamento. Se mantuvo un rato pensativo, acariciando los laterales del bulto, como no sabiendo muy bien que hacer. Luego le gritó a Cacho: Fíjate en la guantera, haber si encontrás el manual. Armarlo es una pavada, yo ví como lo hacían en el stand de Taiwan donde lo compré. Tenés que ver, el chino no tardó más de dos minutos. A lo mejor la primera vez nos lleva algo más de tiempo, pero después es pan comido. Cacho le alcanzó un librito con una linterna, y mantuvo la caja. José buscó las páginas traducidas al español y leyó en voz alta: Primero: Lea estas instrucciones. Cacho lanzó una carcajada. José lo miró, y luego dijo: ¿De qué te reís marmota? Sin esperar la contestación prosiguió: segundo: Guarde estas instrucciones. Esta vez, José atravesó el dedo índice a sus labios, advirtiendo el mensaje, Cacho hizo silencio. Tercero (apercibiendo, gritó José) respete todas las advertencias. Cuarto: siga todas las instrucciones y quinto: lo ideal es armar al aparato sobre la ruta. José quedó callado, pensativo, sus pupilas dejaron de brillar delatando ausencia. Cacho lo sacudió, y automáticamente José dijo: nosotros lo vamos a armar en la banquina y después lo empujamos. Ambos abrieron la caja y compararon los elementos con los gráficos exhibidos en el manual. Cacho extrajo una barrera y José cuatro paneles. El manual contenía un sub-rubro que explicaba la instalación. Comenzaba diciendo: “se recomienda instalar la cabina cerca de un tomacorriente”. Pero si esto es una ruta, de dónde quieren estos cosos que saquemos un tomacorriente (protestó Cacho) Estos cosos son chinos, así que seguro lo hicieron a batería también (contestó José). Durante una hora aproximadamente, fueron organizando sobre el pasto las diversas piezas, de acuerdo a su parecido, tamaño y encastre. Había llegado la hora de guiarse por el manual. Una vez más José leyó: No instale la cabina boca arriba, boca abajo, ni la apoye sobre un lateral. Cacho lo escuchó rascándose la cabeza mientras que José, inexpresivo, propuso: Vos cuidá las cosas, que yo voy a ver si encuentro un lugar para comprar sánguches. Estamos medios débiles, comemos algo y después seguimos. Con José ausente, Cacho trató de seguir oteando el manual para tratar de entender. El segundo punto de advertencia, indicaba: “No instale la cabina en lugares calurosos, húmedos, o excesivamente polvorientos. Tampoco es conveniente exponerla de forma directa al aire acondicionado, se podría condensar la humedad en su interior, provocando una visión defectuosa del exterior”. Sin proponerse comprender, Cacho siguió hojeando el manual para distraer el hambre. Igualmente alguna frases le llamaban la atención :”Una vez armada, no permita que los niños suban a la cabina, ni jueguen en ella, pues se corre el riesgo de volcar” “Procure que el sitio elegido para armar la cabina sea visible para evitar arrollamientos” “procure enrutar todos los cables de alimentación de manera que los niños curiosos no puedan tirar de ellos””ni el fabricante, ni el importador de la cabina se hacen responsables por los daños que sufra la misma y su correspondiente barrera, si se la armara  al aire libre :( lluvia, luz solar directa, incendio o descarga eléctrica etc.)””El movimiento excesivo de vehículos o el balanceo continuo de un barco puede provocar la caída de la cabina causando lesiones a quien la manipula” “el habitáculo de la cabina no está preparado para ser sumergido en el océano, de hacerlo, ni el fabricante, ni el importador se responsabilizan por los daños internos, o sensación de ahogo de su manipulador””no cuelgue la cabina del techo, podría caerse y causar graves daños”  José anunció su retorno con un guiño de luces. Después de un refuerzo alimentario pusieron manos a la obra. Con unas llaves plásticas, José apretó cientos de tuercas como rezaba el manual, mientras que Cacho adhería paneles brillosos a las columnas incorporadas, logrando medias paredes. ¡Eureka!- gritó José- estos chinos son geniales, en el mismo asiento del cobrador hicieron el inodoro. Cacho abandonó los paneles y vio a José sentado sobre el único asiento en el centro de la cabina. Se había bajado los pantalones, hacía fuerza con el rostro enrojecido. ¿Qué hacés? preguntó Cacho, no dándole crédito a la realidad una vez más. Cago. Aquí vas a cagar todos los días, y cobrar peaje al mismo tiempo, sin necesidad de buscar un ñoba –explicó José-. Más tarde pusieron la barrera y las cuatro camaritas grabadoras de imágenes. Faltaba el último paso, empujar la estructura para que la cabina quedara en mitad de la ruta, y en unos pizarrones magnéticos, anotar las cifras a cobrar, según el porte del vehiculo. José se sentó en el pasto y miró orgulloso: Aquí está nuestra empresa armada – dijo – pronto vamos a escuchar la cantinela de las monedas al caer en el fondo de la alcancía.  Cacho, inocentemente le preguntó: ¿vamos a quedarnos mucho aquí? Antes de responder, José se paró, sacudió su ropa, respiró hondo, ofuscadamente. Poco después depositó su mirada en Cacho, y con tono tierno, pero con sentimiento de mal trato, explicó: A lo mejor, en el apresuramiento por auxiliar al amigo, dejé algunas cosas sin la explicación debida. Prefiero creer que tu pregunta se genera en este error de mi parte y no en tu ingratitud. En unas horas, gracias a los chinos si querés, somos socios en una empresa que te sacará de la miseria. Yo puse la inversión, y ahora, cómo es lógico vos vas a poner el trabajo. Con respecto a las ganancias vamos fifty fifty. Claro, en los primeros tiempos no vas a poder retirar, hasta que no repongamos lo que me costó la cabina. No te preocupes, cuando venga a recaudar todos los días, yo te traigo la comida. La cabina es el capital, cuídala, y no se te ocurra quedarte con alguna moneda, porque las camaritas cantan. José palmeó el hombro de Cacho, subió al auto, y se despidió con un afectuoso: hasta mañana
                                                           Eduardo Wolfson