domingo, 29 de marzo de 2015

1962

 Relato de "Sobre ráfagas y ausencias"                                                                                           por Eduardo Wolfson

La taza de café entibia mis manos, y el sol mañanero que entra por esa ventana, templa mi cuerpo de 67 años. Vuelvo a repetir, y creo que en voz alta: ¡67 años!. Estoy solo, abrazando la taza de café, calentándome el cuerpo con su líquido oscuro. No sé por qué, asocio a los rayos que invaden el cuarto con la velocidad de la luz. Y un pensamiento trae a otro, aparentemente sin ningún orden, pero sí empujados por el apuro de tener que aceptar, que efectivamente, son 67 años precipitados sin freno sobre un plano inclinado. Dejo la taza sobre el escritorio, miro las pecas del dorso de mis manos, es un obsequio que el tiempo transcurrido deposita en mi piel. Lo hace para que no me olvide de él, para ayudarme a tomar conciencia de lo mucho que me ha acompañado. Sin embargo, no puedo apartar esta sensación de ser, solo un actor de reparto en mi propia existencia, y creo que no exagero, si digo que no alcancé ese rango. Tal vez, en mi vida soy un extra, de esos, que para su entrada en la filmación de una escena, requieren su presencia desde la primera hora, y se lo humilla, abandonándolo entre reflectores y cámaras, obligándolo a sobrevivir en pequeños espacios hacinado junto a los otros de su condición. ¿Que hay un sueño?, por supuesto que lo hay. Cada uno de los que se apiñan en el lugar, lo tienen. Todos anhelan con llegar a ser el primer actor, compartir con otros el mundo de los protagonistas. En ese tiempo de espera, casi eterno, que están en el rincón para no molestar, intercambian estrategias. Se experimentan inmensos, gozando la envidia de los otros, cuando en una multitud de extras, la cámara toma un primer plano de su rostro. Después, el día del estreno, no sabe por qué, y como no conoce a nadie, nadie le explica porque su escena fue cortada, interrumpiendo abruptamente su porvenir.  Si, en esta vida soy un extra de 67 años, de esos que no sacan premios, y que por mucho que caminen, jamás firman un autógrafo. No los invitan, y no disponen de lo suficiente para pasearse por los festivales. Retiro la taza, ¡que extraño!, entre el cristal que la cubre, y la tapa del escritorio, está esa foto amarillenta con mis compañeros de tercer año del secundario. Sé que son los de tercer año, por el cartelito que Graciano sostiene, arrodillado en el frente. No salgo de mi asombro, me acordé del flaco Graciano, no estoy tan lelo. ¡Haber los otros!: este de la punta es Bavio, vivía en Villa Soldati, en un carnaval fuimos a bailar a un club del barrio, dónde su padre, creo que era tesorero. Este de atrás, el alto, es Riboira, un traga de aquellos, tenía las mejillas muy rojas, siempre nos contaba sus proezas sexuales. Su record, y por qué no creerle, fueron diecisiete polvos seguidos en un quilombo de la calle Carlos Calvo. Nos contó, que su mayor emoción, fue: “cuando le arranqué los botones de la bombacha a la mina”. Los petisos de adelante son Acosta, Amarante y Rojas. En la segunda línea está Monzón, y este de al lado…¡Soy yo!, gordo con anteojos gruesos y con sonrisa de yo no fui. Claro, en ese  año, los azules y colorados, impidieron que se cristalizara mi primer amor y el de muchos de mis compañeros. Estoy seguro, que ahí comenzó mi encontronazo con los militares. También, estos tipos siempre tuvieron muy poco tacto. Justo el día de la primavera, se les ocurre jugar a la banderita. Y ya se sabe, cuando ellos juegan nuestra posibilidad de recreación se anula. La turbación no me dejó dormir la noche previa, salíamos en el micro a las siete de la mañana, pero a las seis y media, estábamos todos en la puerta del colegio. ¡Que algarabía!, diferente a la de cualquier año, esta era mucho más intensa. En Bella Vista, nos habíamos dado cita con una división del normal de mujeres. Quien más, quien menos, escondía en su timidez un flechazo con alguna de ellas. Pero los tanques, a la altura de Campo de Mayo nos cortaron el camino. Por seguridad, nos volvieron a casa, según ellos no éramos el enemigo…, siempre tuve mis dudas. A partir de la orden, el ómnibus fue una tumba, matizada por alguna que otra puteada escondida en el anonimato. Con los sándwich y la coca cola sin tocar, volví vencido al departamento de mis viejos. Allí me esperaba el abrazo más fraternal, supe como se recibe a un hijo que retorna del frente. Mi bronca se ahuyentó, en la medida que crecían los partes por Radio Colonia en la voz de Ariel Delgado. Sin duda había revolución. Papá y el abuelo estaban en casa, mamá y la abuela compraron toda la harina y los fideos que supieron conseguir. Lloviznaba en el barrio de Caballito, era casi medio día cuando nos sorprendió el portero eléctrico. Los tíos y mis primos del parque Chacabuco pedían asilo político en casa. Papá agrandó la mesa y comimos en el comedor. Las mujeres de los refugiados colaboraban con las locales en el servicio, mientras los hombres, con un cinzano, unas aceitunas, unos daditos de queso y mortadela, trataban de desentrañar la realidad, y adivinar un posible vencedor. La familia que albergamos fue evacuada por hombres vestidos de combate. Muy pronto, una fila india de tanques se detuvo en contramano sobre la calle Quito. Para que escuchar Radio Colonia, si teníamos la revolución en planta baja. Una nueva duda, nos proponía una adivinanza a los adolescentes: ¿de qué bando eran?, y los que se atrincheraban en el parque, ¿eran los mismos, o los otros?. Así pasamos al primer plato y las milanesas con puré, pero antes del postre nos encontrábamos en la terraza del edificio. La alarma fue una detonación y la confirmación radial: los azules bombardeaban Parque Chacabuco.  El jefe de familia de nuestros parientes, hombre de pocas palabras, caminaba mecánicamente por el pasillo del lavadero. Lo recorría de una punta a otra, y volvía a hacerlo, reincidiendo armónicamente. Sin embargo, recuerdo que observé, que sus mejillas enrojecían en cada vuelta, tuve la sensación, también por sus ojos vidriosos, que podía llegar a estallar.
El pedido de José, el portero, fue la sobremesa. El hombre, habituado a ser mandado, oficiaba, en ese momento, de mensajero castrense. Los insubordinados de los tanques pedían ayuda a la población civil. Precisaban telas blancas para cubrir sus vehículos deportivos en señal de rendición, y evitar, que los aviones puedan bombardear la formación. Las mujeres de la casa, visitantes y locales, desaforadamente, rastrearon cada rincón de placares y alacenas, investigando la sospechosa presencia de manteles y sábanas viejas. En pocos minutos aparecieron metros y metros de trapos que jamás hubiese supuesto, alojados en mi hogar. Con mi hermano, corrí a la calle para alcanzar, los saldos encontrados, a los vencidos. Ahora que lo pienso, a lo mejor fue en este episodio, que tomó evidencia, un sino que acompañaría mi vida,: la simpatía por los perdedores.
Gracias a la capitulación, llegó la confraternidad entre vecinos y fuerzas armadas derrotadas. Los soldados, recibieron con satisfacción, de manos de las señoras, recipientes con comidas humeantes. En un santiamén, las fuentes pirex recorrían los vehículos y eran devueltas pulidas a sus propietarias.


Se está nublando, a ese sol tan prometedor de la mañana, lo invadió el pudor y decidió ocultarse. Fue solo un amague de buen tiempo. Estos 67 años también conocieron sus amagues de buena vida. El sol se oculta tras las nubes, mi vida, encontró otros parapetos para esconderse: los militares, muchas veces. El dólar, muchas otras. El neoliberalismo. Las prohibiciones de amar en los bancos de las plazas. Nunca me dejaron entrar en la sala cuando ya había comenzado el espectáculo. La taza está vacía.

sábado, 21 de marzo de 2015

De "Relatos sobre Carlos Passos"

            Teoría de los patrones  
                   Por Eduardo Wolfson
            
            Con el índice y el mayor, apresó el cubo de hielo que flotaba en el vaso de whisky medio lleno. Le dio impulso, persiguiendo la trayectoria circular del recipiente, gozando de la ingravidez que le proporcionaba el líquido ambarado. Luego, Carlos Passos levantó la vista, para encontrarse con la curiosidad de su auditorio. Los estudiantes rodeaban su mesa, aguardando en silencio ritual el consejo del sumo sacerdote.
            Motivaba la consulta, el fracaso frecuente del grupo por canalizar su gana sensual y prometedora, organizando fiestas lujuriosas.
            Carlos, conocido como el gurú de las minifaldas de gamuza, con cuarenta y tantos años distribuidos en su espalda, pasaba la mayor parte del día en la mesa, junto a la ventana del bar Diógenes. Vivía enfrente. Le gustaba mezclarse con el humo, derrochado y acumulado entre esas paredes por los futuros filósofos.
            Carlos Passos sonrió sopesando el silencio de los muchachos. Recién después de pinchar una aceituna, murmuró en un porteño gangoseado una frase, que produjo en los oyentes un rictus de ignorancia expectante.
            “La teoría de los patrones”, repitió, esta vez modulando mejor.
            Los escuchas cruzaron miradas, tratando de desentrañar cada uno en el otro, el sentido de aquella oración.
            Parsimoniosamente, Passos estudió a uno por uno y expresó: “Si quieren ganarse a una mina para que participe de un encuentro solidario, tienen que conocer y poner en practica la teoría de los patrones”.
            Ninguno se atrevió a señalar su propia ignorancia, al contrario, asintieron, como si supieran de qué se estaba hablando.
            “Es muy fácil –aseguró y continuó-, todo es cuestión de que uno oficie como patrón y que los demás ejecuten sus órdenes sin dudar”.
            Pepe le sonrió a Quique, pero este no retribuyó. Al cabo de unos segundos interrogó en voz alta, captando el deseo colectivo: “¿Y quién de nosotros tendría que ser el patrón?”.
            Un resplandor brotó de los ojos pequeños de Passos, Antes de responder, en el paneo previo, con disimulo, tomó un sorbo de whisky:
            “Si entendieran la teoría de los patrones, en lugar de pelearse por serlo, tratarían de volverse invisibles para que no los agarren como candidatos”.
            El “¿por qué?”, provino de Paco.
            El rufián, devenido en tallerista de prendas femeninas, pisó sobre el final de la frase: “Porque el patrón conduce pero no toca, mira pero no arrima. Seduce a través de sus encargados”.
           
            Las dos chicas estaban tan desabrigadas cuando entraron al bar, que si no fuera por el frío polar que se coló por la puerta, los presentes hubiesen tenido la certeza de la presencia del verano. La morocha, se quedó parada descargando el peso de sus senos sobre la cabeza de Quique, y exhibiéndolos, a través del escote para los ojos de Paco. La rubia en cambio, se hizo lugar entre Passos y Pepe. El cruce de piernas desenfundadas marcó el detalle.
            Un silencio incómodo se ganó a los muchachos, de golpe se los descubrió tiesos y enrojecidos. Solo Passos, que no pareció afectarle la presencia femenina, aprovechó el impacto de los otros, para pinchar otra aceituna.
            Las miradas perdieron eufemismo. Las pupilas de los pimpollos tomaron un movimiento de derecha a izquierda, de arriba abajo, confeccionando el circuito velocísimo de un juego de ping pon, apasionados entre ubres, montes de Venus, delicadezas minuciosas, y olfatos de augurio táctil.
            Passos ocultó el carozo en su mano derecha y lo depositó en un platito de copetín, luego irguió su meñique y exhibió el gran sello rojo de su argolla  dorada. Sin embargo ya no pudo recuperar la atención de su audiencia.


domingo, 15 de marzo de 2015

Otro cuento que casi no es cuento


La cuchilla ensangrentada           Por Eduardo Wolfson



Los rayos del sol estallaban sobre el vidriado de la carnicería. Don pancho, como todos los mediodías, se aprestó a cerrar la persiana metálica, anhelando y oliendo el puchero del almuerzo, gozando con la idea de la siesta hasta la hora de abrir nuevamente el comercio. Sus manazas, en alto, se aferraron a los goznes de chapa en los extremos, solo una rutinaria flexión más, y bajaría la persiana, apresando a la sombra en el local. De golpe, Don Pancho sintió que atenazaban su nuca, y que empujón mediante, su cabeza se estrellaba en la heladera. Cayó hacia atrás sobre el enrejado de madera. El tipo cubierto por una gorra le pateaba las costillas y trompeaba su cara exigiéndole que le diera todo el dinero. Don pancho, sobre el piso, palpaba con una de sus manos la parte baja del mostrador, se detuvo al encontrarse con el mango de la cuchilla y la aferró. A pesar del dolor por los golpes recibidos, se sentó ágilmente, y apoyado contra el mostrador, tiró un puntazo hacia el abdomen de su agresor, que huyó sangrando. Porota, la esposa de Pancho, quedó paralizada al encontrar a su esposo caído, con el rostro deformado por los golpes y manteniendo con fuerza, en actitud amenazante, la cuchilla ensangrentada. Al reponerse llamó al 911. Ni el mediodía, ni el aire caliente, ni la comida servida en las mesas, impidieron a los vecinos reunirse en la puerta de la carnicería  Las mujeres mayores, con los dedos en la boca, cuchicheaban entre ellas: “Así ya no se puede vivir”  “Esto pasa desde que vinieron los del asentamiento” “son todos narcotraficantes, los ví por la televisión”. Un vecino viudo agregó: “Yo vivo aquí desde que nací, en aquel tiempo dejábamos las puertas sin llaves, nos conocíamos todos, existía la educación”. Gente más joven, con su celular reiteraban las llamadas al 911, pero la llegada del patrullero no se producía. Una vecina, que como las demás curioseaba, quedó perpleja al ver unos paquetes de acelga de hojas grandes y bien verdes, así que le pidió a Porota, que si no era molestia le corte las pencas, que una tarta esa noche, la salvaba. Don Pancho se pasaba hielo por los moretones de la cara, vio que su esposa intentaba agarrar la cuchilla para cumplir con el pedido de la clienta. El hombre pegó el grito, y todos callaron: “No agarres esa cuchilla mujer, no seas ignorante, no ves que es evidencia. Todo el santo día viendo La ley y el orden, y no aprendes nada”.
Don Braulio, enfermero retirado,  opinó que Don Pancho necesitaba urgente atención médica. Una mujer joven y esbelta, propietaria nueva del chalecito de la esquina, se acercó al grupo,  avisando que  llegaban los móviles de Crónica y los de América que ella misma llamó, y aclaró: “Soy productora de medios free-lance”. La pequeña multitud se impresionó frente a esta nueva e inesperada presencia. La productora dijo llamarse Dora Cané, aprovechó el instante de confusión para impartir reglas efectistas: “Algunas de las señoras tomen sábanas viejas y pinten cartelones con la leyenda –¡Queremos justicia ya!- acuérdense que justicia va primero con s y después con c. No me hagan pasar papelones. Cuando lleguen los periodistas se agrupan y vocean lo escrito en los carteles. Ellos van a querer hacer preguntas, así que elijan a dos desdentados para contestar. No importa lo que pregunten, a esta hora puede que salgan en directo en algún programa de chimentos. Así que ustedes siempre contesten lo mismo: que acá no hay seguridad, que los chorros entran por una puerta y salen por la otra, que vienen de la villa y que están todos drogados”. Acto seguido, Dora Cané se abalanzó sobre Don Pancho, arrancándole la bolsa de hielo: “Pero hombre, no sea bruto, usted acá es la victima, cuanto más inflamado esté, para el cameraman mejor”. Cuando llegaron los medios, el vecindario los recibió coreando el consabido queremos justicia ya. La cámara de Crónica efectuó una toma del gentío para acabar con un travelín, en un primerísimo primer plano del rostro de Don Pancho, que cualquier televidente pudo confundir con un morrón gigante en proceso de putrefacción. Transcurrieron más de dos horas desde que se produjo el hecho. De todos los avisados habían concurrido los medios televisivos y algunas radios. Los demás, policía, salud y bomberos brillaban por su ausencia. “Hay que agrandar el cuadro, sino esto no va a medir audiencia”, dijo la Cané a un cámara que sudaba profusamente. “A dos cuadras y media está el destacamento policial, manifestemos hasta allí”. Colocaron a Don Pancho al frente de la escuadra, en un papel llevaba envuelta la cuchilla ensangrentada. La Cané le exigió que caminara descalzo sobre el asfalto caliente, buscando una carnadura dramática para la escena.   
            Los policías del destacamento, escucharon a lo lejos, un desafinado y estridente ¡Queremos justicia ya! El sargento pensativo, tomó el mate que le alcanzó el cabo, y  admitió: “estas no son horas de pueblada”. Sin embargo, el bullicio se volvió cercano. El detenido se asomó a una ventana lateral, y con desesperación exclamó: “Se vienen en bandada, son capaces de quemarnos en este agujero”. Mientras el cabo sacaba los fusiles de la vitrina para encerrarlos en el calabozo del fondo, el Sargento pedía ayuda urgente a la infantería. “Preservar al destacamento de la turba inconsciente, es como salvar a la institución policial misma”, arengó el comisario general a sus halcones. Los camiones azules, a modo de muro de contención, estacionaron entre la gente que ya casi alcanzaba su objetivo, y el edificio de la comisaría. Dos agentes del orden entrenados, desplegaron una cinta plástica amarilla y roja, de esas que en las series sirven para aislar la escena del crimen, y arrastraron hacia ella a la prensa. El público enardecido por el calor y la falta de servicio cambiaron su canción por insultos hacia el personal uniformado. Escoltado por dos ursos con escudos habló el comisario: “Les pido que se calmen, que si existe alguna negligencia por parte de nuestros hombres, la misma será investigada hasta la última consecuencia, y esos hombres tendrán el castigo digno por parte de la justicia. Ahora quiero que la presunta victima, el señor carnicero, ingrese al escritorio, que yo mismo he de tomarle la declaración, y que los otros elementos del vecindario, prosigan con sus tareas habituales”. Don Pancho, sosteniendo su cuchilla, se agachó traspasando la cinta, los demás, fueron concentrándose en pequeños grupos de chismes. Don Pancho, con lujo de detalles narró lo sucedido, mientras el escribiente trataba de recopilar sus palabras en una destartalada lexicon 80. Luego el comisario habló para notificarle las diligencias procesales en las que tendría que colaborar: “1) debe llevar la cuchilla a la policía científica para extraigan la filiación de la sangre y las huellas dactilares”. El carnicero se sintió desatendido y lanzó el exabrupto: “¿Por qué no la llevan ustedes? La autoridad furioso respondió: “Con gusto lo haríamos si tuviéramos móviles disponibles para hacer mandados, pero los escasos vehículos que nos entrega el gobierno son para defenderlos a ustedes, y solo están al servicio de la comunidad”. Don Pancho impactado no tuvo respuesta, y el comisario continuó: “2)Al auxiliarlo su esposa, no queda otro remedio, que ella haga su descargo en la comisaría femenina, y que la misma disponga una revisación exhaustiva, para saber si la señora fue violada por el delincuente prófugo”. El declarante no pudo contenerse e increpó: “Sí mi mujer ni vio al delincuente, ¿de que violación me habla?”. Con la cuchilla, el comisario golpeó la tabla del escritorio: “Por favor no se soliviante, yo no hice la ley, estoy para cumplirla. La mayoría de las veces las mujeres mienten, se lo digo por experiencia. Muy bien pudo ser su amante el que salió de su casa, pero se entusiasmó con el dinero de la caja, y lo asaltó. En ese caso su conyuge sería cómplice del suceso. Y todo eso hay que investigarlo”. Don Pancho miró el reloj en la pared. Pensó que en una hora tendría que abrir la carnicería, y que todavía ni siquiera había almorzado, así que prefirió escuchar al comisario sin interrumpir: “3) Se nos ha llenado de agentes del orden el destacamento por su caso. Así que sería bueno compensar a esta gente, ¿no le parece? Con el calor que hace no vendría mal hacer un asado. Seremos como 30, así que calcule usted. Nos manda unos buenos vacíos, bastante chorizos, y las otras achuras se las dejo a su discreción. Ahora puede retirarse, no se olvide de los trámites, y por supuesto de la carne”.  A pesar de sus dolencias, esa misma tarde Don Pancho cumplió con todas las diligencias encomendadas, lo único que no pudo abrir el comercio, porque el comisario le advirtió, que eso sería posible una vez hechos todos los peritajes, y que un trabajo bien hecho llevaba su tiempo.
            Al día siguiente, un patrullero y un camión con tropa de fajina estacionaron junto al local y a la entrada de la casa del carnicero. Media docena de personal con escudos, mirando hacia a la otra vereda se pegaron en fila, cubriendo el exterior de los vehículos.  4  uniformados avanzaron por el pasillo, y con sus brazos esposados atrás, y medio desnudo sacaron a Don Pancho. Los siguió su esposa, que a los gritos pedía saber que iban a hacer con su marido. En la comisaría el carnicero se enteró por boca de un inspector que se encontraba detenido e incomunicado, acusado de asesinato alevoso de un menor, que se había desangrado, esperando que lo atendieran, cosa que nunca ocurrió, en la guardia del hospital. Las pruebas obtenidas eran irreprochables, la cuchilla presentada poseía sus huellas digitales y sangre del occiso en la punta. Un oficial ayudante advirtió: “Mire Don pancho, nosotros sabemos que es un buen vecino, pero para justificar la defensa propia nos está faltando evidencia que este mismo lunes va a pedir el fiscal, ¿me entiende? Don Pancho se rascó la cabeza, respiró hondo, dijo que no tenía mucho tiempo, que debía limpiar la carnicería y abrir el turno tarde. El oficial se dio cuenta que el hombre estaba muy confuso, y que si pretendía que entendiera tenía que ir más al grano: “Escúcheme si fuera por nosotros estaría en su casa, pero sus vecinos llamaron a los medios, hicieron un escándalo en la puerta, entonces nosotros no nos podíamos quedar inactivos. Y justo el pelotudo que lo quiso robar, sin armas eligió el hospital para rajar de este mundo. No hubo más remedio que un parte médico, y la intervención de la justicia, tampoco pudimos evitar a los halcones para ahuyentar a los vecinos, y usted, bastante cagado llevó la cuchilla a la científica, y ahí mezclaron resultados, y se enteró el juez, en la cuchilla estaban sus huellas y la sangre del cadáver. El hombre no lo pensó un minuto e hizo inmediatamente la carátula:-asesinato con premeditación y alevosía- y ahí nomás me entregó la orden de captura. Lo que le quiero decir es que no tuvimos oportunidad para plantarle al fiambre una pistola que justificara la defensa propia. Y ahora somos muchos, pero usted tiene una linda carnicería, así que yo pensé que algo íbamos a poder hacer, aunque le salga bastante plata, no hay nada como la libertad, ¿no le parece? Don Pancho se lo quedó mirando en silencio, unos segundos más tarde se dio cuenta que el discurso oficial había acabado, y que se esperaba de su parte una respuesta, entonces preguntó: ¿de cuanta tela estamos hablando? El oficial ayudante y el inspector se miraron, este último dijo: Tendríamos que hacer una lista de toda la gente que metió mano de alguna manera, y después borrar a los salames, separar a los que tienen caché fijo, y dividir el resto para los baratos y los gastos de representación”. Su compañero asintió, pero de golpe recordó algo de suma importancia, miró al detenido y habló: “No debemos olvidarnos, que para que todo funcione, y para que nuestras espaldas estén cubiertas, Don Pancho debe contratar a un abogado con mucho prestigio, respetado por el hampa”. Un cabo le alcanzó a Don Pancho un celular y le murmuró: “Hable tranquilo con quien sea necesario, el gasto de las llamadas van por nuestra cuenta. Cuanto más pronto haga los trámites, más pronto se va a la calle”. El carnicero miró al teléfono, luego a su carceleros, sus ojos lagrimosos se posaron en el teclado como tratando de recordar un número, al fin marcó: “Si estoy bien, llámalo al pelado y decile que urgente, nos hipoteque el negocio y la casa, y que te de lo que pueda por la chatita. Ni bien te encontrés con la guita tráemela al destacamento y se la entregás al cabo Villegas, ¿entendiste? Otra cosa, tenés que conseguir un abogado, de estos que vuelta a vuelta aparecen por televisión, y la llamás a la señora Cané para que el cuervo cuente mi historia en todos los programas de chimentos. Sí ya se que me querés, cuando salga vamos a arreglar lo nuestro”.

“Carnicero justiciero”, fue el título más logrado, premiado en su asociación por los propios tituleros. El fiscal, después de cruzar unas palabras con el cabo Villegas, comentó en un programa vespertino de chimentos: “Si bien no hay evidencia hasta ahora, tengo la seguridad que la victima se deshizo de un arma de guerra camino hacia el hospital. Si comprobamos esta situación, su señoría podría caratular la causa como exceso en defensa propia, entonces el carnicero no purgaría pena alguna”











sábado, 7 de marzo de 2015

Otro cuento que te cuento

           ¡ Egresados a triunfar!                       por Eduardo Wolfson
           
            Atardece, el sol en su caída, ramplonamente, ilumina el escudo oxidado del colegio.
            La voz en el teléfono fue un grito: “Jiménez”. Con algarabía intentaba que lo recuerde: “Yo era el que me sentaba en el primer banco, el petiso, el que llevaba el pelo largo, el que la de geografía quería hacerle trenzas”. Al fin lo paré. Me dio pena, simulé una carcajada y le mentí, dije que lo tenía muy presente. No encontré excusa para negarme a la cena por los cuarenta años de bachiller, y eso que siempre tengo alguna jugueteando en el bolsillo, como: “Justo ese día la editorial me manda de gira”. Son cuatro décadas las que me distancian de esta gente.
            “Tengo muchas ganas de estrecharte en mis brazos” dijo Jiménez y cortó.
            Mi estampa se refleja en una de las puertas vidriadas de la entrada, mi traje continúa planchado, los zapatos lustrados y el nudo de la corbata centrado.
            “Soy escritor”, contesto a la pregunta de un anciano encorvado, que para no caer, con esfuerzo me toma el brazo. A su calvicie, la adornan tres pelos blancos, largos y finos, que como veleta, saludan a las ráfagas, pequeñas corrientes que se cuelan en este viejo salón, que sabe a renacimiento frustrado antes de parir. Lo ayudo a ascender los tres escalones de mármol de Carrara, y puteo callado al auto defecto, mi puntualidad. Faltan cinco minutos para la hora de la cita, y este viejo que dice haber sido mi profesor de historia, y yo, esperamos. Lo arrimo a un banco largo de madera. Apoyándose en un bastón, se sienta en cámara lenta. Temblando, me alcanza sus lentes con marco dorado y una servilleta tissué. Se los friego, el  fastidio lo expreso en mis manos. Con su prótesis parejita, el viejo profesor me dedica una sonrisa babosa, agradecida. Con hostilidad, exclamo unas palabras al vacío: “Siempre aborrecí la historia”. El viejo me mira, encoje los hombros y busca alguna firmeza en su voz: “Es como aborrecer la vida”, dice como para que algo quede.
            Otro calvo, gordo, petiso y con barba viene corriendo a nuestro encuentro: “Soy Jiménez”. Aúlla: “Mi querido profesor”, y abraza al viejo intensamente. Lo deja agitado, desarmado. “Hoy, irremediablemente van a faltar unos cuantos”, me cuenta un Jimenez dolorido. “De los profe, este es el único que queda vivo” murmulla en mí oído. “¿Sabías que Trau se mató?” mostrando su vozarrón y bronca. Trato de componer una mueca de pésame, y pregunto: “¿Cómo fue?”. “Se pegó un tiro, pero hace más de veinte años –insiste-¿Te acordas de Trau?, éramos los tres muy compinches. El mejor de todos, solidario y feliz, jamás supimos porque le dio por borrarse”
            Unas manos cubren por la espalda los ojos de Jiménez. “¿A que no adivinás quién soy?”. El tipo es payasesco, boina ladeada con escudo, una camisa estampada con un popurrí de colores. El motivo, un hongo atómico en plena deflagración. Bombacha de campo negra y unos mocasines con una hebilla dorada gigante aplicada al empeine.         “El pesado de los Ortigoza”, grita Jíménez , arrancándole las manos de sus ojos. Se abrazan efusivamente. “Hermano, no sabés cuanto soñé con esta noche” lo dice Jímenez emocionado, y agrega: “dale un abrazo al profesor, mirá que solito está el pobre, y fijate que no todo se pierde, recuperamos al Ernesto, abrázalo también, se querían tanto”. Ernesto soy yo, Ortigoza, obediente a la voz autoritaria y emocionada de Jímenez estruja al viejo con entusiasmo, y luego viene hacia mi, no me da tiempo a extenderle la mano, me estrecha fregando su hongo nuclear sobre mi pecho y comenta: “Yo te hacía en la lista de desaparecidos, ¡La verdad que es una sorpresa!”. Le pregunto por qué tenía aquel pensamiento y me contesta: “Sos escritor, y eso huele a zurdo, y en aquel tiempo, con el aroma solamente les echábamos  flit”.
            Jimenez no cree que venga alguién más: “saben como es, los localizas, te confirman que vienen, pero después tienen algún compromiso o se olvidan”, justifica.     Ortigoza y Jímenez llevan al viejo hasta una de las aulas, yo los sigo, el protocolo dice que antes de ir a cenar, el profesor dará una clase magistral a los ex alumnos.
            Ortigoza indica el que solía ser mi banco, para que me siente, y vuelva a repetir la experiencia. Ellos dos se trasladan a los que fueron sus lugares, y el profesor se apoya en el escritorio del frente,  carraspea, acomodándose las cuerdas vocales.
            Estoy incómodo, al pupitre le falta una de las tablas en el respaldo. Para colmo el viejo golpea un borrador sobre la tapa del escritorio, y el sector se llena de polvillo, me ahogo, toso. El hombre dispuesto a dar clase, pide silencio y con voz temblorosa comienza: “Todos los días me pregunto ¿para que sirve la historia? Y me contesto, para no olvidar”.
            Me levanto, esforzadamente dejo de toser, y me disculpo, les digo que los espero en el pasillo, para ir a cenar cuando termine la clase. Jímenez y Ortigoza, insisten para que me quede. Contesto de mal modo: “Disculpen, pero aborrezco la historia”
            El profesor detiene mi huida con el bastón y exclama: “Entonces me pregunto, para que sirve no olvidar? y me contesto, para no volver a repetirla. ¿Entendió joven Ernesto?”.
            Ortigoza coloca su manaza en mi hombro, obligándome a sentarme: “Aguantá Ernesto, es un ratito nada más, no podés hacerle un desaire al profe”. Jímenez, desde la otra punta del salón me afirma que un escritor no puede aborrecer la historia, porque para escribir hay que conocerla, y en tono desafiante me dice: “¿vos sobre que tema escribís?” Me vuelvo para mirarlo, y achicándome de hombros, bajando la vista digo suave: “Guías turísticas”.
            Ortigoza provoca: “No hay tu tía, al final estos zurditos terminan siempre haciendo buenos negocios, trabajándole a los otros el marote como si fueran victimas. Nuestro Ernesto se dedicó hacer turismo, cagándose en la historia”. El profesor vuelve a tocarme con su bastón, dejo las agresiones verbales de Ortigoza en la atmósfera. Ante mi falta de reacción, Ortigoza lanza una carcajada, su rostro se enrojece. Me siento, y le pido al profesor que continúe con su clase magistral. “Decía que la historia sirve para no olvidar, y no olvidamos porque resguardamos la memoria, la misma que nos hace concientes, y nos permite recrear los hechos del pasado”. El viejo sacude nuevamente el borrador, pero esta vez tose él. Ortigoza sentado atrás, aprovecha para gritar: “Decíme Ernestito vos, ¿tenés conciencia?”. Le contesto, pero mirando al profesor, y tratando de suavizar lo que puede ser un mal rato. “Todavía la tengo, pero estoy buscando un cirujano psicoanalista que me la opere” Jimenez lanza una carcajada artificial y exclama: “Hay que ser escritor para decir semejante boludez y quedar como los dioses”.  
            El profesor se disculpa con tono tembloroso, y dice: “Muchachos, si ustedes no lo toman a mal, daría aquí por terminada la clase, y nos iríamos a cenar. Ya no tengo el aguante de otros tiempos”. Los tres hacemos un gesto de resignación, estoy seguro que todos nos sentimos aliviados.  
            Jimenez nos lleva hasta el restaurant en su coche. Mientras picamos algo, previo al plato fuerte, Ortigoza lo mira al profesor, con un pan untado con roquefort en su mano derecha le pregunta: “Dígame profe, ¿dónde encontramos la verdadera historia?”. El viejo pincha temblando un dado de mortadela, la mastica calmadamente, al final con voz suave contesta: “En las almacenes del tiempo Ortigoza”. No creo que hayamos entendido cabalmente lo que aquel profesor terminal quiere decirnos. Nuestras miradas se cruzan mientras pinchamos algo de queso, de salame y aceituna, tratando de ocultar el silencio que nos avergüenza.
            Jiménez una vez más, intenta salvar la situación: “Traje fotos de nuestros tiempos, son increíbles”. Del bolsillo interno del saco extrae un sobre lleno de fotos en blanco y negro. Usando el dedo indice como puntero, nos señala a sus personajes, y tratando de ser gracioso, sobre cada uno rememora alguna anécdota: “Este es Rojas, se acuerdan que lo llamábamos contraalmirante. Le daba una bronca bárbara, en su casa eran todos perucas. Este del fondo es el gallego Litvin, sobre su cabeza aparecen las manos de Ortigoza formando la cruz Svástica. Y este de los rulos soy yo, ¿Te acordas ahora Ernesto de mí?  Cuando  tomo una copa de vino, soy más sincero, sobre todo si mi estomago todavía no ha recibido el alimento suficiente: “Mirá Jimenez, ya les dije que la historia me molesta, por eso como dijo el profesor decidí olvidarla, y lo logré, por eso escribo guías turísticas y no te registro”.
            Como si nada pasara, Ortigoza y el profesor frotan sus servilletas en sus cubiertos, y Jimenez no se calienta, es duro de domar: “pero Ernesto que decís, solo unas gotas y te falla el embrague. A vos te molesta la historia, pero lo quieras o no, estas fotos son un documento, es un recorte de la realidad dónde estamos todos”             Ortigoza que como naipes baraja las fotos dice: “Ustedes saben que en  ninguna de estas reconozco a Ernesto” . Jímenez toma los retratos de la mesa, y arranca las que posee Ortigoza. Se coloca unos lentes gruesos y chiquitos que cierran sus fosas nasales, y pasa contra el vidrio una a una buscando mi rostro. Culmina la ceremonia arrojando las fotos en uno de sus bolsillos. Vemos como su optimismo cae en un surco que le cruza la frente. Un” no puede ser”, sin convencimiento, atraviesa sus labios casi pegados. Traga un poco de vino, tanto para reponerse: “Son muchas las fotos que tengo, no las traje todas, seguro que las que dejé en casa, en alguna aparecés”.
            No es mi intención sembrar dudas o ser un aguafiestas, así que tratando de componer la ironía insinúo: “Tampoco es el misterio que siembra el tren”. Sin comprender, mis prójimos guardan silencio esperando que continúe, o que explique lo que para ellos es un acertijo sin resolver. “No te calentés Jímenes, no me vas a encontrar en ninguna foto, ya ves que eso que vos llamás documento, y que juntándolos, nuestro viejísimo profesor creerá que puede armar los hechos es solo fantasía”. Resuelvo callarme y engullir los tallarines recién servidos, pero Ortigoza me pregunta socarronamente: “¿Vos creés que sos un fantasma, un invento de este trío? Para crear no podemos ser tan boludos, hubiéramos hecho un minón, mezcla de la Lolobrigida, la Cardinale y la Bardot cuando eran jóvenes. Decime chichipío, ¿cómo estás tan seguro que no estás en las fotos? Hasta los desaparecidos están”.
            El profesor interrumpe con voz conciliadora y un fideo colgando de su servilleta: “Muchachos, esta noche no hablemos de política, recuerden con alegría que hace cuarenta años son bachilleres”. Dispuesto a obedecerlo, envuelvo en mi cuchara un nuevo fajo de fideos, pero Jiménez me obliga a prestarle atención: “Al no tener ninguna foto con nosotros, cualquiera puede negar que fuiste nuestro compañero. Dijiste que escribís guías de turismo porque aborreces la historia. ¿Qué quisiste decir con eso?”. Los fideos, como abrigándose quedan fríos sobre el plato, un  manotazo le doy a la copa fuera de control, derramo el vino sobre el papel, noto que Jiménez es un dragón disfrazado de corderito: “Hasta yo niego que fui compañero de ustedes, y en cuanto a la historia, es una mochila que te hacen cargar toda la vida, conteniendo fotos como esas, que van agregando día a día y pesan y pesan, entonces te llega el momento que te ves obligado a arrastrarte, cayendo en la fosa con todos los documentos profesorales. Yo mis queridos, un día me pude arrancar la mochila, y descubrí a los turistas, que livianos de equipaje, organizadamente pasean lo mismo por un shopping que por una piramide, y ves en sus rostros que nada los penetra, ya que lo que están viviendo es una vida prestada, muy movible, con un guión muy liviano”.
            Ortigoza y el profesor pisan sus voces tratando de contestarme, al advertir el cruce, ambos callan, y para disimular beben de sus copas. Entonces Jiménez deja un lamento: “Pero estas cosas me pasan a mí, de 30 tipos solo puedo reunir 4, y vos ni siquiera estás en las fotos”. Ortigoza lanza una carcajada, lo mira a Jiménez, e imita a alguien que se compadece: “No seas boludo Jiménez, me hubieras llamado primero, y yo te hubiese anticipado el resultado”. “¿Tirás el tarot?” le pregunto. El profesor y Jiménez rien,  Ortigoza cambia su actitud, tensa los maxilares y sus ojos pierden brillo, el pulgar, índice y mayor de su mano derecha, roen una bola de miga de pan perfeccionando sus redondeces. “No, pero en otros tiempos me ganaba la vida manejando destinos definitivos”. El profesor afloja el nudo de la corbata, con asombro pide que Ortigoza explique un poco más que es manejar destinos definitivos: “Se trataba de un departamento con varias subdivisiones, entre ellos distribución de bienes raíces y bienes muebles, traslados terrestres y aéreos, y también debimos hacernos cargo de la disposición final de los residuos. Si nos hubiesen dejado seguir, hoy tendríamos excelentes memorias con todas las columnas necesarias especificando cada uno de los saqueos. Pero desgraciadamente tuvimos que salir por la indiferencia de tipos como Ernesto que intentan el saqueo de las memorias.

            Una vez más, advierto la prótesis perfecta, brillosa y babosa del profesor dibujando una sonrisa tonta, no expresa complacencia, es su pensamiento que huye a través de sus tres pelos, a otros mundos más soportables. Nuestro profesor de historia posee un rostro donde el futuro siempre esta ausente.
            El mozo abandona en el centro de la mesa un plato con sopressata. Intento agarrar una feta, extiendo el brazo, y algo pesado golpea mi mano. Es la cabeza del profesor. Continúa un grito solicito de Jimenes, tratando que el mozo nos dé una mano. El bodegón esta lleno, en el bullicio se diferencia el choque de vidrios ordinarios, caídas de papagayos de vino, y una música de rock cada vez más elevada. El aire es irrespirable.
             Ortigoza le tapa la boca a Jimenez, y aclara la noticia: “Pasó a mejor vida. Hay que ser macho y aguantar, tratemos de no arruinarle la noche a los demás, y la recaudación al dueño del boliche” “¿Qué tenés pensado hacer?” interroga Jímenez con desconfianza y cara de susto. Ortigoza nos llena de vino las copas: “primero chupate el vaso. Vos Ernesto colocá la cabeza del viejo en el borde de la mesa y continuemos con la comida que faltan varios platos”. Obedezco inmediatamente, los ojos de Jímenez son un par de huevos duros. El mozo, deja uno que otro plato, y siempre repite la misma frase: “Buen provecho”.  Ortigoza agradece, y me provoca para que coma, yo  endurecido, Jímenez realiza movimientos mecánicos sin sacarle el ojo de encima a nuestro muerto. Temblándole la voz insiste: “Y ahora ¿qué hacemos?” Ortigoza, con cara de experto entrega el plan: “morfaremos el postre y me das la llave de tu coche, ustedes dos arrastrarán al profe como si se tratara de un borracho, lo metemos en el habitaculo y lo dejamos en el riachuelo. Antes nos costaba menos trabajo, nos alcanzaba con una calle oscura, pero ahora hay cámaras por todos lados”.
            Jimenez y yo quedamos callados, paralizados. Ortigoza lanza una de sus carcajadas, y enfocándome continúa: “Es como dice un escritor turístico, -Después de la playa siempre es bueno hacer cultura-“, y perpetúa su risa estridente.
            “¿Por qué no le avisamos a su familia?, así lo vienen a buscar”, digo en un arranque de liberación. Jímenez, dice que no sabe si tiene familia, que él se conecta dejándole el recado en una mensajería telefónica. Ortigoza murmura: “Pero no sean boludos, no se van a poner como buenos samaritanos a buscar a la familia. Nuestro tiempo es valioso, y el de él está finito. Vamos a tener que hacer reconocimientos, declaraciones, nos vamos a ligar alguna cachetada en un careo, y yo quiero ir a veranear”.

            Comemos nuestros respectivos helados, más el del profesor, Ortigoza se dispone a salir, anuncia que nos espera en el auto. Jímenez y yo pagamos la cuenta, arrastramos el cadáver tomándolo por los codos, palmeándole de vez en cuando la espalda, y esfoliando algunas frases muy gastadas para que los comensales no sospechen: “Fucuyama te pasaste festejando que se acabó la historia””La historia sí, pero el vino lo guardaste en la panza como si fuera un tonel”. Lo sentamos en el asiento del acompañante, Ortigoza le coloca un pucho en la boca y arrancamos. En un monumento a la oscuridad, pasando la vuelta de rocha, lo depositamos en el lecho del río, entre el muelle y un barco hundido. Jímenez, compungido, con la cabeza gacha, argumenta: “era el último que nos quedaba, el año que viene vamos a ser solo ex alumnos”. “Por lo menos no va haber clases magistrales”, lo consuela Ortigoza.