miércoles, 30 de abril de 2014

¿Te cuento?

Milonga

-          Funcionario en el departamento de desperdiciología de la ciudad.

      El pibe escuchó la presentación y estrechó temblorosamente la mano que le tendía aquel desconocido de voz arrastrada. El hombre se río sin ganas y pidió: -“dos Tíos Paco”.
      El pibe observó su dentadura blanca, el pelo negro estirado hacia atrás amurado con gomina, la tez aceitunada y el traje gris impecable. Cuando bajó la vista, descubrió, unas medias largas con cuchilla en los laterales y unos zapatos marrón brilloso.
      Desde el salón, la música carnavalesca inundaba la cantina. El hombre, sentado en un banco alto, apoyando un brazo sobre la barra y cruzado de piernas, intermedió entre el mozo y el pibe, alcanzándole una copa con la bebida ambarada. El pibe, agradeció, pero rechazó el ofrecimiento, su anfitrión insistió volviendo con la ampulosa presentación:

-          Funcionario en el departamento de desperdiciología de la ciudad… ¿te dije? No te preocupes pibe que no como a nadie. Esta bebida es livianita. Esta milonga, está visto, que no es ni para mí ni para vos.

El pibe, tembloroso, tomó la copa y mojó sus labios. Contrariamente a lo que suponía, en lugar de ardor, sintió un dulce empalagoso que copaba su boca.
            A través de una ventana interna, veían en el plató a parejas separadas realizando contorsiones simias. Se escuchaba la bamba.

-          Antes era diferente,(continuó el hombre) cabeceabas, te abrazabas a la mina, bailabas una pieza, algún bolero esperando el tango, y ahí, antes de devolverla a la mesa le mostrabas quien mandaba. En vez, ahora, no sabés quien es el macho y quien la mina, todos el mismo tachín, solo los reconocés por el oxford y la minifalda. Está visto que yo ya pasé mi cuarto de hora y que a vos te faltan algunos años para llegar. Por eso no solo compartimos esta copa, sino también el esgunfie.

El pibe pensó que aquel hablador era un ebrio calmado. Su voz aguardentosa, pronunciando palabras sin dramatismo, enrolladas, monótonas, apenas moduladas, lo confirmaba. Por momentos se quedaba callado, ido, acariciando la copa, fijando la mirada en el contenido.
El pibe maduró su posibilidad de huir, pero el hombre saliendo del letargo, lo sorprendió pidiendo una segunda vuelta.

La barra entró al club separada. Fue idea de Ferreyra, “él ya había debutado”, tenía experiencia. Les dijo que todos juntos parecían muy pendejos, y que las minas, en racimo, no les iban a dar bola. El pibe recorrió solo e intimidado la pista, miraba de refilón las piernas de las que estaban sentadas. De golpe se le acaloró la cara, un espejo lo advirtió de los cachetes rojos que deschavaban, según Ferreyra “al púber virgen”. Avergonzado trató de desaparecer, pero no podía irse sin avisar a los otros. Buscándolos, cruzó el salón entre serpentinas y funámbulos para refugiarse en el minúsculo cuarto que el club había destinado a la cantina.
El segundo Tío Paco le resultó más agradable, ¿no sabía por qué? Su casual invitador le recordaba a Cayetano y tampoco sabía ¿por qué? Eran bien diferentes, Cayetano ya era viejo y vestía como un croto, siempre con el pijama manchado y unas chancletas mordidas en las puntas por el perro.
Los de la cuadra, sabían que el crepúsculo de verano preanunciaba la condición. Cayetano salía como siempre a la vereda y montaba como si se tratara de un caballo una silla de madera. Apoyaba los brazos sobre el respaldo. Miraba un medio cuadro del árbol y de calle, daba una pitada profunda al caburito, provocando casi una hoguera roja que amanecía y se enardecía entre sus dedos. Los pibes lo rodeaban esperando que hable. El tema eran las milongas de su tiempo. Cayetano se rascaba el hombro, y como quien no quiere la cosa, con un desgano fabricado, muy bajito, metiéndose un primer vocablo para adentro, y frunciendo la frente, repetía tres veces la palabra “milonga” en distinto brillo. Lo primero que construía el relato era el escenario, luego los actores, y por último los rituales y las costumbres.
El pibe se dio cuenta que el del Tío Paco y Cayetano tenían en común justamente eso, “la  milonga”.

-          En mis tiempos, si querías sacar a una mina cabeceabas (dijo el hombre sorprendiéndolo), disimulabas un poco, claro, porque si la turra te desairaba ya no volvías del papelón. A mi me pasó, y tenía algún año más que vos. Me ensartó una morocha con dos faroles negros por ojos. Estaba cruzada de gambas. Paralizado, escudriñando su escote, me quedé como a tres metros de distancia. Reaccioné para dar el cabezazo, pero me olvidé del disimulo, creo que el bocho me giró como molinete de subte en hora pico. Imagínate, ya estaba de raje, cuando juné que la piba, levantándose, me sonreía con toda la boca. Así que abrí los brazos para recibirla. Me sentía un galán del cine de Holywood. Antes de llegar a mí, la mina se desvía unos centímetros haciendo juego de cintura, me esquiva como si yo fuera una columna. La seguí con la mirada y torciendo el cogote. La vi ensartarse en el cuerpo de un energúmeno gigante. Como un boludo, bajé muy lentamente mis brazos. La pareja, ya bailando pasó al lado mío, y el mastodonte no contento con su triunfo añadió un: “nene andá a tomar la teta”.

      El pibe, más distendido mostró su risa, pero no fue tanto por el relato escuchado, sino porque recordó otro contado por Cayetano.

-          milonga, ¡milonga!, ¡¡milonga!! (Dijo Cayetano) Yo era pendejo como ustedes, pero con más huevos. Me compré una tela, y me hice hacer un traje en cómodas cuotas. Un vecino del conventillo me prestó la camisa que había usado en su casamiento. Lustré unos zapatos de mi viejo, y solito caminé para la milonga. Tardé un poco en acostumbrarme al bermellón de las paredes, a la música de una típica desganada. Creo que fue ese contacto repentino el que apagó para siempre mi sonrisa. La pista era circular y de madera, brillaba como para darle envidia al mosaico en que se apoyaban las mesas. Atrás, y a un costado del escenario estaba la entrada al baño con una puerta de doble hoja. Me llamó la atención la cola que hacían los muchachos. Pasaban de a uno empujando la hoja derecha, y salían tirando de la izquierda. Terminé plegándome a la fila porque tenía ganas de mear. Cuando entré al sanitario, mi sorpresa fue grande. La hilera de mingitorios estaba vacía. La gente continuaba la cola frente a los lavabos, y llegaba hasta un extremo, en el que había un viejo de guardapolvo gris, apretando con su mano derecha una pera de goma, que atornillada a la boca de un gran botellón, esparcía una colonia un tanto rojiza sobre el traje del habitué, que frente a ese elixir, daba una vuelta completa sobre su eje como bailarina de cajita de música. Luego depositaba unas monedas en un platito, y entonces sí, ya estaba listo para la milonga.

      El pibe recuerda a los dos personajes, dos años después, cruzando la Plaza de Mayo. Cayetano hace rato que estaba muerto, y se preguntaba, que habrá sido de la vida del otro. En el césped, un tipo con gorra, pantalón y campera con fosforecencias, recoge con un rastrillo los papeles que dejaron los de la última manifestación.

-          che pibe ya no saludás a los amigos.

El pibe conoce aquella voz, lo observa pero le cuesta reconocerlo.

-          No te acordás de la milonga, sos flojo de memoria.

Ahora el pibe recuerda:
-          Pero vos me dijiste que eras…
-           
-          Funcionario en el departamento de desperdiciología de la ciudad. ¡Basurero pibe!.
Eduardo Wolfson


     


miércoles, 23 de abril de 2014

El cuento que te cuento, no es cuento.

El acento


En el centro de la escena, ante los aplausos reiterados, lucía, saludó con profesional soltura como cada noche. Sin embargo no pudo detener las lágrimas, que corrieron por sus mejillas arrastrando el maquillaje grueso, habilitando un surco notable.            Los aplausos densos, la sala repleta, los pedidos de bis, insaciables, las luces hirientes, pugnaban por ser máscara sobre el motivo de su estado de ánimo. Recordó aquello que siempre parafraseaba Beto, el guitarrista del grupo: “que el árbol no te impida ver el bosque, pero que el bosque no te oculte el árbol”.
Unos acordes sobre cuerdas en el micrófono serenó al público, que veló el preludio de esa voz hermosa una vez más, deseoso de inundarse con las mejores percepciones.
La garganta tensa jugó la mala pasada. No pudo sobreponerse. Bajó el rostro, y precipitó hacia los asistentes su cabellera potente. Los aplausos volvieron, pero Lucía los ignoró corriendo hacia uno de los laterales. Beto intentó detenerla, se lo impidió aquella mirada helada y ese balbuceo solicitante, quebrado en una palabra: “¡Quique!”.
Mientras la audiencia se retiraba, los integrantes del grupo alcanzaron a oír voces de disconformidad: “No le costaba nada cantar otra”, “tiene buena voz, pero los pajaritos se le subieron a la cabeza”, “para mí que estaba drogada”.
Lucía quedó inmóvil detrás del biombo, espacio que el empresario, pomposamente, le entregó como camarín.
Sobre la mesa poblada por frascos chicos de colorete, retoque, y otros afeites, yacía el periódico, que deshizo segundos antes de salir a escena. Quedaron papeles convertidos en rastro, una pista para seguir el desborde. Retornó entonces al pensamiento que provocó la acción: “Nada ni nadie puede entorpecer mi comunicación con el público, cuando estoy dispuesta a cantar”.

En el espejo, advirtió que el rimel ya no resaltaba las pestañas, sino que navegaba sobre sus pómulos, dibujando un mapa con cursos diversos. Mecánicamente, comenzó a limpiarse el maquillaje. De golpe, recordó, que era imposible que Quique la espere a la salida.
Trató de alisar el diario, devolverle su forma. El título, tres palabras escritas en gran cuerpo, preanunciaba un desarrollo dramático. Lucía buscó sin urgencia. Mientras hojeaba, se detuvo en las ofertas que el hipermercado anunciaba en la página tres. Más tarde, ya en la siete, se sintió seducida por la línea del Alfa Romeo. Un cubo de hielo le recorrió la espalda y se notó mojada entre las piernas. Recordó las palabras pronunciadas por Quique la noche anterior, mientras acariciaba su pubis sobre el vestido: “mañana flaquita no me esperes, voy a viajar, tengo un asunto importante”. Quique, con ella, era de pocas palabras. Lucía se acostumbró a la ausencia de explicaciones, y a lo inútil de las repreguntas.

En el cuerpo central, las tres palabras del título de tapa, “Plan subversivo desbaratado”, servía de frontispicio a una fotografía con poco registro. Lucía hizo un esfuerzo para reconocer, fuera de foco, lo que parecía un cuerpo extendido sobre el asfalto, a su lado y en foco,  un uniformado exponía a la cámara un aerosol. Una segunda imagen a pie de página, revelaba el lateral de un puente ostentando la consigna: “Saludamos a la unión soviética en el aniversario de la revolución”. Lucía notó que la inscripción era muy prolija y con letra clara, salvo que el acento en la palabra “soviética” aparecía chorreado, elevándose primero, y cayendo como un cometa sobre la “t”. Ella era artista, se sabía transgresora, por eso, declaró al columnista de una revista de espectáculos: “elegí el folklore como arma para atravesar fronteras y romper estructuras”.
Sin embargo algo la incomodaba, se preguntaba, ¿Por qué, no podía aceptar aquel acento como un hecho artístico? ¿Por qué le resultaba ingrato que la tipografía tan precisa de aquel saludo, obstruya el mensaje con ese prepotente manchón?
Lucía leyó desganada el copete: “Las fuerzas conjuntas desbarataron un operativo sedicioso, cuyo objetivo sería ocultar con acción propagandística, un atentado auto frustrado. Intentaban volar una formación ferroviaria, con armas para el ejercito boliviano en operaciones”

Lucia evocó la insistencia del iluminador, para que leyera el periódico momentos antes de la función. Reprobando su actitud le dijo: “Sos pájaro de mal agüero, vos sabés que previo a la salida a escena, es indispensable que me relaje y logre, mediante varios ejercicios, constituir un estado de introspección”.
Lucía se sentía irritada. Repasó el abandono del escenario, la angustia se expresaba dolorosa en la boca de su estómago. Necesitaba a Quique para desahogarse, pero él decidió viajar.

Aquello de “atentado auto frustrado” del copete despertó su curiosidad, lo que la indujo a interiorizarse en el texto: “Un grupo subversivo  (supuestamente perteneciente al partido comunista), intentó esta madrugada volar una formación ferroviaria. La misma trasladaba armas para el ejercito boliviano, en operaciones contra la guerrilla que asola las zonas rurales del país hermano. El único terrorista apresado (de boca al piso en la foto principal), declaró que los dirigentes de su movimiento les entregaron los detonadores sin fulminante. Cuando apretaron el percutor, nada sucedió.
El detenido, ejercitaba un plan de distracción en las cercanías. Confesó que su objetivo era despertar el interés de las fuerzas represivas pintando la consigna aludida. Así daba tiempo a  sus compañeros para la voladura de la formación.

El aerosol, (que muestra como evidencia el servidor del orden) fue utilizado por el sujeto para saludar a la unión soviética en el aniversario de su revolución, sobre el lateral del puente (ver foto inferior). Prolijamente, y con sangre fría, hizo la inscripción y huyó. Promediando el escape, se dio cuenta que no había acentuado la palabra Soviética. Convencido que el error podría traer represalias por parte de sus jefes, fue que decidió volver para terminar su obra. El acento faltante, le permitió a las fuerzas del orden, mediante un ardid, su captura  con las manos en la masa. Se trata de Enrique golf (Alias Quique)”.

            Lucía cerró el periódico, lo dobló sobre si mismo con pulcritud. Respiró hondo, realizó unos ejercicios rutinarios de cuello, relajó sus músculos, y por fin, concluyó la etapa con vocalizaciones que la alistaban para entregarse al público en la próxima función. Se observó en el espejo, y se dijo: “mañana pensaré con quien reemplazar a Quique”.

                                                                                                                 

Eduardo Wolfson








martes, 8 de abril de 2014

El cuento que te cuento

            Y otras  yerbas...             
                             por Eduardo Wolfson

            Cardoso echa una vez más desodorante de ambientes en la recepción. Lo hace siguiendo el cronograma de rutina. Su figura resignada se desplaza lentamente por los rincones, perpetrando en cada uno la ráfaga de aerosol. Lleva seis meses jubilado, pero aún continúa trabajando por pedido de los propietarios del consorcio. Su productividad no es la misma, lo siente en las articulaciones y en los huesos.

            Nadie le anunció que el fin de sus servicios estaba cerca, se enteró por esos papeles que la administración le hizo distribuir anunciando la asamblea. El punto tres del temario no dejaba dudas: “selección del nuevo encargado, en reemplazo del actual”.  No sintió nada extraño, la frase le resultaba tan impersonal y ajena como el resto de los puntos a tratar. Recién al mediodía, sentado frente a la mesa, encerrado en ese departamentito oscuro de la planta baja con aroma a guiso recalentado, desplomó medio cuerpo sobre la cubierta de hule para amortiguar un repentino dolor de pecho y una sensación horrible de tripas anudadas.
            La gran angustia y el desconcierto se apoderaron del cuerpo gastado de Cardoso. La humedad del ambiente aquel, a través de los años, acabó por invadirlo. Sin embargo, no lograba explicarse, el por qué de semejante estado de ánimo.
             “Siempre soñé con el día de mi jubilación”, se decía. Recordó los días francos. Desde el principio, los dedicó a construir en el terreno de Moreno la casa de material. Cada ladrillo colocado, representaba la prepotencia de verse algún día, como el único dueño de su faena. Aquel sacrificio, era la posibilidad futura de tragarse todo el sol en su propia huerta. Aceptó ser servil en pos de comprar algún día su libertad.

            El aerosol se preocupa ahora por esparcirse en el perímetro de los canteros, donde las múltiples mascotas del edificio suelen dejar, con mal gusto, su sello territorial.

            El dolor artrítico en las manos, obliga a Cardoso descansar. Apoya su espalda sobre la pared revestida en mármol, se le antoja que el frío de la piedra le hace bien. Recuerda la primera vez que durmió en el departamento destinado a la portería. Era un joven de veintitantos años, no tenía inflamaciones, y hasta la oscuridad de su nueva vivienda le resultaba más clara. Aprendió muy pronto a cumplir con sus tareas rutinarias, un poco más de tiempo le llevó sonreír a todo el mundo, y decir que sí, frente a cualquier pedido.
            Después vinieron las propinas, algunas changas, algunas sidras, y pan dulces, de arriba, para las navidades y fin de año. Su esposa, ya muerta, era en aquellos días una joven llena de salud. A pesar de no figurar en la nómina salarial, para los propietarios pasó a ser la portera, que para no ofenderla, llamaron familiarmente por su nombre, “Carmen”.
            Cardoso, a modo de revancha, fue consolidando una pequeña cuota de poder. Los proveedores, por ejemplo, abonaban rigurosamente en especias el peaje hacia los departamentos. Algunas empleadas domésticas costeaban la omisión de posibles desvíos, frente a sus patronas, sufragándole servicios de todo tipo y sin cargo.

            A las 20 horas el presidente del consejo de administración, un arquitecto barbado y muy miope, solicitó a Cardoso, que se encargue de avisar a los propietarios rezagados, la necesidad de su presencia en el hall, para conformar quórum e iniciar la reunión.
            Fueron bajando en tandas de a cuatro, coincidiendo con los ocupantes que albergaba el ascensor. Todos pasaban frente a Cardoso, algunos lo hacían con el saludo habitual, otros, acostumbrados a su presencia en aquel lugar, lo ignoraban, como se ignora a una escultura mala, rutinaria, deteriorada, típica de las recepciones.
            A las veinte y treinta, el administrador aplacó el bullicio de los reunidos, anunciando, que según su conteo, se había logrado el quórum para discutir el temario. La propietaria del 4° G, oculta entre la multitud, gracias a su baja estatura, interrumpió con su vozarrón. Era una mujer canosa, soportaba una joroba pronunciada, que la obligaba a inclinar la cabeza, y sostener su mirada permanentemente sobre el piso. “Yo quiero que solucionemos urgentemente la construcción del canil”, dijo la copropietaria en tono grave y provocativo. Luego de interpretar el silencio de la audiencia como una aprobación, prosiguió: “Aquí parece que hay vecinos que no aman a sus mascotas, lo digo porque en pleno invierno, nos vemos obligados por la ausencia del canil a sacar a nuestros pichichos a la más cruda de las intemperies, haciéndoles correr riesgos de salud, de accidentes, y hasta de deslices callejeros con graves consecuencias que todos conocemos. A ver señores, si hoy nos ponemos los pantalones largos, y de una vez por todas, les damos a nuestros angelitos, ese lugar lúdico, que tanto se merecen”. De un grupo apiñado en la escalera llegaron aplausos burlescos.
            Cardoso, ya en su departamento, adivinó el advenimiento del primer torbellino, e imaginó, como en cada reunión el vaivén de las cabezas de los consorcistas, produciendo una brisa refrescante para el recinto ahogado.
            Mientras el administrador suplicaba a la concurrencia, tratar cada punto según el orden del día, voces superpuestas mocionaban por discutir otras prioridades: “el revestimiento del ascensor”, “la rampa para discapacitados”, “el uso de las cocheras”. El primer silencio fue aprovechado por el propietario del 5°F, para contestar a la primera oradora: “no digo que lo del canil no sea importante, pero no solo hay perros en el edificio. Sin ir más lejos, yo mismo albergo una parejita de gatos siameses”. Otro, apoyando a su vecino añadió: “y yo un papagayo”.
            Cada uno de los presentes nombró entonces su fauna adscripta, entre la que no faltaron cobayos, un perezoso y una cigüeña. La confesión en masa los dejó más relajados, estado que le permitió al presidente del consejo, exponer sobre la terna seleccionada de potenciales encargados, reemplazantes de Cardoso. El primer candidato era soltero, de 55 años, no se le conocían vicios, poseía referencias de distintos trabajos, pero ninguno específico de portería. El segundo era casado, sin hijos, de 30 años, poseía una pareja de dogos, y se destacaba por su experiencia de los últimos 10 años como jefe de seguridad en edificios. El tercero, era un hombre de 40 años, casado y con un hijo. Poseía muy buenas referencias como encargado de edificios. Su ficha destacaba conocimientos en plomería, electricidad, pinturas y calderas, entre otras especialidades.
            La representante del 10° “E”, convencida de ser la voz del común denominador de aquel imaginario de vecinos, irguió su pecho, aseguró la hebilla en su nuca, que disimulaba su última extensión platinada, y expresó la síntesis con tono firme pero desganado: “Para viejo lo tenemos a Cardoso. Para colmo nunca fue portero. Así que para mí el primero está descartado. En cuanto al segundo, supuestamente puede cuidarnos, pero mientras tanto ¿Quién hace los trabajos específicos de la portería? A ese yo también lo borro. Creo que no hay duda que el tercero es el indicado. Maduro pero no viejo, encargado de vocación, y completito en cuanto a los oficios que sirven para el mantenimiento del edificio”.

            Fue el vozarrón de la del 4° “G” la que llenó el instante: “No estoy para nada de acuerdo con las deducciones de la señora. El primero no habrá sido portero pero registra experiencia en varios oficios. Pero yo elijo al segundo que tiene una pareja de dogos, y eso muestra una jerarquía. En cuanto al señor administrador, le tengo que advertir, porque parece haberlo olvidado, cuando nos presenta en la terna a un individuo con descendencia. Ya en su oportunidad, le recuerdo, la mayoría de los copropietarios, hemos acordado en no aceptar jamás, personal con hijos”. 

jueves, 3 de abril de 2014

Otro cuento que te cuento

Vuelvo a "El que va contando" que no debí haber abandonado nunca. Para no abrumarlos, en el inicio de esta nueva etapa, publico un cuento que pretende  ser casi breve. Desde ya gracias, por prestarle alguna atención.


Blanco y negro                                      Por Eduardo Wolfson


Solo sus pies desnudos apuntando al norte. Intuyó al paisaje como campo de juego para   aquellas líneas rectas y negras, que trazaban dos carbonillas paralelas. El horizonte apaisado era una propuesta extremadamente pálida. Le intrigaba, no tenía la certeza si veía lo que parecía una descomposición, o el advenimiento de la resurrección. Las líneas no dibujaban casas y negocios, aburridas avanzaban acercándose, achicando los límites de la calle que formaban. Creyó ver que tres remolinos arenosos se esfumaban transversales a su camino. Por un momento se detuvo, las líneas también lo hicieron. Observó la inmensidad. Extrajo un papel estrujado, yacente en el bolsillo trasero del pantalón, lo alisó y leyó el nombre del pueblo. Se rascó la cabeza tratando de entender. Si es un pueblo, se dijo, debe tener construcciones. Una catedral, una plaza, algunos bancos en ella, y chicos jugando. También un alguien que salude a otro alguien. Sintió su garganta seca, decidió continuar. Pensaba que hasta en los pueblos fantasmas del far west, siempre se encontraba una taberna con cerveza fresca. Sería posible pensó, ¿qué del pueblo, solo le hubiese quedado el nombre en un papel marchito? Hasta las líneas lucieron cansadas, se juntaron delante de su paso borroneándose como sombra, reflejando un nubarrón encalado en la colina del fondo. Presintió que los remolinos muy bien pudieron esconderse en ella. Las líneas comenzaron a jugar como dos chicos. Nuevamente paralelas, saltaban hacia el cielo, se quebraban, se descubrían, y asomaban blancas y eléctricas sobre el firmamento. Levantó la vista para cerciorarse que se trataba de relámpagos, y supo que se produciría lluvia. Las líneas dibujaron las primeras gotas, él las vio, hasta hubiese podido afirmar que sintió como mojaban su camisola. En esa orfandad, hecha de sed y de aridez, y ante el posible diluvio, buscó en los márgenes el refugio. Por suerte una de la líneas se adelantaba y dibujaba un rancho, la otra, en súper negro colocó sobre uno de los troncos la palabra bar. No tuvo percepción inmediata del portazo, solo notó que ella se despedía, la línea le construyó un ademán, que esfumó, para que no se convirtiera en gesto. Dándole la espalda, la joven caminaba muy lentamente hacia el cerro, la línea traviesa, le colgó una bolsa de tela sobre la espalda, la otra la completó con verrugas irregulares. La sensación es que aquel recipiente escondía objetos deformes, bien podrían ser víveres sueltos que se acomodaban según la elasticidad del sitio. Abandonó a la muchacha que se dirigía a un destino incierto.  Las líneas abrieron la puerta del bar, se apresuraron a dar forma al mostrador, mesas y sillas, hasta le regalaron una botella abierta de ginebra con un vaso a su lado, a todas luces mugriento. Las líneas se agitaron,  y estirándose, desde el estaño inflaron al cantinero. Un pelo retinto, con vericuetos endemoniados le poblaba la frente. En uno de sus pómulos una cicatriz, la cuchillada maleva que nunca falta. La sequedad le raspaba en la garganta, mientras una línea se entretenía en hacerle un gallo a la cumbrera del techo, y la otra, menos laboriosa, construía la telaraña. Sin embargo algo lo inquietaba. Sentía la ausencia de cosas importantes, no podía recordarlas. Hizo un esfuerzo y obligó a una de las carbonillas, en el costado izquierdo, a plantar la cancha de bochas. Cómo por asociación colocó un par de contrincantes. Retornó la vista hacia el mostrador, en su centro colocó a un personaje recién llegado. El hombre era extremadamente delgado, solo un finito degradé de grises que comenzaba en el negro intenso de las botas, e iba arratonándose en franjas sobre la bombacha de campo, y solo un contorno, prácticamente sin sombra, resaltaba la camisa blanca y el rostro, que se adivinaba por el remate: un sombrero negro profundo, atravesado por una banda lloviznada produciendo un corte entre el ala y la copa. Frente a él, como esperándolo, había quedado aquel forastero. Armó su brazo derecho con un poncho y un facón, en el izquierdo un jarro de losa cachuzo, que la carbonilla especialista, resaltó con un lamparón de oxido alrededor del asa. Tomando distancia lo observó, todavía faltaba algo pensó. Entonces la carbonilla, garabateó en el blanco de su fisonomía una dentadura con ausencia de piezas y en tensión. Reconoció en ella a la rabia. Se distanció un poco más, tanto como para visualizar todo el encuadre. Le dio un vistazo a la cancha de bochas y sus contrincantes, miró al cantinero detrás del estaño, a la puerta, al camino hacia el cerro, a la muchacha caminando con el sobrepeso de su bolsa en la espalda. Vio los relámpagos y algunas gotas de lluvia. Por último lo impactó nuevamente el forastero con su arma, como queriendo avanzar fuera del cuadro. Llegó a la conclusión que a la obra le  faltaba dramatismo. Le echó la culpa al blanco y negro. Se acercó más y más, abstraído por la composición, no se dio cuenta que el facón se introducía en su abdomen. Su sangre manchó la hoja y chorreó hasta el piso del local. Fue su obra póstuma.