domingo, 28 de septiembre de 2014

Otro que no es cuento

Júbilo.




- Lo vi genial a Pascasio, te lo juro. Estaba feliz y cambiado, parecía un purrete che. 40 años consecutivos de trabajo que llegaron a su fin. ¿El premio?, la jubilación, ¿entendés?  Recuerdo que Pascasio se acercó a la ventana y aspiró un aire nuevo, me dijo: “Es el primer día desde que tengo uso de razón que solo haré lo que quiera, y así, todos los días que me restan de vida”. Créeme, desplegaba una sonrisa abierta que jamás tuvo. En pijama, sin ponerse las chancletas, se desplazó por el mosaico frío hasta la cocina, dispuesto a gozar el mate mañanero. En la pava colocó más agua que de costumbre. Eligió el mate grande y la bombilla curva. “Tengo las horas que quiero para tomar mate”, me dijo. Pascasio reía, caminó practicando pasitos de baile alrededor de la mesa de la cocina. Se afeitó, me dijo que había llegado el momento de usar un traje sin estrenar, que lo esperaba acurrucado hace 25 años en el placard con todas las cuotas pagas. Estaba entero, contento, joven. Hinchaba el pecho y se deleitaba, exhalaba lento, se esmeraba por no apurarse, enamorado del diminuto soplido. Salió a caminar solo. Al día siguiente le pregunté por el paseo, me contó, que la fuerza de la costumbre le jugó una mala pasada. Aquella caminata libre le dio la sorpresa de un final conocido. Se encontró de golpe en la esquina de la fábrica, ¿me podés creer? “Cuarenta años haciendo este recorrido, si seré boludo”, dice que pensó en voz alta, y me mostró un gesto obsceno que le hizo al edificio. Paró un taxi con destino al centro. “A esta hora tendría que estar haciendo el balance semanal”, habló solo el Pascasio, y no pudo contener la risa que acabó siendo carcajada. Se dio cuenta del ridículo cuando se percató de los ojos del tachero en el espejito retrovisor. Las mejillas se le inflaban de satisfacción, cuando me mencionó que no recordaba haber visto nunca las calles de la ciudad a esa hora. Eran las tres de la tarde, entró al cine, y se dio el lujo de ver la última de terror. Un pibe che, un pibe gozando de la adolescencia que no tuvo. Me contó que en la fila 15 vio con fantasma los subtítulos en el cinemascope. Yo le dije que no se preocupara, que eso era una boludez “Tenés razón, mañana pasaré por la obra social de jubilados para hacer unos ajustes, y después me iré de viaje”, me dijo.  Al día siguiente se levantó a las cinco y media de la madrugada para ir al hospital, la misma hora que lo hacía cuando trabajaba. Así que la cosa no le costó mucho. Me contó que llegó silbando. Le dijo a un tipo grandote en la puerta que necesitaba ver a un oculista. Sin pronunciar palabra, con el dedo índice, le señaló una cola de una cuadra y media. Una doña encorvada que pasaba, se le acercó al oído y murmuró: “a las ocho menos cuarto comienzan a entregar los turnos”. Pascasio le agradeció, se puso detrás del último, y para entretenerse escuchó la conversación de los que tenía adelante. Una desdentada se quejaba de no poder estar parada por las varices. Un hombre admitió que se cumplía un año pidiendo fecha para que lo operen de próstata. Pascasio, siempre optimista, agradeció al cielo por tener solo un poco de problema con la nitidez de las letras, y para no aguar el día, se entretuvo leyendo un afiche de turismo que ofrecía la mutual.
Cuando llegó a la ventanilla faltaba cinco minutos para las doce, así que la señorita se reforzaba con un sanguche, mientras comentaba el casamiento de una prima con una que estaba sentada en el escritorio de atrás. Pascasio me decía, que en su vida fue invitado a pocos casamientos importantes, pero que se impresionó mucho, cuando escuchó de la hambrienta que las sillas de la fiesta estaban todas vestidas. Cuando masticó el último bocado del sanguche, la chica fina cerró la boca, entonces Pascasio aprovechó y dijo:“ quiero ver al oculista”. Dice que la piba hizo un gesto parecido al de un sargento norteametricano que actuaba en la película de terror. Con un dedo señalando una tapa de madera en el exterior de la ventanilla, le exigió:“ Credencial de jubilado, último recibo de haberes, DNI, y para finalizar, orden del médico de cabecera”. Pobre Pascasio, dijo que se sintió desnudo, cuando la princesa de la ventanilla, lo sermoneó a través de un amplificador de voz recriminándole que le hacía perder el tiempo, que sin la orden del médico de cabecera, ella no podía derivarlo a un oftalmólogo, y que no tenía excusa, diciendo que él no lo sabía, porque como jubilado estaba obligado a saberlo. Y agregó: “Claro, ustedes tienen todo el tiempo del mundo y se vuelven vagos, indolentes e insolidarios con el tiempo de los demás, que si vale”.

"Retinofluoresceinografía', fue la única palabra que oyó Pascasio del oculista, y le extendió la receta. Pero él a esta altura del partido ya se había acostumbrado, habían pasado cuatro meses de aquel primer día que lo retaron. Del viaje a proyectar ni se acordaba. Todos los días hacía una cola distinta para obtener turnos médicos y órdenes para análisis. Los jubilados que compartían con él las filas, se iban pasando datos de trámites, tratos y tretas. Pasos más, pasos menos, siempre se llegaba al mostrador. Allí, una señorita histérica, o  muy atenta, masticando chicle o tomando mate cocido, luego de tener una charla con su compañera sobre un casamiento, se dirigía a la gente de la cola, y decía cosas como: “todavía no es el tiempo de sacar turno”, o “que hay que venir más temprano porque los turnos se agotan rápidamente “. Pascasio tomó el hábito de presentarse siempre en ayunas, aunque nadie se lo había pedido, él lo sentía como un rito necesario. Yo lo empecé a notar raro, el cabello se le caía más que de costumbre y que una cumbre nevada de caspa se derramaba sobre su indumentaria veraniega. Por fin obtuvo un turno para el 7 de enero del año siguiente,  fecha ideal, por otra parte. Navidad y año nuevo, anidaron jubilosas en el alma de Pascasio, sabía que el 7 de enero por la mañana le harían el examen y esto le apetecía como un regalo de reyes, con un solo día de atraso. Pascasio sintió en la noche previa la ansiedad de la niñez, prácticamente no cerró los ojos esperando el sonido del despertador. El amanecer lo encontró bañado y afeitado, estaba sin dudas alegre, hasta los vecinos lo escucharon tararear melodías clásicas e inolvidables. Su estado de ánimo era tan impecable, que no se mostró para nada molesto, cuando la empleada simpática, masticando siempre chicle, luego de charlar con su compañera sobre el gusto raro que tenía su suegra para hacer regalos, selló unos papeles y se los extendió a Pascasio para que los entregue tres pisos más arriba, comunicándole que el ascensor no funcionaba. La secretaria simpática mascadora de chicle y siamesa de su computadora, le sonrió fabricando un tímido globito bucal. La cola del tercer piso, dijo Pascasio que le vino al pelo, para poder relajar la agitación que le trajo la escalera
La señorita de la ventanilla del tercero, miró la orden y demás papeles y con voz chillona expresó: ¡Aquí falta el fondo de ojos! Pascasio me contó que se puso colorado y levantó los hombros. La piba, que parece que era gauchita, tecleó en la computadora y como de una galera, extrajo un sobre turno para el15 de enero. Pero fijate lo que es la mala suerte. Ese 15, la mutual se  quedó sin gotitas para dilatarle las pupilas.
Mientras intercambiaba opiniones con su compañera, acerca del menú que iban a elegir para el mediodía, la secretaria le comunicaba al Pascasio que era imposible en ese momento obtener así como así, un turno para aquella orden, de tan pintoresca tecnología ocular. La joven, meticulosa, exploró su teclado integralmente, se encontraba a un paso de darse por vencida, y de pronto, gritó "¡Eureka lo encontré!". Le extendió al hombre un papelito impreso, tenía turno para el 2 de febrero a las 9 Hs.,

El  2 de febrero, Pascasio exhibió la orden a una señorita tal vez simpática, pero que lucía terriblemente aburrida, ya que no disponía de ninguna compañera para comentar sobre el reciclado de la cocina de su cuñada y tampoco, tenía el alivio de una goma de mascar. La muchacha analizó el papel minuciosamente, luego observó a quién se lo entregó y dijo como desinflándose, < acá, esto no se hace >. Pobre Pascasio, tomó  una coloración verde, que a la empleada instruida e informada le recordó al descontrol del increíble Hulk cuando algo lo trastornaba. Un poco atemorizada tomó un teléfono auxiliar, exhaló un murmullo apenas perceptible y colgó. Señalando con su mano derecha un pasillo amplio, atestado de personas, vociferó: <Siga por allí, hasta gastroenterología, a las personas de su edad no les viene mal hacerse una videocolonocospía>.
Amansado, pálido, adelgazando y sin fuerzas, Pascasio tuvo que caminar muchos pasillos durante meses y en distintos horarios, para llegar a perder en definitiva su hombría. Unas enfermeras de blanco lo escoltaban, boca abajo sobre una camilla, mientras el médico introducía una camarita en su ano, sin anestesia.
A Pascasio lo dejaron en una silla de ruedas para que se reponga, cerca de la entrada principal del hospital. La gente entraba y salía, molesta por el objeto, corría un poco la silla, lo daban vuelta, y el que seguía lo hacía avanzar un poco más. Al comenzar a rehabilitarse se dio cuenta que era un estorbo en la mitad de la vereda. Trató de levantarse apoyándose en el rodado, que al no estar frenado se le vino encima. Su cara contra el mosaico, la prótesis dental fue a parar al agua estancada. Dos tipos que pasaban, lo levantaron, comentaron entre sí “la indiferencia de la gente, que mejor no morir de viejo”, lo apoyaron en la pared del hospital y se tomaron un taxi. Pascasio avanzó apoyado en la pared, en la parada del colectivo se sostuvo en el palo y sacó del bolsillo las monedas. Un grandote vino de atrás, lo tomó del cinturón, el pendejo del primer asiento no pudo hacerse el distraído, así que con la pachorra del mundo se lo cedió. Era de noche cuando lo bajaron en la terminal, menos mal que vivimos a una cuadra. Yo estaba tomando mate en el puerta, él venía tambaleándose entre árboles y postes, me apresuré para ayudarlo. Cuando estuve cerca ví su estado, no lo pude creer, y pedí auxilio a los vecinos. Lo pusimos en su cama, una doña le preguntó si lo habían asaltado, él no tenía aire para contestar. Sin embargo a mi me guiñó un ojo, tomándome el brazo para que me acercara. Desdentado y baboso me dijo: “me violaron”, después creo que trató de dibujar una sonrisa. Lo dejamos durmiendo y reponiéndose. Al día siguiente me contó, mientras lo escuchaba, se me ocurrió un título para una obra de teatro, “peripecias de la mutual”. Bueno, hoy lo velamos, y armar este velatorio, no es la historia vivida por Pascasio, esta la estamos viviendo nosotros.

                               Eduardo Wolfson

martes, 9 de septiembre de 2014

Capítulo de novela

      Fragmento de la novela inédita de Eduardo Wolfson “Los Comesandwich”

Declaración televisiva de:

Juan Ramón de la Cruz Vera 
(alias Carlitos) 


Sospechoso de ser el autor intelectual de la red de espionaje

Para todos pasé a ser Carlitos el de la alcantarilla, una persona reconocida y esperada en toda la manzana.
      Ahora, cuando aparecieron ustedes, e inundaron con las cámaras, los cables y los micrófonos, la vereda y la salida de mi sótano, la cosa empezó a cambiar. Para llegar a mis clientes, tenía con el changuito y los termos que esquivarlos, cosa que no era para nada fácil. Para colmo, me hacían una encerrona para preguntarme por los Comesandwich ¿vio?
      Ya le dije que soy del interior, y al principio solo acumulaba una bronca que no me dejaba pensar. Aunque le parezca mentira, fue la Ambrosia, mi novia de Añatuya la que me abrió los ojos. Me dijo: “Juan Ramón (ella era la única que seguía llamándome así), salí con el guardapolvo almidonado que todo el mundo te está viendo en la tele”. Ella misma, esa mañana, envolvió los sándwiches en un papel transparente y los puso de exposición en el carro. En el anaquel del frente, presentó uno de cada variedad. Estaba el de matambre en pan árabe que era nuestra especialidad, al lado el de milanesa completa en pan francés, le seguía el de bondiola y queso en pan de Viena, y para rematar, un primavera en fugaza con lechuga, tomate y jamón crudo. El conjunto tenía más colores que una paleta de pintor ¿vio? ¡Perdón!
      Al principio fue el alboroto, después los periodistas se ordenaron solitos y hacían fila de a uno, y a su turno, me preguntaban sobre los Comesandwiches y me compraban su almuerzo.
      La verdad era, que yo sobre los Comesandwiches no sabía nada. A los únicos que conocía, y de vista, era al Emilio y a la Aurora. El Emilio andaba siempre muy pintón por el barrio, no le conocía paradero fijo. Era simpático, siempre me convidaba ese cigarrillo que tenía un agujero en el filtro, el que decían que fumaban los maricones. Muchas veces, yo, le dejaba algún café sin cobrárselo. A la Aurora, la veía en la escribanía, cuando llevaba café para su jefe. Si uno la miraba bien, veía que era joven, lo que pasa que se vestía como la patrona de mi abuela ¿vio?,¡Perdón! otra vez.
      Eso es todo lo que sabía, así, que para que no me soltaran los periodistas, tuve que echar mano a mi imaginación, lo mismo que cuando contaba historias a mis hermanitos en Añatuya.
      De los diarios, obtuve los nombres de los otros Comesandwiches, y por las fotos, me di cuenta del aspecto que tenían. Apoyado en esos datos, me fui creando una historia con cada uno, y con algo de suspenso, siempre se las contaba a los muchachos de la prensa.
      Por ejemplo, una vez les dije, que Rembrandt me confió que estaba harto de los funcionarios de cultura porque promovían el negocio y no el arte. Otra mañana, les hablé de la gorda Catalina, inventé que siempre venía a mi sótano a buscar medialunas, hasta que la última vez que la vi, le oí palabras misteriosas. Que con voz de trueno y apuntándome con su dedo índice dijo: “el pueblo no necesita de los funcionarios, él crea su lenguaje cuando se subleva”. Esa frase en realidad, se la saqué a un abogado anarquista que era cliente y me vino como anillo al dedo, porque aparecí con mi changuito en todos los noticieros y programas periodísticos de la televisión. De Yaco, el ingeniero de suelos, como quien no quiere la cosa, se me ocurrió comentarles que era un asiduo visitante nocturno a los túneles del edificio, que llevaba con él un sol de noche, y que me pedía quedarse solo revisando las grietas de las catacumbas. La palabra catacumba, que aprendí de Cardozo, causó un gran efecto entre los reporteros. A la Deborah la escraché como una veterana come hombres. Les conté que siempre estaba acompañada por funcionarios, a quiénes les pagaba el café que me compraban ¿vio?, ¡Perdón!, pero se me escapa. 
      Durante un tiempo, yo fui el que les proporcionó la noticia del día. Ahora me doy cuenta que a ellos no les importaba si era falsa o verdadera, lo importante era contar con una primicia.