sábado, 27 de julio de 2013

Capítulo denovela

"Siempre que llovió..."

Capítulo XXVII
Obra de Eduardo Wolfson


En aquellos días Benito, el hombre de la puerta, cobró una fama inusitada. Nació en esa misma casa, frente a la plaza principal, cuarenta y tantos años antes.
Su primera escala fue en la primaria localizada a dos cuadras de su domicilio. Más que engrosar sus conocimientos, con el pasar de los grados fue robusteciendo su cuerpo. Su abdomen creció en forma desproporcionada, mientras que su prometedora altura quedó inconclusa, sin fuerza para seguir escalando unos pocos puntos más que el metro y medio. Nunca fue escolta de la bandera, ni monitor, y jamás, fue elegido por algún maestro para recitar unos versos cortos en un acto patrio.
Un día, a sus compañeros les resultó cómico, es que aquel guardapolvo con los botones a punto de estallar, semejaba la cincha de un percherón auténtico. Su misma madre supo confesar en el almacén: “el muchacho no queda bien en ningún sitio”.
En su infancia, vergonzoso por su presencia, perdió cumpleaños y kermés con cine en la parroquia.
Cuando le llegó la adolescencia, su padre piadoso, una noche oscura y sin luna, lo introdujo en un burdel por la puerta de atrás, para no despertar las suspicacias de los alegres visitantes. Fue la forma que encontró Benito para saber, que el sexo compartido resultaba algo más placentero.
Para él no hubo enseñanza secundaria, sólo el escalón en la puerta de su casa, llueva o truene, desde temprano, acogía sus asentaderas amistosamente.
A los vecinos, su presencia se les hizo familiar en aquel lugar. Algunos apurados, lo saludaban apenas levantando el brazo, otros que transitaban en coche le dejaban su cortesía con la bocina y las mujeres, más propensas a las tertulias, le cedían “un buen día o una buena tarde”, según la ocasión.
Benito en el acceso de su casa hacía horario corrido. A la mañana un mate entre las manos, al mediodía un sándwich, un vaso de vino y la nariz tomatada e hinchada con tumoraciones. Por la tarde, otra vez el mate pero con facturas.
Sin proponérselo se convirtió en parte del paisaje, y se volvió un referente con condiciones para dar pistas sobre lo perdido. Cuando un chico travieso desaparecía, Benito proporcionaba a la madre preocupada, el horario en el que pasó el pequeño inadaptado y las coordenadas de continuación de su itinerario. También, el hombre se transformó en un mensajero de absoluta confianza para todos los ciudadanos, que en algún momento del día, indefectiblemente trajinaban por esa zona.
Benito memorizaba el recado, y cuando veía pasar a su lado al destinatario, le pedía que le acerque la oreja, y en la mayor discreción, sin olvidarse un detalle transmitía lo encargado: “Pasó Alberto...te espera en lo de Manolo a las 6, no faltes...dice que vos sabes”.
La mensajería de Benito creció, porque sin proponérselo, compensó una necesidad de comunicación pueblerina. Los adeptos históricos lo consideraban un servicio gratuito, eficaz y ventajoso. De algunos funcionarios, profesionales, empleados y también amas de casa, partían a veces frases agradecidas y recuperadoras para el ánimo: “¡Hay!, que sería de mi vida si no estuviera Benito”.

Todo empezó a cambiar cuando aquel tren endemoniado, cruzó estruendosamente esa curva, acarreando perversamente las piernas de Virginia.
Aquella mañana, nefasta y fría, Benito ya estaba en su sitio. Vio como todos los días el amanecer, fijando su vista en el horizonte extendido, interrumpido solo por la presencia de algunas casas chatas. El silencio edilicio de la hora, era la mejor melodía que lo mezclaba con la naturaleza.
El rápido, habitualmente llegaba atrasado, su falta de puntualidad posponía la irrupción del silbato y su consabido traqueteo sobre las vías, sonidos resueltos, conquistadores del ejido urbano. La asistencia a deshora del tren, era para Benito lo diferente, su ruptura corriente con la rutina. Después, estaba casi todo previsto como un mecanismo de relojería.
Al llegar a la puerta aspiraba hondo, gozando los aromas de las calles desoladas, llevaba la cuenta de las cortinas metálicas de los comercios que se abrían, en el orden establecido. Primero el panadero, luego el carnicero, el bar de la derecha y el de la izquierda. A las siete en punto pasaba el Juez Larrondo, lo hacía con la cabeza gacha, mirándose los zapatos y rumiando cosas de viudo acostumbrado a hablar solo.
Naturalmente, ese día Benito contabilizaba en su pensamiento el atraso del tren, más tarde, percibió como desde la lejanía el traqueteo de la formación sobre las vías se evidenciaba: “Ahora viene el silbato” pensó. Lo esperaba con sus ojos cerrados y sus oídos muy atentos. Pero una décima de segundo antes, un chirrido terrible lo sorprendió.
De golpe, su cuerpo voluminoso tembló y se estremeció obrando como una marioneta.
La gente, sin darle tiempo a reaccionar, comenzó a llenarlo de mensajes: “Benito, cuando pase mi mujer le decís que estoy en las vías”. “Dicen que destrozó a una piba, avísale a Héctor que no se lo pierda”. “Si vienen los muchachos, los espero en la curva, que parece que el tren agarró a dos en mitad del acto ¿vos entendés?”. “Si viene el trompa, fui a ver a la chirusa de la villa, que se quiso suicidar en el tren porque no tenía plata para pastillas”. “¡Hay pobrecita!, avísale a Doña María que me traiga la mantilla negra a la iglesia y que venga a rezar por ese ángel del señor”.
Benito tomó conciencia de que ese sería un día cargado, pero nunca imaginó que su pequeña red de comunicación, en pocas horas más se encontraría paradójicamente colapsada pero en franco crecimiento.
Ese mediodía, cuando su madre le alcanzó el tradicional emparedado de panceta con pepinos y el vaso de vino, quedó desconcertada. Frente a su hijo, vio una multitud de personas formadas en hileras paralelas. El primero de la fila de la derecha acercaba la boca a su oído y recitaba un mensaje, el de la izquierda, al mismo tiempo y al contrario, acercaba su oreja a la boca de Benito y escuchaba el recado que alguien le había dejado. Cuando el varón, desde su umbral, visualizó los bajos de la pollera de su madre, compasivamente levantó sus brazos y abrió la palma de sus manos, en actitud de frenar a los próximos consumidores de su servicio, para poder almorzar.
Se tomó solo quince minutos, que sirvieron también para intercambiar algunas nuevas pautas de organización con su ascendiente.
Pocas horas más tarde, los progenitores de Benito, con unos cartelones colocados a cada lado de la puerta, ordenaron definitivamente las filas, indicando cual era la de emisores y la de receptores respectivamente. Estas no fueron las únicas correcciones que hicieron al sistema, era necesario por una parte, aumentar la capacidad de memoria de Benito y por otra, obtener una mayor velocidad en el ingreso y transmisión de mensajes. En este sentido, la madre fue la más emprendedora.
Para ayudar a su primogénito, repartió hojas y lapiceras entre la gente para que anoten su misiva, encabezada por el apellido y nombre del destinatario, luego por orden alfabético, el padre las depositaba en un archivo sobre las rodillas de Benito.
En las primeras horas del día siguiente, con pocos parroquianos, el núcleo familiar tuvo un tiempo para la autocrítica. Se observaron entre sí, y comprobaron, el estado deplorable que presentaban. Demacrados, sucios, hambrientos, agotados.

La madre, auxiliadora, preparó una jarra de café bien fuerte y amargo. Entonces tomaron conciencia del gesto familiar. No dudaron un instante en servir como gente honesta, de toda la vida, a su comunidad. Espontáneamente, los padres, al ver a su hijo desbordado corrieron en su ayuda, para sostener el servicio. Pero así, solidariamente, aquella epopeya no soportaba otras jornadas consecutivas. Volvieron a mirarse, y devotamente se tomaron los tres de las manos, llegando a la conclusión que era indispensable cubrir los costos de los elementos utilizados, reemplazar la remuneración que el padre aportaba con sus changas al hogar, y sobre todo, asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo. Estuvieron de acuerdo, en la necesidad de cobrar la recepción y expedición de mensajes escritos cincuenta centavos, y los orales, un peso, por el esfuerzo de retención y confidencialidad de los mismos. Se comprometieron a variar los precios, únicamente, según la oferta y la demanda.

sábado, 20 de julio de 2013

Capítulo de novela

Usted extrañará la ausencia del capítulo XXV, o no lo ha leído. Si quiere consultarlo, solo debe dirigirse a " Capítulo de novela" de el 6 de febrero de 2013, a continuación de la síntesis argumental . Hoy le ofrecemos el capítulo XXVI de esta apasionante novela inaudita e inédita de Eduardo Wolfson.

"Siempre que llovió..."


Capítulo XXVI

En el país no quedó espacio gráfico, ni imagen, ni éter, ni difusor, para advertir, por ejemplo, que El FMI había entrado una vez más por Ezeiza dejando un inventario de nuevos ajustes, recortes, podas, apretadas, presiones, adaptaciones, componendas, encajes, amenazas. Ni tampoco para decir que dicha lista fue elogiada, alabada, celebrada, preconizada, aprobada, recomendada, aplaudida, adulada, glorificada, encomiada y cumplimentada por el primer mandatario de la nación, sus señores ministros y ambas cámaras del parlamento.
Gracias a los medios de comunicación, las ciudades y los pueblos de todo el territorio fueron invadidos por el fenómeno “Caramelos a granel”, sin dejar resquicio alguno, por el cual pueda colarse otra noticia inquietante.
En las puertas de las Iglesias, se agolpaban madres rodeadas por chicos, cargando a sus hijos pequeños. Todas cuchicheaban lamentando el infortunio, o glorificando la heroicidad de la niña amputada. En los cafés, las oficinas y algunas fábricas que sobrevivían, los parroquianos, empleados y obreros, intercambiaban opiniones acerca de la responsabilidad de los ferrocarriles en la tragedia, sobre la falta de controles por parte del Estado, de la mínima conciencia que poseía el conductor de la máquina infernal.
En las calles, en los negocios, en las casas, un desprevenido podía enfrentarse a situaciones insólitas. En cualquier sitio, una aglomeración de individuos frente a un televisor, entorpecía el tránsito.
Las peleas se transformaron en moneda corriente, la gente discutía por teléfono, chateando y llegaba hasta el enfrentamiento físico en plena vía pública.
La furia que los enfrentaba respondía a una multiplicidad de síntomas. Con el canillita, porque no le guardó el semanario especial, con el de adelante, porque su cabeza grande no le permitía visualizar el enfoque a la entrada del sanatorio en la TV, con la novia, porque no quería otra cosa en el albergue transitorio, que ver el noticiario.

La furia que los enfrentaba conocía una multiplicidad de síntomas pero una misma causa: El fenómeno “Caramelos a granel”.

sábado, 13 de julio de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
          Capítulo XXIV
Obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson

 

El escultor, atormentado, se apiadaba de sí mismo por aquello que consideraba su fracaso. Nunca pudo lograr una obra trascendente, algo que llevara su nombre más allá de aquellas ciudades chatas de las pampas.
Según su visión, esos pueblos no poseían pasión, o que si en algún rincón la había, era efímera para apreciar el arte y sobre todo, sus creaciones, que a su criterio, constituían avanzada para la época porque rompían los límites de lo tradicional.
La mayoría de sus vecinos lo consideraban un bicho raro, algunos sostenían que se trataba de un vago congénito, posición disimulada tras la máscara de un artista bohemio.
Para los círculos locales, llamados así mismos creativos y culturales, sus trabajos no podían clasificarse como esculturas. Este conjunto de vecinos acusaban como referente la ciudad de Buenos Aires. Solo aprobaban lo que en ella era definido como acontecimiento artístico. El criterio, era que aquel que nunca expuso sus obras a la crítica porteña, no existía para el mundo y mucho menos para la comunidad del lugar.
Esgrimiendo otros argumentos, tal vez más técnicos y también más éticos, los pocos artistas plásticos, talladores y escultores de la ciudad, no lo admitían en su rebaño. Opinaban, que sus creaciones no se adaptaban ni en un todo, ni en partes, a la definición de escultura. Asimismo rechazaban los materiales que utilizaba, por considerarlos impropios para dar vida a una obra de arte y que si bien, reconocían en sus trabajos cierto sesgo innovador, advertían que les faltaba historicidad, y el empeño necesario, que en el tiempo toda escultura demanda.
A esta última postura adherían muy enfáticamente los que perseveraban en dar vida a la piedra. Ellos, en forma muy humilde expresaban: “el esfuerzo que amerita trabajar en ciclos largos y sumo cuidado la roca, para dejar por fin, al descubierto, la imagen escondida en ella”. Este último grupo ampliaba el concepto, publicando la lista de materiales nobles que labrados por el genio humano, pueden ser valorados como escultura:
 “…entre ellos se destacan, el bronce, el mármol, la terracota, el barro, el estuco y hasta el mismo yeso”.
¡Pero jamás!, declamaban:
“aceptaríamos las siliconas, elemento con el que suele trabajar el seudo escultor criticado, que humilla al arte, cuándo como todo el mundo sabe, la manosean los cirujanos plásticos para volver prominentes los sitios maternales y las asentaderas de las mujeres”.
Sin embargo, al modelador de siliconas, no lo importunaban aquellas palabrejas demoledoras que proferían sus competidores comarcales, en el campo de la plástica.
Su tormento real, no pasaba por los improperios, a los que consideraba de un estricto orden feudal. Lo aterrorizaba el paso del tiempo, que le proyectaba la proximidad del fin de su existencia, sin haber encontrado todavía, la forma de trascender a la misma.
Aquella mañana, después que la mucama le dejara sobre la mesa del atelier la botella de ginebra, el escultor desplegó el diario  con desgano y fastidio, buscaba cualquier cosa o simplemente nada, tal vez lo hacía para tratar de olvidar ese hastío profundo que sentía.
Siempre, recorría primero la última hoja con la mirada, la de las historietas. Luego, se detenía en la portada. Cuando llegó a ella, su rostro mudó de golpe la expresión rutinaria, sus ojos estrenaron un viaje repentino desde la muerte hacia la vida.
Una naturaleza nueva se apoderó de su cuerpo, sintió que sus venas y arterias, eran canales que cobijaban a un torrente que lo inundaba todo, entregándole una energía inusitada a su ánimo.
Cómo un huracán, con la sola compañía del periódico dejó el atelier.
Una vez en el despacho del Intendente, el escultor gritó desafiante:
-¡Hay que inmortalizar a Virginia!

El dueño electo del municipio, detrás de su escritorio lo observó con gesto cansado, pero lo hacía con obediencia, después de todo aquel holgazán que los demás llamaban artista, era su hermano mayor.
Pero el respeto solo estaba presente en el afuera, ya que al político, jamás se le ocurrió escuchar seriamente ninguno de los argumentos esgrimidos por la oveja negra de su rebaño familiar.
La sumisión superficial, le permitía al hombre de estado tolerar la presencia de su fraterno cuando lo visitaba en el despacho oficial sin previo aviso, y también algunas veces, cuando adornaba con su presencia alguna que otra reunión de gabinete.
Pero aquella impronta inesperada del barbado escultor y de mañana, horas totalmente inusuales para que aquel personaje deambule por las oficinas públicas, provocaron en el funcionario una cierta preocupación, lo que lo condujo a prestarle a sus dichos alguna atención.
Pensó que aquel discurso llegaba a sus oídos desde un delirium tremen:
 -Hay que inmortalizar a Virginia con una escultura en el centro de la plaza. Esta tragedia debe quedar para los tiempos eternizada por el camino del arte.
Lo que sucede en nuestra ciudad, ahora y durante tu mandato, es único e irrepetible. Es como la flor que percibe la llegada de la primavera y abre sus pétalos en homenaje a ese calor que otorga la vida y se los entrega, uno a uno hasta fenecer en el verano.

El Intendente salió de su primer asombro, y como buen homus politicus, que no tiene tiempo para perder, extrajo una chequera como lo hacía habitualmente y le preguntó:
-¿Cuánto necesitás?

La respuesta fue una puteada benemérita.
-¡Escúchame querés!, yo sé que me sentís como un lastre, que de alguna forma con mi presencia conspiro contra tu carrera política, que soy un borracho, un vago, un barrilete sin cola. Todo lo que quieras, pero esta vez, te pido por lo que más quieras que me escuches, estoy casi sobrio, tengo encima, apenas una sola copa de ginebra tanto como para afirmarme e inspirarme.
Si querés ser gobernador tenés que visualizar todo lo que está ocurriendo. Los ojos del país están posados aquí, todos los canales de televisión se pelean por filmar algún pedacito de adoquín de estas calles. ¿ y por qué?, porque un tren pasó  por las vías que nos rodean y se llevó, equivocadamente para la empresa de ferrocarriles, las piernas de una niña pobre, que nació para todos nosotros el día de la drástica amputación de sus miembros.
Los medios están exhibiendo un pueblo unido frente a la desgracia de uno de los suyos, muestran a una colectividad solidaria con los de afuera, a quiénes le ofrecen sus calles, sus negocios improvisados, sus casas para albergarlos etc. etc..
Lo de Virginia ha dado paso a una cruzada popular inmensa, espontánea, desordenada y desopilante por momentos.
Pero alguien tiene que ponerse al frente de todo esto, alguien debe sacar el mayor provecho, alguien debe cohesionar a todas las fuerzas dispersas y ese alguien, ¡sos vos!
 Por eso mismo hay que eternizar este momento y todo lo que digo no es gratuito.

Dejame concretar una escultura para colocar en el centro de la plaza. Para la inauguración invitarás al Gobernador, al presidente, a diferentes círculos de artistas y también, por supuesto, a toda la prensa nacional. Vos y yo sacaremos el manto a la escultura y allí se producirá la sorpresa general.

sábado, 6 de julio de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
Capítulo XXIII

Obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson

El automóvil viejo con dos parlantes enormes sobre el porta equipajes, salió a las calles a pasar discos de tango y rock.
Don Pedro se convenció que aquella extraña invasión, no tenía ningún parentesco cercano con su teoría sobre las alucinaciones colectivas. Otro jubilado amigo, fue quien le abrió los ojos:
-¿Qué alucinación?, es la pura realidad, esta piba con su desgracia nos trajo suerte. Vos la propaladora la tenés, lo único que necesitas es hacerla funcionar y llenarte de plata.

Sin perder un instante, entusiasmados con la perspectiva de la gran travesura, entraron al garaje. Plegaron la lona que lo cubría, y le dieron otra vez vida a ese Ford 40.
Don Pedro se dedicó a ajustar y lubricar todas las piezas necesarias para accionar al vehículo. Mientras tanto, el amigo, lustraba con fruición la chapa negra. Los ojos celestes y chiquitos de Don Pedro cobraron picardía, sintió que esa, su herramienta de trabajo arrumbada hace años, reaparecía devolviéndole su juventud.
El tan cacareado progreso y su avance tecnológico, dejó inútiles a máquinas y hombres. El advenimiento de la televisión y emisoras FM, traídas por poderosos grupos económicos a la ciudad, le asestó una puñalada mortal a la propaladora, ese medio de comunicación casero que informaba, entretenía y levantaba pedidos de publicidad en la misma calle, recorriéndolas todas y deteniéndose en cada esquina.
Excluido, con una pequeña pensión, Don Pedro, curioso, se consagró a coleccionar un índice de fenómenos sin explicación, con el objeto de sustanciar y brindar andamiaje, a una teoría propia sobre la alucinación.
Luego de dar unas patadas cortas sobre el acelerador y presionar el burro de arranque, el motor, por fin, produjo con su ritmo algarabía. Saltos, abrazos, risas, como dos chicos, y también, algunas lágrimas por la emoción en los dos hombres.
En un plato colocaron el primer disco, y la voz inconfundible de Carlos Gardel anunció el retorno.
Esa mañana, por la avenida, vecinos y forasteros escucharon en la voz del zorzal criollo “Volver...con la frente marchita...las nieves del tiempo...”. La sorpresa, se manifestó con un aplauso cerrado y extendido, que la gente brindó al paso lento del Ford.
En un cruce de calles, don Pedro se detuvo, extinguiendo en un murmullo la fonación del morocho. Por los parlantes, esta vez se escuchó su propia voz. La emoción, al principio, quiso jugarle en contra. No pudo imponer de entrada, su acostumbrada exclamación de trueno. Lo que se amplificó desde su garganta, fue un sonido agudo con palabras pronunciadas en medio de una tormenta de falsetes. Más tarde pudo por fin afirmarse y hacer su propio anuncio:
-Señores, en la propaladora de Don Pedro su anuncio es escuchado y se le presta atención. Escriba ya lo que desea comunicar, tráigalo hasta el viejo Ford, y por un peso, lo repetiré hasta el último rincón. 

A su paso recogió frases escritas de todo tipo, acompañadas cada una por su propia moneda.
”No gaste de más, estampe en su remera la foto de Virginia que prefiera, lo esperamos en el caballete 15 de la calle principal”
”Sí te sentís tensionado, relájate en la casa rodante patente AZC 358. Veterana...pero con toda la experiencia”.
”Alfajores Virginales. De dulce de leche, chocolate, crema y frutales. No se vaya de la ciudad sin probarlos. El Bosque 276 Dto. 2, Pregunte por Doña Cata.”
”Esta noche en el Club Mandinga... Gran baile Gran, a beneficio de la criatura amputada.
Y a manera de chanza, Don Pedro culminaba el aviso:
“El que no baila esta noche es un tullido”.

Pisada a la tanda de promociones, la gente vibraba con cuatro días locos, cantado por Alberto Castillo, y a continuación, Don Pedro, esta vez grave y marcial, imponía el halo de respeto necesario, a su próximo anuncio:
”Mujeres de nuestra ciudad, pertenecientes a la asociación, Adoratrices de Virginia Amor y Vida, invitan a la población y a sus visitantes a hacer su ruego, depositando su ofrenda en el santuario erigido a esos efectos. Las 24 horas del día estas damas los esperan en la curva heroica”

”Todavía no probó el agua que ennoblece. Lo esperamos en la canilla 35 de la villa. Es el agua que bebe Virginia. Trayendo su frasco solo gastará un peso.”