sábado, 25 de mayo de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."

Capítulo XVII Obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson



El Intendente recibió al gobernador en el aeropuerto. Se abrazaron hasta el último destello de flash disparado por la prensa escrita. Abordaron juntos la conocida limusina negra de vidrios espejados, seguidos por sus respectivas custodias.  Transitaron el itinerario parsimoniosamente, concediendo tiempo a los periodistas llegados de todas partes, para recuperar sus respectivos puestos frente al gran sanatorio.
A la entrada, ambos cuerpos de guardaespaldas formaron un pasillo. El director médico, muñido de su guardapolvo nuevo y una gran sonrisa, aguardó marcialmente a las autoridades.

Minutos antes, la esposa del facultativo, dueña de un entrenamiento físico y ligereza mental excelente, debió sortear una carrera de obstáculos, evitando que la muchedumbre de curiosos, llegue a desplanchar el hábito hipocrático de su esposo.
La mujer pidió permiso y saltó la tapia de la casa vecina al sanatorio. Con el brazo derecho elevado, sosteniendo la percha, escaló con sus zapatos de tacos altos, unas tablas dudosamente clavadas en un viejo gallinero. Una vez en la cima de esa pared irregular de ladrillos huecos, se afirmó erguida oteando hacia el jardín del policlínico. Divisó a una pareja que se dispensaban toda clase de caricias, amparados en la fronda del lugar. Haciendo equilibrio, soportando el peso del uniforme del galeno, y manteniendo su garbo de consorte adscripta al linaje profesional de la ciudad, la dama solicitó ayuda. El médico y la enfermera dejaron sorprendidos la arboleda. Al divisarla se paralizaron, pensaron en huir, en dar explicaciones, en donarla como alimento para las gallinas.
Al fin triunfó la sensatez. La paramédica tomó con sumo cuidado la prenda y el doctor, con sus dos brazos alzó a la dama depositándola suavemente en el piso y sobre sus pies

El vocero de prensa del Gobernador señaló, que el mandatario y el Intendente, reunirían a los medios al finalizar la visita. Mientras tanto, en la habitación de Virginia, la más amplia y lujosa del nosocomio, los camarógrafos aguardaban la orden de transmisión.
Virginia, montada en una silla de ruedas apretaba sobre su pecho una manta con la inscripción muy visible: “Sanatorio Privado Community”.
El protocolo puso en escena al Gobernador, seguido por el intendente y algunos funcionarios de la provincia, luego los de la ciudad. Los magistrados depositaron un beso en cada mejilla del rostro lánguido de la convaleciente, abrazaron a su madre, pronunciaron palabras afectuosas y solidarias que, políticos al fin, engolada y certeramente expresaban. Cualquiera, en cualquier punto del país, gracias a la televisión vivió aquel momento.
La autoridad provincial desenrolló un diploma. Entre aplausos, apretones, manos estrechadas, y poses repetidas para reporteros gráficos inseguros, un primer plano exhibió las letras ostentosas del pergamino, prometiendo:” financiar los estudios de Virginia, en los mejores colegios y universidades privadas del país”.
El Intendente extrajo un as de la manga: la donación municipal. Los fotógrafos no pararon de salpicar sus luces sobre la escritura pública.  El documento, cedía a Virginia, la titularidad de un lote familiar en la nueva necrópolis privada de la ciudad. Hubo murmullos, asombros, otra vez aplausos y una pregunta desubicada y atrevida, de esas capaces de sacar de contexto las respuestas de un entrevistado:

-¿Es cierto, señor Intendente, qué entre los accionistas principales de la sociedad propietaria del cementerio privado, se encuentran las respectivas esposas de varios funcionarios municipales, entre ellos, la suya, la del Presidente y Vice del Concejo?

lunes, 20 de mayo de 2013


Siempre que llovió
Capítulo XVI
Otra entrega de la obra inaudita e inédita  de Eduardo Wolfson




-Nuestro panel de la discordia, hoy es ocupado por dos madres.

La ex fogueada vedette, devenida en conductora vespertina de televisión, paseaba una vez más el pecho exuberante, altivo y medio desnudo, frente a la tribuna de hombres apasionados y mujeres exaltadas, esperando sostener en la medición de audiencias su fláccido producto.

Apenas unas horas antes, su producción, tratando de salvarse del abismo, lograba mediante la promesa de unos pesos, traer en avión a las madres de Virginia y Juan.

En Aeroparque, separaron a las mujeres, conduciéndolas en vehículos diferentes hasta el canal. Durante el viaje, las madres, asimilaron de sus acompañantes, hombres perfectamente consignados en sus vestimentas irreprochables, y seguros en sus dichos: “que la que creían hasta hace un instante su amiga, no era otra cosa que una embaucadora que maldecía su suerte”. Al principio, les costó creer en las palabras bien pronunciadas de los desconocidos. Pero antes de llegar, ya no dudaban que aquellos seres eran mensajeros de una verdad.

Las dos mujeres se reencontraron recién en el aire, entradas al estudio por diferentes extremos y recibidas con fuertes aplausos.
Luego de dar los besos de rigor, la caudilla televisiva se volvió hacia el público, y con voz doliente, aguijoneando la emoción, dijo:
-Estas dos madres de condición muy humilde hasta hace pocas horas eran buenas vecinas, que digo, eran las mejores amigas, se querían entrañablemente, más que dos hermanas. Ellas, a pesar de su extrema pobreza, se sentían dichosas con lo que la vida les había deparado.
Ambas están bien casadas, sus hombres las han acompañado desde un principio, a su manera, las han protegido. Pudieron sentir varias veces en su propio cuerpo, el placer de procrear otras vidas.
Tuvieron hijos hermosos y sanos, dos de ellos, Virginia y Juan, fueron hasta hace pocas horas compañeros de todas las correrías.
Pero la desgracia que asola en todas partes, donde existe aunque sea un poquito de felicidad, tampoco estuvo ausente en esta instancia. Juan jugaba imprudentemente en las vías y no vio acercarse al ferrocarril. Virginia al ver la escena dantesca, llena de amor, solidaridad y audacia, exponiendo su propia vida, se tiró sin red para empujar a Juan, salvándolo. Virginia también vive -hizo una pausa mínima, tanto como para tomar aire y en un tono bajo de voz, agregó- pero tuvieron que amputarle sus piernas.
Ahora, estas madres, que hasta ayer nomás eran carne y uña, hoy en el dolor, el odio las abraza, ¡y se declaran enemigas irreconciliables! Yo les agradezco que hayan elegido este programa para contar a nuestros televidentes que les sucede, expresar aquí todo el sufrimiento que las embarga y así, queridas muchachas, pedirles que nos permitan ayudarlas a recomponer, en la medida que podamos, algo de esta relación rota y si no resulta así, por lo menos que les sirva de catarsis.

El cartel pidió aplausos a la tribuna. La curtida conductora, mudada a Celestina, caminó y tiró besos al público recorriendo una pasarela imaginaria.
Al cesar la algarabía, besó en ambas mejillas a la madre de Juan, esperó que la cámara se aproximara a sus rostros, entonces preguntó:
-¿Qué te pasa querida, por que estás tan enojada, ofuscada y enfurecida con la madre de esa niña maravillosa que salvó la vida de tu hijo, qué te hizo esa pobre mujer?

 Un rápido paneo y una detención intima en los ojos llorosos de la madre de Virginia.
-Estoy así porque –habla excitada la madre de Juan- dijo que a la hija de ella le cortaron las piernas, porque mi hijo no tiene juicio y que nosotros no le enseñamos nunca nada sobre el peligro. Todo eso que está diciendo por ahí es una gran mentira, Dios los va a castigar, mi familia es pobre pero educada, mi marido está ahora desocupado pero no hace como el de ella, que se toma todo y anda manoseando a las mujeres de la villa en su propia cara.

Los tele-espectadores, atentos a la imagen casi apocalíptica de la mujer, fueron inundados de pronto por otra peripecia. Por un instante, creyeron que se trató de un corte de transmisión. Pero no, el oscurecimiento fue provocado por un movimiento.
La progenitora de la criatura amputada, cubrió imprevistamente con su cuerpo la cámara, se abalanzó sobre la madre de Juan, y certeramente, alimentada por la furia, aplicó un puñetazo en su rostro.
En la tribuna, algunas mujeres levantaron sus manos pidiendo micrófono, pero la que habló, fue la guía veterana, procurando, que cada mujer vuelva a tomar su lugar en la escena:
-Hay mi amor, no te pongas violenta por favor.

Se acercó a la madre de Virginia y trató de serenarla:
-Vos estás muy alterada por lo que le sucedió a tu hija, y eso, todos lo comprendemos. Pero pensá, que la misma nena puede estar viéndote, en este mismo momento, a través de las pantallas. Verá que no actúas como la mami ejemplo, que ella seguro está deseando.
La otra mami, dice que tu esposo se emborracha y manosea a todas las mujeres en tu presencia, ¿es cierta esta atrocidad?

Tranquilizada, la mujer antes de responder, transitó sobre sus mejillas un pequeño pañuelo secándose las lágrimas.
- Mi marido es un hombre y le gustan las mujeres, que hay con eso, en cambio al de ella, le gustan los hombres, y eso sí es peligroso ¿no le parece?
 Pero mi nena perdió las piernas porque su hijo es un atolondrado y él, está sano y salvo mientras que mi Virginia no podrá nunca volver a caminar.

Los enormes pechos de la animadora se afirmaron como única presencia televisiva. Se la escuchó como si se tratara de una voz en off.
-Todas estas cosas que se dicen en el fragor de la batalla, contribuyen a que los corazones se sinceren y se pueda reiniciar igualmente una hermosa relación, pero desde otro ángulo, después de la pausa, retornamos al escenario de la vida, con esta historia de vida, que desde ya, agradecemos a sus protagonistas, por habernos elegido.

El programa retornó al aire con un exabrupto de la madre de Juan:
- A ella, porque su hija la Virginia perdió las piernas, le están dando de todo. Ahora resulta que ella tiene dinero, techo nuevo, pintura y hasta viajes para hacer y como mi hijo quedó completo, a él le echan la culpa y a mi, que me parta un rayo.

Un griterío se produjo en las tribunas tapando el alegato. La moderadora, pidió que enfocaran su gran trasero alabando las dotes que natura le brindó.


viernes, 17 de mayo de 2013

Que nunca descanse en paz


La madre del General


          Los rayos del sol se funden en su vestido negro. El mediodía, la encuentra como siempre a mitad de camino entre su casa y la catedral. Los vecinos, refugiados en la sombra fresca de las viejas residencias del pueblo la ven pasar a través de sus ventanas.
            Avanza lentamente por la vereda desierta, ayudándose con un bastón corto para tejer cada paso. Como siempre, desde su juventud, transita diariamente ese camino con sus fantasmas, que los años, fueron agregando a su colección.
            Los años, piensa en ellos como el soplo arrasador del pampero. Como siempre, la metáfora la estremece. Se reconoce tan chiquita y arrugada. Siente que aquel pampero, el de los años, la dejó como un despojo pero con vida, para testimoniar la ausencia de sus seres.

            “¡Ahí va la madre del general!”, señala un chico rompiendo la discreción del silencio.

            La anciana, se agacha con dificultad en el reclinatorio. Con devoción cristiana observa las imágenes. Pidiendo tregua, concedida en la quietud, su vista cansada se posa en la figura de Cristo. Su hijo, el General -piensa-, es el único que queda en el mundo de sus vivos.
            A los mellizos, el Señor los requirió pronto. Apenas tenían un año, cuando la epidemia de sarampión se los llevó. Se le seca la garganta. Como siempre, los recuerda gateando en la tierra polvorienta, de aquel patio improvisado, en la casa del cuartel. Sus ojos irritados no desean perderse el asombro infantil, los mellizos chocan con su horizonte. Como siempre reconoce el obstáculo: aquel par de botas. Sumisamente, incorpora la vista persiguiendo la silueta uniformada. No tiene dudas, a pesar de la bruma, sabe que se trata de su esposo, el capitán.
            A esta hora la catedral está vacía. Desde su lugar, divisa perfectamente el encaje almidonado de la virgen.
            Como siempre, él brota uniformado, se sienta a la mesa. Las manos huesudas y los dedos largos, desarrugan suavemente un pliegue del mantel. En aquel ambiente las palabras sobran, alcanza con señalar el detalle. La comida es frugal.
            Ella está orgullosa de su consorte, de su apego al reglamento, de las órdenes que imparte, de su uniforme, que como siempre, lleva puesto. Los rayos que se filtran por un vitraux, la encandilan. Como siempre, la sensación de ceguera la retorna a los focos hirientes de aquel casino de oficiales. Ella, joven, sonríe a quiénes saludan respetuosa y militarmente al capitán, su esposo, para continuar formando círculos con sus parejas, acompañando los acordes de un vals.

            -¡Está solo la madre del General! El eco abovedado del templo amplifica y repite “madre del General”. Ella escucha pero no se vuelve, sabe que se trata del sacristán comunicando al cura, como siempre. Oye los pasos del párroco acercándose, divisa el vuelo de la sotana en el centro del pasillo. De reojo observa como se detiene, se arrodilla y persigna frente a la nave principal. La acción la obliga a evocar a su confesor, lo extraña, pero no se experimenta abandonada.
            El monseñor reconforta ahora a su hijo el General, para sobrellevar esa guerra endemoniada que libra por la purificación de la sangre. “Tantos años y aquí los gestos no cambian”-piensa-.

            El resplandor destaca el rostro de la virgen. Es el instante, como siempre, cuando exhuma a su hija adolescente, otra que se marchó vencida por la tuberculosis. Allí está, pálida, con el vestido de quince años, en el cajón. Como siempre, no se permite evocarla viva.  A su lado, el esposo comandante del cuartel, erguido frente a hombres que disimulan sus ojos en la visera.

            El cura, ayuda a la madre del General a sentarse, el movimiento la marea. Como alucinada repasa el piso y la cúpula en ese instante. De todas formas, comprueba que hoy extraña especialmente a su confesor. Si lo tuviera allí, le contaría con toda confianza y sin recelo, el episodio pérfido que le tocó afrontar esta misma mañana con sus familiares consanguíneos. Le rogaron que interceda ante el General para conocer el paradero de dos de sus hijos. Ella les ofreció un café. Luego, ensayando una sonrisa devota, lanzó una hipótesis: “tal vez están en el exterior, ustedes saben como son los muchachos de hoy en día”. Los parientes, al escucharla, se crisparon. Ella trató de serenarlos parafraseando a su hijo: “nadie señaló que estén muertos, ni vivos, solo están desaparecidos”. Se guardó para sí, algo que consideraba un secreto de Estado: “Al General no había que importunarlo con cuestiones domésticas”.       Los suyos, los de su propia sangre, reemplazaron el ruego por un lamentable silencio, y casi en un susurro escuchó, como uno desgranaba la palabra “impiadosa”.
            Sabe que su confesor, en este punto del relato, extendería sus brazos hacia el cielo, respiraría profundamente, y por fin, exhalaría un: “no comprenden”, comprensivo.

            La anciana, no pierde de vista la representación del hijo de Dios clavado en la cruz, adivina en ella la delgadez de su hijo. Siente que ambos materializan el suplicio provocado por las tentaciones malignas de los hombres. “Es una lucha de siglos, y desigual” –piensa-. Como siempre, sin cuestionarse el origen de la asociación, al ponderar las tentaciones malignas se corporiza su nieto muerto, el hijo oligofrénico del General. Es la prueba más dura que soportó y aprobó. “Por algo el altísimo lo designó para encauzar el destino de los argentinos” –murmura-. Esos costos que hay que pagar, ella los acompaña cada jornada con la oración.

            Una exhalación de luz la obliga a volver su rostro, en la semipenumbra sus ojos tropiezan con esa pintura, que tantas veces cuando joven acarició. Esa madre virgen, sosteniendo con su pequeña humanidad, al hijo sin vida que engendró de Dios.
            “Y aquel pariente se atreve a tratarme de impiadosa, a mí, viuda del que fuera comandante del cuartel, madre abnegada de mellizos y de una hija que los llevó el señor” –Integra la oración en retahíla-.
            Acaso, se pregunta: “no fue ella, la que en los últimos días, se acercó al cementerio local, para dar su adiós a esos dos curitas secuestrados y muertos en la capital”.
            La gente le dio la espalda, le quitaron el saludo. Ese saludo respetuoso que le brindaban cuando su esposo encabezaba el poder militar, y pletórico, el día que la junta nombró presidente, a su hijo, el General.
            “¿Quién es la impiadosa?”, masculla con rabia.

            De estar su confesor, la hubiese consolado: “es una guerra sucia, son los costos que se deben pagar para mantener unido nuestros valores”. “Para mantener unido al régimen”, recordó que le había dicho su esposo, el apolítico y profesional capitán, expresando su apoyo a Uriburu, mientras caminaban entre el cuartel y la catedral.

            Allí está esa madre virgen, sosteniendo al hijo sin vida que engendró de Dios. Como siempre, se sabe en su lugar, revelación que le llega de los primeros tiempos como señal: la tumba en la basílica dijeron que es de San Pedro, y la encontraron excavando. Hay que excavar, piensa, para localizar el óbito y ponerle nombre.
            El aroma de maderas que provienen de las tallas, la tersura del ébano que limita al sarcófago, el catafalco y la pintura del calvario, signos evidentes, de hallarse en el hogar de la muerte.
            Observa las cariátides que sirven de carátula al corredor del campanario. La anciana se siente segura, paradoja de vida en el centro de lo letal.
            Le llama la atención, una mujer que permanece parada en el pasillo, lleva un pañuelo blanco en la cabeza. Piensa que es un atuendo extraño, tal vez su vista le proporcione una mala jugada, presiente que se trata de un pañal de gasa. El rostro le es familiar, la sospecha avejentada. Se pregunta: “¿Qué espera allí, de pie, sin la humildad que requiere reclinarse ante el señor?”.
             Un contraluz penetra por la ojiva, dibuja una lágrima en la mejilla de la señora erguida. A la madre del general la inquieta aquella presencia, que no es como siempre. Pasan segundos, minutos, lo inanimado los hace parecer siglos.            Por fin, el párroco se manifiesta gracias al vuelo de sus sotanas acampanadas. Marcha desde las sombras hacia la intrusa.
            La madre del general, observa como la mano del religioso intenta acariciar el pañal, y como su poseedora, con determinación, la intercepta en el aire sin dejarla llegar.
            El religioso balbucea. Con fastidio, muy clarito, reproducido por la acústica del templo le dice: “¡Santa paciencia señora!”.

            Antes de retirarse, la mujer hunde sus manos en la pila bautismal, arranca de ella agua y refresca su rostro. El contraluz de la ojiva centellea como una metralla silenciosa y devota sobre la visitante. Se sabe desalojada, y erguida, transpone el portal de la propiedad del señor para recibir la claridad del día, de la vida.
Repican las campanas, y las palomas, en masa, huyen. En el campanario como siempre, los cuervos sordos retozan como centinelas fieles  
Todo sucede bajo la mirada impasible, de la madre del General.



Eduardo Wolfson

sábado, 11 de mayo de 2013

Capítulo de novela


"Siempre que llovió...

Capítulo XV

Novela inédita e inaudita de Eduardo Wolfson

El camino del preparador físico hacia el estudio mayor fue galardonado por aplausos.
La gente, agolpada en los pasillos y las tribunas, forcejeaba, con el deseo oculto de aparecer en pantalla.
Luciendo una cabellera extendida y platinada lo esperaba en el plató la actriz devenida en conductora.
Los cuerpos se aproximaron, se abrazaron y mantuvieron su posición por unos segundos. Ella, besó las mejillas al director técnico del equipo campeón mundial en básquet para discapacitados. Se apoltronaron en un sillón de dos cuerpos, la dama cruzó sus piernas, luciendo para la audiencia la desnudes de sus muslos, y la tersura de su última depilación.  Cuándo cesaron los aplausos llegó la introducción:
- Quiero agradecer tu presencia en mi programa, y también felicitarte por tu profesionalismo, tu dedicación y por la alegría que has brindado a nuestro pueblo con esta copa mundial en básquet para discapacitados.
Pero lo cierto es que hoy, no te hemos convocado para festejar esta felicidad que has sido capaz de derramar en nuestras vidas, sino para hablar de Virginia y su futuro.


 Las luces se atenuaron, la entrevistadora, en silencio transfiguró su rostro y trató de ocultar las piernas, alisando la poca tela de su vestuario.
- En un acto de arrojo, cada vez que lo pienso me pone la piel de gallina, una niña argentina de condición muy humilde, a los 10 años sufrió la amputación de ambas piernas por salvar la vida de su compañerito.
Esta pequeña con su acción y con su temple nos está dando una de las grandes lecciones de la vida, pero al mismo tiempo no podemos dejar de visualizar su tragedia, y creo que tenemos la obligación de pensar en su futuro. Te pregunto sin hipocresía en mis palabras, por lo cual mi opinión, puede ser juzgada por críticos inexpertos, como una interrogación muy dura: ¿Puede tener alguna esperanza de desarrollar una vida digna una muchacha que perdió sus extremidades?

El entrenador contrajo los músculos maseteros, el gesto iracundo no pasó desapercibido para un primerísimo primer plano. La cámara redujo su impacto, cubriendo una imagen más general. El entrevistado pasó uno de sus brazos sobre el respaldo del sofá, se acomodó en un hueco de este y al fin musitó:
-Comparto todo ese dolor que tan bien acabas de relatar, pero te debo decir, que yo siempre me he criado en el optimismo, en mi casa paterna para todas las desgracias encontrábamos consuelo en la religión, aún hoy, a mis hijos les inculco que siempre tengan fe, que la fe como bien se dice por ahí, mueve montañas.
En cuanto a esta nena Virginia, estoy seguro que va a poder desarrollar una vida normal, intensa como la de cualquier otra criatura y hasta si quiere, practicar deporte y ser competitiva, llegando a tener grandes satisfacciones. Todo esto que digo no es por compromiso, sino porque estoy persuadido que así será, y como dicen los leguleyos, a las pruebas me remito, y ellas hoy, dicen que en deportes, los argentinos tenemos a los mejores paralíticos del mundo.

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo de novela




"Siempre que llovió..."

Capítulo XIV

Obra inaudita e inedita de Eduardo Wolfson


La programación general de esos días, tuvo como epicentro a la ciudad provinciana. Los medios cubrieron, cada uno con su estilo el evento desgraciado, transformándolo en el suceso de mayor convocatoria. 
Los de más audiencia desplegaron móviles en cada uno de los puntos de interés. En guardia y sumamente atentos, se afanaron por describir todo el dolor posible, a través de una palabra o de una imagen. Entre el gentío, los productores trataban de localizar y cautivar algún personaje con hechura de degenerado, héroe, asesino, culpable, mártir, para servir de evidencia al discurso inspirado del entrevistador.
Cada tanto, amontonaban una cantidad de vecinos de la villa, incitándolos a gritar en forma intermitente y apasionada, la palabra “justicia”.
Estas notas, iban diluyéndose, según las preferencias del cameraman de turno: algunos elegían trasladar la lente desde las personas hacia un perro famélico, otros perderse con ella por un hilo de agua oscura reflejando desvencijadas casillas de cartón y chapa.
El directivo de un canal, convertido en energúmeno, gritaba por los pasillos:
-Lágrimas, sangre, hay que entretener a la audiencia, toda la carne al asador, todos los periodísticos y los de entretenimiento, ¡los dedican a la negrita amputada!
           
            Un médico nutricionista capitalino, que gracias a su habilidad con el marketing se proporcionó notoriedad, y una nada despreciable fortuna, fue invitado a dar su impresión en un programa especial, en vivo, transmitido por un canal de aire nacional.
            El doctor, cuya fama y popularidad, lograron que conquiste un cargo electivo, vistió para la ocasión un elegante sport, blazer azul con escudos estampados en los botones, un pantalón gris perla de alpaca, zapatos negros de charol, una camisa celeste con puños cerrados por sendos gemelos dorados, poseedores de una lágrima rubí. Con el atuendo, contrastaba una corbata a franjas en diagonal con los colores de River Plate, que siempre usaba como cábala los días que su equipo jugaba.
      Me siento orgulloso por la heroicidad de Virginia -Improvisó el facultativo y luego atacó- como no compadecerse por la suerte corrida por esta criatura. Pero creo que no todo está perdido, que la acción de la niña significa ante todo una lección ética para todos los adultos de nuestro país, y un llamado de atención impostergable para la clase política.
-Visiblemente emocionado expresó- Estamos asistiendo en el confort de nuestros hogares, a esas imágenes desgarradoras sobre nuestra infancia indigente, que como un espejo sincero, nos devuelve el televisor.
Yo me pregunto: ¿Es posible permanecer indiferente frente a este escenario ruin?
Hemos visto a esas criaturas, harapientas, desabrigadas, sin calzado, mal alimentadas. Creo que es un tremendo error pensar o buscar, quiénes son los culpables, para que se haya llegado a semejante situación. En forma urgente debemos como sociedad organizarnos y llevar nuestra solidaridad para sanar esas heridas, y tratar que desde afuera, nunca se vean esas cicatrices dándoles motivos para juzgarnos.
        
El programa, era conducido por un periodista sin sonrisa. La audiencia cavilaba sobre si se trataba de un estilo, de un problema de carácter o simplemente de una ausencia de dentadura.  
Lo acompañaba una actriz, contratada como contrapeso. Ella siempre reía. Por lo general, las cámaras la encontraban con una mano tratando de alargar su pollera corta y con dos dedos de la otra, arqueando las recién estrenadas pestañas postizas. Ambos, el periodista y la actriz, se auto interrumpieron intentando formular una pregunta. Al final ganó la dama:
- Dr.  ¿Piensa que nuestra querida Virginia necesitará de los cuidados de una dieta especial para su recuperación?

El médico tomó su tiempo para responder, cruzó sus piernas, alisó su corbata, miró hacia la tribuna con público presente, se acomodó el micrófono que llevaba en la solapa, carraspeó, y por fin, en un primerísimo primer plano formuló:
         -Todos necesitamos cuidados especiales en nuestras dietas.
Yo siempre sostuve que cualquier abuso no es bueno para nuestra salud, para nuestros cuerpos. Claro, no a todos nos hace bien ingerir lo mismo, eso dependerá de cuales sean nuestras fortalezas y nuestras debilidades, y éstas, se encuentran íntimamente relacionadas con el tipo de actividades que desplegamos habitualmente y con el medio donde las desarrollamos.
Virginia es todavía una niña que ya transita el camino que la convertirá en mujer. Por lo tanto uno podría decir que su dieta debe tener de todo en un sabio equilibrio. Pero el profesional que así recete se está olvidando de algo fundamental, que nuestra hermosa y querida Virginia llevará desde ahora en adelante una vida sedentaria.