jueves, 26 de junio de 2014

Pincelada de mis personajes

Emilio 
Otro personaje de la novela inédita
"Comesandwich"

Portador de una delgadez quijotesca, el perfil de una moldura decorativa. Refugiaba su timidez en un traje con chaleco de buena hechura, gastado y brilloso de tanto  pasear por él la plancha.  Emilio descendía de una familia patricia, de esas que en tiempos de la liberación colonial acaudalaron inmensas fortunas y leguas de campo, gracias al contrabando, a la pulpería, o a  pasearse con el ejército arrancándoles a los indios su productivo "desierto".

Emilio heredó el apellido, la propiedad compartida de una bóveda en el cementerio de la Recoleta, en la que se alzaba en mármol la figura del fundador de la dinastía, su tatara-abuelo Salvador María, y una escritura, confeccionada a mano en el siglo XIX,  de unos campos que ocupaban parte de lo que hoy es territorio perteneciente a provincias argentinas y estados brasileños.  

Si Emilio alguna vez sufrió, o se sintió feliz, o estuvo enamorado, o en desacuerdo con algo que le sucediera o sucedía, sus conocidos lo ignoraban. Siempre sonriente, pulcro, con gestos extraídos de la sociedad más aristocrática, no se permitía transparentar sentimiento alguno. Emilio sabía inglés pero prefería recitar en francés. Ningún tema de conversación le era ajeno, filosofía, historia y arte, su predilección.

Se manifestaba con erudición de cortesano. Su linaje habitaba condecorado por gobernadores, diputados, hombres de campo, y algún soldado. Gente preparada para ser servida y apetecida,  convencida que la reproducción eterna de la pampa húmeda, era su privilegio del ocio.

Hasta mediados del siglo XX, la estirpe continuaba apareciendo en sociales de la Nación, comunicando los acontecimientos importantes: "un viaje a Europa, el casamiento del hijo del general con la hija del ministro, una misa en recuerdo de la tía mariquita, la abuela Felisa guarda cama, asistieron a la fiesta campestre con vestimenta adecuada a la ocasión.... "

La madre de Emilio fue la primera mujer en conducir su propia voitturé en el país, el padre, de los que gustaba tirar manteca al techo en los cabarets de París. Los hechos sucedían mientras el abuelo hipotecaba campos, costumbre de época.
El hidalgo tirador de manteca murió un día sin un céntimo, tal vez resbalando sobre el último pan que envasó Sancor. La dama, enterada de lo acontecido a su esposo, quedando sin fortuna visible, no envolvió más su cabellera en el viento, y abandonó su convertible en un monte pío. Desde entonces, se dedicó a catar las más diversas bebidas, primero importadas, luego nacionales y más tarde, las destiladas en alambiques caseros que habitaban los más sórdidos parajes. El delirium tremens la eyectó de la vida.

El piso de la Avenida Alvear se fue debilitando, palideció hasta lucir progresivamente anémico. El sol que penetraba por sus grandes ventanales, sin que nadie lo advirtiera, se volvió una pátina plomiza en espacios que históricamente, majestuosos, sostenían la cúspide del abolengo familiar.

Once años disimulando la quiebra. La creatividad ayudó a Emilio, su hermana y hermano menor, a sobrellevar la decadencia. Vendieron, una a una, las firmas importantes que ambientaban las paredes de los salones. Un destino pignoraticio también encontró los jarrones de las diferentes dinastías orientales, las alfombras persas, los gobelinos, las primeras ediciones, artísticamente encuadernadas, de obras prestigiosas. Al principio, se ocultó el desmantelamiento, los originales fueron reemplazados por reproducciones, los pisos por encarpetados con alfombras sintéticas recurriendo al pretexto de la modernización y los libros faltantes, con una utilería, consistentes en un bastidor rectangular de madera balsa forrado con cuerina, imitando los lomos de una colección. Con el fin de zanjar las preguntas indiscretas por la ausencia del mobiliario valioso en los salones, colocaron una escalera de tijeras, abierta en el centro de la recepción, acompañada por tachos de pintura chorreante y unas brochas esparcidas por el piso, fingiendo una refacción.
La servidumbre cobraba sus salarios atrasados con algunos objetos que sabían reducir en la calle Libertad,  algunas estatuas de menor valor que encontraban en el jardín de invierno. A esta altura resultaba imposible cubrir el deterioro.

Después llegó el remate del piso, lo que se sacó por él no llegó a cubrir las deudas de expensas e impuestos.

Emilio y sus hermanos tomaron diferentes caminos.

El varón segundo de una familia de reconocida prosapia, en otras épocas, frente a la orfandad y el desamparo, contaba con dos opciones igualmente venerables, convertirse en soldado o en sacerdote. Pero era la década del 70. Enamorado de los uniformes, el hombre con buen tino, eligió ser agente de la policía federal. Este no fue el caso de la hermana, que sin ser hermosa, ni estar preparada para ser una secretaria privada, administrativa o simple recepcionista, eligió explotar su apellido, cobrando por aparecer en el staff de publicaciones de dudosa honorabilidad, con el único objeto de darles lustre. Esta primera actividad, fue el inicio de una carrera meteórica, utilizando su apellido como estandarte en el frente de batalla.

Para Emilio, encontrar su lugar en el mundo fue más crítico, como hijo mayor, adhiriendo a esa filosofía tan particular en la que creció (un positivismo feudal, fisiocrático y liberal), en circunstancias normales, tendría que heredar y administrar los bienes de su estirpe. Pero de todo aquel esplendor solo le quedaba su presencia, aquella mirada de júbilo por lo europeo, su desdén aristocrático por las manifestaciones populares, su menosprecio por aquellas expresiones que escuchó: "hay que ganarse la vida", "el trabajo es salud". El primer día recorrió las calles, indefenso, era casi un sonámbulo imposibilitado de tomar conciencia de su actitud. Llevado por una nebulosa desembarcó en un hotel, que presentaba a la prensa un nuevo destino caribeño

En la recepción unas señoritas muy agradables, pedían a los asistentes que identifiquen al medio de comunicación que representaban, señalándoles una canasta para depositar la tarjeta personal. "Represento a Editorial La Rochela", dijo espontáneamente Emilio, mostrando su enamoramiento por lo francés y por los sucesos de aquella revolución de 1789. Acto seguido, puso una tarjeta personal en la mano de la interrogadora, en ella figuraba solo su primer nombre acompañado por María, sello repetido en su casta, proveniente del famoso tatarabuelo que hoy toma fresco, en el mármol esculpido de la Recoleta y por fin, su lujoso apellido.
                                                           Eduardo Wolfson






jueves, 19 de junio de 2014

Pincelada de mis personajes



Deborah
Otro personaje de la novela inédita
 “Comesandwich”
   
Pertinaz e impertinente productora de Radio Nacional. Una joven atractiva y estrafalaria para vestirse. Sus compañeros la llamaban "la rusa". En sus agendas convivían las grandes personalidades políticas, junto a teléfonos de actores de valía y varias aprendices de vedette. Así misma, en rueda de conocidos y tal vez con alguna copa de más, se definió como una mujer, que nunca fue tocada por la barita de la ética o la moral, si conseguir algo se trataba. Deborah llegó a la edad madura en aquella radio. Su aspecto había perdido la frescura, solo quedó un rostro con grietas disimulada con una sobrecarga de maquillaje. Tomó el hábito de enfundar sus piernas en unos pantalones blancos muy estrechos, elevando sus contornos flácidos, comprimiendo la cintura.
Como productora, sobrevivió estoicamente a todas las pequeñas conspiraciones, que Golpes de Estado y dictaduras cívico-militares comprometían en los medios de comunicación. Cuándo llegó la democracia bajó la guardia. Se sintió por primera vez tranquila, pensó que la batalla por su estabilidad estaba ganada.

El nuevo director de la radio, exigió achicar el presupuesto, y pidió listas de personal. El hombre muy equilibrado, utilizando métodos propios, decidió dar de baja, primero a todos los que tengan apellido judío o parecido, segundo aquellos que hayan superado los 50 años, y tercero, a los sospechados por zurdos. En la última categoría, la productora estaba ausente. Deborah quedó en la calle, rescatando tan solo una agenda envejecida y desactualizada. Sus compañeros de trabajo, enterados de la noticia, agacharon la cabeza. Otros, entre ellos y en los pasillos, en voz muy baja repetían para auto consolarse sobre el infortunio corrido por su compañera: "la rusa consigue laburo enseguida, es tan desfachatada que siempre pasa al frente", a algunos, la situación les excitaba recuerdos: "¿te acordás, que mina era la rusa cuando entró? ¡Le perdonabas cualquier cosa!, hasta que sea rusa". Aquella tarde, Deborah,  sintió de golpe, ese calor menopáusico que ascendía desde el pecho, pasando por el cuello, ocupándole la totalidad del rostro. Con el sudor, asomó una lágrima, su gusto salado se introdujo en su boca para alcanzar la lengua. Tomó conciencia de que estaba llorando. ¿Cuánto tiempo hacía que no se permitía llorar?, tantos años que ya no recordaba. Los hombres, en sus manos, siempre fueron juguetes que sabía manipular con sus encantos.

En otros tiempos, un Director advenedizo no se hubiese atrevido a insinuar su expulsión, todo lo contrario, la elegiría su persona de confianza, su correveidile, su mujer orquesta. Al fin de cuentas, ella tenía un buen cuerpo y por lo demás, la ética y moral, eran dos palabras que no estaban en su diccionario. Solo ella sabía, que para conservar su puesto, más de una vez le tocó señalar gente, o ideas de otros, presentarlas en los informes como propias. Definitivamente, ética y moral eran sonidos de muy escasa intensidad.
En la toilette de una confitería, Deborah se enfrentó al espejo. Vio un rostro que intentaba abrirse paso, franqueando gruesas capas de maquillaje derretido, mezclado con rimel y lápiz labial. Con una toalla de papel, fue quitando ese mejunje, hasta que lo oculto se hizo evidente, ¡treinta años más! Descubrió que el esplendor murió y comprendió, que para volver a triunfar, solo le quedaba esa nueva figura y los recursos de Celestina.

Tuvo la seguridad, que esa imagen nueva no era una presencia momentánea como muchas otras, que junto a las relaciones públicas, llegaban y se esfumaban sin dejar siquiera una aureola. Esta vez no. Sin brillo y opaca sintió que iba a durar, suplantando a todas. No supo por qué, recordó a una vieja conocida que solía ejercer una especie de renovado psicoanálisis en la mesa de cualquier café: "para reponerse de las perdidas, hay que permitirse el luto, y este implica un proceso, una larga etapa con escollos que debemos transitar". Deborah percibió a su vida como un torbellino. Ella nunca se permitió lutos a pesar de ser consciente de muchas pérdidas.

                                                                    Eduardo Wolfson

lunes, 16 de junio de 2014

Pincelada de mis personajes

 Aurora

Otro personaje de la novela inédita
 “Comesandwich”

Se quedó arrinconada en la mesa con el vaso de whisky en la mano. Así  Aurora pasó horas para sorpresa de los habitué del bodegón de la calle Lavalle. Fue un mediodía invernal cerca del Palacio de tribunales. Se sentaba en la mesa que se juntaba con el mostrador. Para todos esa era la mesa de Aurora. Ella, apenas posaba su mirada sobre los otros.  Extraía de su cartera aquel libro, siempre el mismo, de páginas ajadas y amarillentas, separaba una rosa seca que le servía como señalador y se introducía en la lectura, sosteniendo el vaso de whisky.
Aurora era alta, o impresionaba serlo, tal vez por su pollera oscura, larga y recta, que acompañaba con una blusa blanca, siempre inmaculada. Mangas largas abrochadas y cuellito levantado, que se confundía con la piel de su rostro extremadamente pálida,  extraviada tal vez, en tiempos de románticas tísicas que se empeñaban en dejar una pequeña gota de sangre como un sello de identidad. Solo sus mejillas apenas rosadas, contrastaban con su presencia casi fantasmal.
Siempre la misma hora de llegada, la forma de abrir y leer  el mismo libro, señalado por la misma rosa. Siempre una extraña avidez, primero por pinzar sus dedos el vaso de whisky, y luego del primer sorbo, un desinteresado abandono de la copa sobre la mesa.
Cuando el mozo le servía la comida, Aurora cerraba el libro apretando la rosa y lo guardaba en el interior de su cartera. Era un maletín de cuero de cocodrilo, una solapa cerraba varias divisiones que aprisionaba una hebilla de bronce brillante. Comía delicadamente, los cubiertos se deslizaban sobre el plato, como suspendidos, totalmente ignorantes de la existencia de la Ley de gravedad. Más tarde, rutinariamente ella se levantaba, dejando en el vaso, dibujados sus labios con rouge y un poco de whisky. Sobre la mesa, depositaba el importe de lo consumido en forma exacta, y se retiraba.

Pero aquel día algo cambió. Aurora se quedó arrinconada en la mesa con el vaso en la mano. No hubo libro, no hubo rosa, no hubo lectura. Un solo trago dio con todo el whisky. Sus manos aprisionaban el vaso, la mirada perdida y el rostro desencajado. Lo habitual desapareció de golpe, aquella mujer se transformó en un dibujo inseguro, en un rezago olvidado en una liquidación barata.
                                                                                          Eduardo Wolfson









sábado, 7 de junio de 2014

Pinceladas de mis personajes


En las próximas semanas, iré describiendo a los personajes centrales de mi novela “Comesandwich”, inédita, por supuesto.

Yaco ¿Fundador de Comesandwich?


Muchos lo han negado y otros se atrevieron, sin medir las consecuencias, a señalar a Yaco como el fundador de Comesandwich. Después de hurgar un tanto en fechas, lugares y acontecimientos, estoy seguro que es uno de los candidatos más firmes. Cuándo lo conocí, era sin duda el referente de aquella heterógenea hermandad. Su figura patriarcal reforzaba esa imagen. Alto, panza prominente, calvicie avanzada, cuidada barba y bigote blanco. Gran parte de su vida transcurrió sosteniendo tres pilares: la religión, la cultura y el mantenimiento de una posición económica. Era hijo de un rabino de gran prestigio en la comunidad judía. Contaba poco de su infancia, siempre recordaba los hechos sangrientos de la semana trágica. Entonces, sus ojos siempre vivaces perdían brillo, ese estado de ánimo duraba lo que tarda en desaparecer un suspiro. La voz de Yaco era potente y grave, proveniente de un porte fisico que en todo momento se hacía notar.

Estudió ingeniería y se especializó en suelos. Se casó con una muchacha judía aficionada a las artes plásticas. Su fortuna personal fue en aumento mientras venían al mundo tres hijos.
El balance lo hizo en el balcón terraza de su piso de Belgrano. Sintió que 70 años se le esfumaron como arena fina entre los dedos. 40 años pasaron de la compra, cuando todavía el edificio era solo un proyecto. Al inaugurarlo, pisó su balcón terraza del último piso y como  lo previó, tuvo ante sí un gran paisaje de verdes que se desdibujaban en un río que divisaba a un kilómetro y medio. La libertad visual de aquella extensión, fue la certeza de muy pocos días.

Sentado en la reposera, lo inquietó el trabajo de unas excavadoras en el terreno de enfrente. Así surgieron grandes estructuras de hormigón que avanzaron hacia el cielo,  rodeando  su balcón terraza. En pocos días, Yaco se sintió vigilado por seres, que se amparaban detrás de cientos de ventanitas. Los hijos crecieron. Por una razón u otra, atávica tal vez, vaya a saber, todos abandonaron, no solo el hogar paterno, sino también el país. A lo mejor, tradicionalmente errantes, quizás perseguidos, puede ser.

Lo que vino después, Yaco no supo sí se debía pura y exclusivamente a la crisis económica o a su incapacidad personal para retener lo hecho. En la mesa del comedor, comenzaron a acumularse cuentas de servicios vencidas, demandas judiciales, peticiones de embargo.

 Con ese extraño síntoma de saberse vigilado, desde esa reposera en el balcón, Yaco me relató que supo esa tarde que en ese sitio estaba acabando como un rito su pasado, incorporándose un después, tan solo una mueca que iba a permitir cambiar su destino, antes de entrar en el guiness de los records.

Yaco reconoció dos debilidades, la de regodearse viajando lujosamente, y la de sentarse a buenas mesas, probando las bebidas y comidas más exóticas y finas al paladar. En ese instante de balance, registró que durante un tiempo prolongado estos deseos se cumplieron. Efectivamente, gracias a su holgada economía, pudo conocer las grandes capitales del mundo, los mejores hoteles y los restaurantes tradicionales de cada lugar. Pero con todo, Yaco sintió que nunca pudo gozar totalmente de esos placeres. Como una revelación divina, desde lo más oscuro de su inconsciente surgió la causa. ¡Siempre tuvo que pagarlo todo! Juntar el dinero a utilizar, le llevaba mucho más tiempo que gastarlo. El primero era un tiempo que le parecía eterno, el segundo efímero. La posibilidad de darse placer se esfumaba como el segundo tiempo.
La solución vino como un relámpago del cielo. Yaco abrió los brazos como para alertar a su esposa, pero se arrepintió. Por más que amaba a esa mujer, se dio cuenta que ella no podía estar contenida en su proyecto. Yaco se había propuesto viajar, hospedarse, beber y comer de lo mejor hasta el fin, sin gastar jamás un solo peso, y un viajero, necesitaba despojarse de todos los bagajes acumulables y de todos los sentimientos para poder disfrutar, para que ninguna preocupación, enturbie la posibilidad del maná permanente.
Eduardo Wolfson



domingo, 1 de junio de 2014

Pinceladas de mis personajes

         Teoría de los patrones


Con el índice y el mayor, apresó el cubo de hielo que flotaba en el vaso de whisky medio lleno. Le dio impulso, persiguiendo la trayectoria circular del recipiente, gozando de la ingravidez que le proporcionaba el líquido ambarado. Los estudiantes rodeaban su mesa en silencio ritual, esperando ansiosos el consejo del sumo sacerdote.
             
            Carlos passos, conocido como el gurú de las minifaldas de gamuza, con cuarenta y tantos años distribuidos en su espalda, pasaba la mayor parte del día en la mesa, junto a la ventana del bar Diógenes. Vivía enfrente. Le gustaba mezclarse con el humo, derrochado y acumulado entre esas paredes por los futuros filósofos.
            Sopesando el silencio de los muchachos, después de pinchar una aceituna, murmuró en un porteño gangoseado una frase, que produjo en los oyentes un rictus de ignorancia expectante.
            “La teoría de los patrones”, repitió, esta vez modulando mejor.
            Los que aguzaban orejas cruzaron miradas, tratando de desentrañar cada uno en el otro, el sentido de aquella oración.
            Parsimoniosamente, Passos estudió a uno por uno y expresó: “Si quieren ganarse a una mina para que participe de un encuentro solidario, tienen que conocer y poner en practica la teoría de los patrones”.
            Ninguno se atrevió a señalar su ignorancia, al contrario, asintieron, como si supieran de qué se estaba hablando.
            “Es muy fácil –aseguró y continuó-, todo es cuestión de que uno oficie como patrón y que los demás ejecuten sus órdenes sin dudar”.
            Pepe le sonrió a Quique, este no retribuyó, e interrogó en voz alta, captando el deseo colectivo: “¿Y quién de nosotros tendría que ser el patrón?”.
            Un resplandor brotó de los ojos pequeños del ex rufián devenido en fabricante de trapos. Antes de responder, en el paneo previo, con disimulo, tomó un sorbo de whisky:
            “Si entendieran la teoría de los patrones, en lugar de discutir por serlo, tratarían de volverse invisibles para que no los agarren como candidatos”.
El “¿por qué?”, provino de Paco.
            Passos pisó sobre el final de la frase:
“Porque el patrón conduce pero no toca, mira pero no arrima. Seduce a través de sus encargados”.
El escarbadientes atrapó al cubito de queso. Se tomó su tiempo y agregó:
“Ser patrón, es el piolín del Yoyó. Cuando baja el carretel, uno piensa que va a poder expulsarlo, y lanzarlo para siempre de la canaleta en que vive, pero de pronto, ella vuelve a enroscarse con una velocidad poderosa”.
                                                                         Eduardo Wolfson