sábado, 25 de abril de 2015

1963

Fragmento de relato largo por Eduardo Wolfson


4º entrega       

            Estoy decidido a pedirle un aumento de sueldo al Bebe. Van a cumplirse ocho meses que estoy trabajando y sigo cobrando lo mismo. Se cree que me compra con los chocolates que tiene en la caja fuerte. Cuando estaba Maruja era distinto, pero ahora, encima tengo que aguantar a la Norma. Esa mina no tiene idea de lo que es bañarse. La gorda despide unos aromas añejos, prefiero a la fonda cuando bajan pescado. Ni bien llegue Bebe lo voy a encarar. Tengo que pensar como se lo voy a decir y como lo voy a justificar.
            Necesito pararlo antes que entre a la oficina, delante de Saúl y esa gorda pelotuda no me voy a atrever. Voy a ser directo:
“Mirá Bebe vos me estás pagando un 30% menos de lo que fija el convenio del gremio como sueldo mínimo. Aparte, durante estos ocho meses las cosas no paran de subir, nada más que de colectivo estoy pagando el doble. Quiero que me pagues como corresponde ¡o!…”
            ¿o qué? No debo amenazarlo con que me voy, porque es capaz de aceptarlo. Tampoco puedo decirle que voy a trabajar a reglamento, porque no sé cómo adaptar eso acá. Ahí llega el Bebe, no me gusta la cara que trae, mejor se lo planteo mañana.

            Por engancharme con los 7 locos me paso de parada. Cuando me lo prestó el trosko, se lo acepté para que no creyera que soy un burro. Pero cuando me dijo, que después de leerlo íbamos a comentarlo, entendí que me zarpé. Pero no sé lo que me pasa, una vez que leí las primeras palabras ya no lo pude largar. Ahora tengo que caminar seis cuadras de más por este siniestro Villa Linch, gracias al puto de Arlt.
            El astrólogo me tiene fascinado. Eso de financiar una revolución con la guita de los quilombos, prueba que el tipo la pensó Grossa.
            Adolfo me pregunta si sé algo de la Maruja.
-Qué voy a saber yo de esa puta.
            Se me queda mirando, yo entro a la oficina. Después de todo, La Maruja puede ayudar a la revolución ahora, más como puta que como obrera, pienso.

            Le digo a Saúl que hoy no tengo clases porque hay desinfección. Me propone ir nuevamente al billar y acepto.
            Saúl no deja de llamarme la atención. Algo de él, me dice que es un tapado como Erdosain. En el trabajo es desenvuelto y eficaz. Prácticamente todos los negocios de M y M pasan por el orden que él les impone. Es apreciado igualmente por clientes y proveedores. Muchos, me consta, le proponen que trabaje para ellos, y le ofrecen remuneraciones y comodidades difíciles de rechazar. Saúl nunca contesta, o lo hace con alguna broma. Cuando me habla de Minski o Migdason, o de ambos, lo hace socarronamente, y hasta con un dejo de bronca por las conductas non sanctas. 
            Me pregunto, ¿por qué esa lealtad? ¿Por qué imagino que Saúl es Erdosain? En cambio, no igualaría nunca al rufián melancólico con el Roje. No, el Roje se parece más al Ergueta, y la Norma a su mujer, la coja, una puta retirada. Pensándolo mejor, y si Minski y Migdason resultaran los dueños de los burdeles, los fasones sus putas, y nosotros, simplemente sus madamas.

            Esta vez no nos quedamos en Chacarita, tomamos el subte con destino a la estación Callao. Saúl me explica, que en Montevideo y Corrientes, hay unos billares de primera, que el nombre del lugar no lo dice porque es yeta.         Estamos en un primer piso, las ocho mesas de paño verde se encuentran ocupadas. Junto a las ventanas que rodean la esquina, una clientela adicta al ajedrez marca su territorio. El mozo le trae un whisky a Saúl, lo saluda con familiaridad y me pregunta que voy a tomar. Nos acercamos a un grupo, que observan a su vez la posibilidad de un jaque. De golpe, uno de los contendientes magulla la perilla del reloj, y como si se tratara de un partido de truco, impone su vozarrón: “¡Qué me importa que la tenga corta!”, y tira el rey.    Mingo el mozo, nos señala una mesa que se vacía. Saúl generoso me da una raya y media de ventaja. Hoy sus tacadas son precisas y yo empiezo a aburrirme, porque casi no tengo oportunidad de entrar en juego. Otro, que se da cuenta que soy novato, me da indicaciones: “No tan fuerte, no cierres los ojos cuando tirás, dale a tu bola de lleno aquí, pero para que pegue finito en la roja”. Al fin me pudro, y los dejo a Saúl y a mi profesor hacer su partido.
            El lugar está irrespirable, tengo hambre, miro el reloj, las ocho y media. Le digo a Saúl que me voy, y le recuerdo que él todavía tiene que viajar hasta Carupá. Me contesta que se queda, que prefiere llegar a su casa cuando el pibe está dormido.

            Otra vez el ómnibus y el último asiento. Las mujeres, a esta hora de la madrugada están demasiado vestidas para saber si valen la pena.
            Anoche no pegué un ojo, no podía detener mi mente. Contra mi voluntad, se reproducían las carambolas posibles que me perdí. Las reconstruía abstractamente para que se dieran. Imaginaba la posición de las bolas en la mesa, el efecto, el disparo, la trayectoria. Quería parar, y automáticamente volvía a empezar. Trataba de traer a mi lado a la Cardinale pero era inútil. Entre ella y yo, se imponía el billar maldito y su física en acción. También Saúl, no sé por qué pienso tanto en él. Será porque vive en Carupá, que es como decir en una nalga del mundo, y que viaja todos los días hasta la otra nalga, o sea la de M y M. A Bebe, hoy sin falta le pido el aumento.
            El coche de Migdason está en la puerta, qué raro, cuando viene no lo hace tan temprano. Adolfo me para en el pasillo, me avisa que en la oficina, con Migdason y Saúl hay dos felinos de impositiva. La Norma, que apenas entra en el cuartito de la cocina, prepara café. Miro por la puerta vidriada. Los desconocidos sentados en mi escritorio, revisan libros que Saúl les alcanza. Migdason les habla y les habla, los tipos ni alzan la vista. Migdason me ve, sale y me lleva hasta el cuarto en que se depositan las telas llegadas de tintorería. Revisa unas cuantas y separa dos piezas. Me pide que corte tres metros de cada una, las envuelva y se las lleve a la oficina.
            Llego con el encargo y Migdason finge sorpresa. Toma los paquetes y en su lenguaje trabado se dirige a los inspectores: “señogres inpetores, me harán un bien, si regalan a su esposa esta maravilla de telas”.
            Cada uno toma un envoltorio y lo deposita en una división de su respectivo portafolio. Se levantan, estrechan la mano de Migdason, que los acompaña hasta la puerta. Al volver dice: “Saúl, guarda libro. Descargá seis metros de art 3141 como comisión. Ya se fueron”.

            Bebe me mira cuando le pongo sobre su escritorio el convenio textil, pero no dice nada. Me siento forzado a romper mi timidez para continuar atacando. Las palabras se me superponen, no sé cual soltar primero, al final descorcho un menjunje indescifrable. Bebe expande sus bigotes, señal anticipatoria de la pregunta:
            -Y esto, ¿qué es?
            -La escala de salarios textiles
            -¿Y para que me lo das?.
            -Porque dice lo que debemos ganar.
            -Eso lo sé.
            Me quedo mirándolo, Bebe me devuelve los papeles. Retorno a mi escritorio, él revisa unas facturas como si la conversación escueta no se hubiese producido. Con bronca trituro el convenio que va a parar al cesto de basura.
            Es una mañana destemplada, nubarrones inmensos amenazan con juntarse para estallar en la ventana. Norma se acerca a Saúl, pone en sus manos algo que no alcanzo a visualizar. Ahora sí, parece una fotografía. Saúl la mira, Norma despega los labios impregnados de un Rouge rojo brilloso:
            -Es mi hija, linda ¿no?
            -Sí
            -Ya es señorita
            -Qué bien
            -Es muy inteligente, no sale a mí.
            -No diga eso
            -Ahora la anoté en la normal, quiero que sea maestra.
            -¿Si usted lo quiere?
            -Usted, ¿tiene hijos?
            Saúl escruta el rostro de la gorda pero no contesta inmediatamente. Por fin devuelve la foto, se levanta, toma el saco del perchero, y ya saliendo, en un susurro dice:

            -Sí, uno.

sábado, 18 de abril de 2015

1963


           

  Fragmento de relato largo                                     (3º entrega)
     
     Último viernes del mes.  Adolfo ya prepara el asado. Saúl me contó que lo dejaron, no porque sea un genio del mantenimiento, sino porque es el rey de los asados. El último viernes de cada mes, Migdason y Minsky, agasajan a los gerentes de los bancos y a los capos de Ducilo. Con los primeros mantienen aceitados el crédito y el descubierto, los segundos, ayudan a ampliar la cuota de compra de hilado, y a enterarlos de los próximos aumentos, permitiéndoles comprar con la lista anterior.
            Son las 10 de la mañana, Adolfo tira un elástico de cama vieja sobre unas pilas chicas de ladrillos. De bajo, con una pala, coloca brasas de carbón hasta cubrir una buena superficie. Limpia con un algodón los flejes, y sobre la parte que no tiene brasas, pero cerca del calor, coloca una fila de chorizos que extrae de una olla con agua. Ahora, sobre una tabla, aplasta con sus dedos una cantidad de carne picada. Saúl y yo, seguimos con fidelidad los movimientos del asador. Saúl me observa, se ríe y dice:
“La carne picada es para Migdason, el viejo tiene dentadura completa, y lo único que puede masticar son esos filetes”.
            La parrilla comienza a poblarse: mollejas, chinchulines trenzados, morcillas, vacío y tira de asado. El aroma obstaculiza nuestra decaída voluntad de trabajo.
            Van llegando los agasajados, Migdason trata de hacerse el simpático pero no lo consigue. De cualquier forma, las visitas lo dejan creer que sí.            Aunque se siente el calor todos nos ponemos el saco, menos el Bebe Minsky, que usa una camisa con mangas recogidas, de cuadros pequeños, blancos y negros, similar al tablero de las damas.
            Avanzamos hasta la galería de chapa donde se encuentra la tabla forrada en papel, que apoyada en dos caballetes, oficia de mesa. El Bebe estrella la formalidad, ayudando al Adolfo a servir los primeros choripán y unos vasos de vino. Con el bocado en la boca y el trago ganamos confianza. Las castas desaparecen, por un momento creo que todos somos navegantes del mismo barco. Nos sentamos, Adolfo distribuye las ensaladas, sobre los platos de madera nos sirve las achuras. Las carcajadas comienzan a ganarle a la música de los telares vecinos, muy lejos, escucho el sonido pegadizo de la Bamba.
            En una de las puntas se explaya el Bebe Minsky, rodeado a cada lado por los representantes del poder industrial y del financiero. En la otra punta, casi solo, Migdason come con dificultad el ungüento de carne y huevo preparado especialmente. Saúl y yo nos enfrentamos en el centro, participamos de los brindis y algunas bromas, a las que les presto mi risa porque no las entiendo.

            Bebe reemplaza a Maruja con Norma. Es vieja y gorda, tendrá como 40 años. Cuando se ríe sorprenden sus incisivos partidos, pero seria, le sobresale una sombra de bigote muy desagradable. Mastica permanentemente bizcochos rotos. Los saca de un bolso de mano del que no se separa. Tiene las uñas largas y siempre pintadas de un escarlata refulgente. Ni bien llega, se pone un guardapolvo azul oscuro con la solapa de un bolsillo desgarrada. Para ir al baño, esquiva los escritorios con la agilidad de una ballena varada. Al salir, abre la puerta y recién tira la cadena. Saúl y yo nos reímos abanicando con las manos nuestras caras. Llego a la conclusión que Norma es desprolija, roñosa, repulsiva. Doy las gracias porque no se le ocurre nunca servirme café.
            Estoy furioso, le pregunto a Saúl si sabe algo de Maruja. Deja de escribir, se quita los lentes, me mira como dispuesto a hablarme. Pero todo termina en un gesto vago con su brazo. Entiendo que mi ansiedad me juega una mala pasada, estoy mostrando la hilacha. Siento vergüenza, callado me voy a revisar piezas de tela.

            Con Saúl viajamos juntos hasta Chacarita, y también compartimos el subte. Yo bajo en la estación Pueyrredón, él continua hasta el Correo Central. Le comento que hoy entro más tarde al colegio. Me propone quedarnos en un bar de colegiales jugando al billar. Acepto. Está lluvioso, caminamos por Federico Lacroze, Saúl lleva la gabardina suelta. Como siempre, el nudo de su corbata permanece desbocado del cuello, descansando sobre la camisa. En su bigote poblado y negro, principian algunas canas. Me pregunto, ¿qué edad tendrá Saúl?  Se lo ve un tipo canchero, le doy unos 35 años.
            -Por si te preguntan, tenés 18 años. .-me advierte-
            El mozo nos señala una mesa de tres bandas al fondo de todo. Saúl toca el paño y pone cara de disgusto. Le aviso que yo nunca jugué. Mi confesión parece no importarle, elige un taco, lo rueda sobre el paño y lo rechaza. Repite la operación con otro, el tercero es el vencido. Me toca a mí, imito a Saúl pero no sé lo que estoy buscando. Las tres bolas comienzan a chocar. Saúl saca, concreta una carambola de tres bandas y deja armado el juego en una de las esquinas. Detrás de nosotros, un tipo que observa el juego golpea tres veces la base de su taco como señal de aprobación. Saúl agradece con la risa semioculta en el bigote y una reverencia. Hace tres carambolas libres en un sector de la mesa y malogra la cuarta.
            Es mi turno, no se que hacer, pero debo disimular. Miro mi bola, me agacho y observo al ras de la mesa. Saúl se acerca con una tiza y la frota en la punta de mi taco.
            -Así no la pifias –me explica.
            Pongo el taco en posición, Saúl me habla de los efectos. Por fin tiro con fuerza. Mi bola se dispara en una trayectoria impensada, toca las bandas que le imprimen potencia. Contra todo lo pensado, mi esférico marfilinio choca a los otros dos. No me contengo, desaforado grito: “¡Carambola!”
            El milagro vuelve a producirse una segunda vez. Saúl pide un whiski, lo noto tenso. Pienso que mis acertadas lo molestan. Enciende un cigarrillo, lo posa en el cenicero que está donde el mozo sirve la bebida. El tipo que nos miraba, se aburre y ya está en otra mesa. Saúl estudia su juego y dispara. Hace una seguidilla de cuatro, en la quinta falla. Lo veo dar un golpe seco al taco sobre el canto de la mesa. Los demás buscan la procedencia del ruido. Saúl continúa paralizado, sus ojos negros brillan. Permanece parado, apretando el taco, la visión perdida, parece estar en otro mundo, como si no tuviese conciencia del lugar.
            -No te pongas así-le digo-si ya casi alcanzaste la ventaja que me diste.
            Saúl deja el taco, bebe y da una pitada profunda a su cigarrillo. Al fin me mira:

            -No es porque me puedas ganar que me pongo así. Más que nada se trata de una competencia contra mi mismo. Tus carambolas son pura suerte pendejo, suerte de principiante.

sábado, 11 de abril de 2015

Fragmento de relato largo

1963  (2º entrega)                           Por Eduardo Wolfson

           
          Son las 23 horas, en casa todos duermen, llego del colegio y arrojo las carpetas sobre el sillón del living. Siento cansancio pero también un apetito antediluviano. Mi mamá me dejó resguardada entre dos platos una tortilla de papas. La coloco entre dos tajadas de pan y la aderezo con mayonesa.
            No puedo dejar de pensar en la filantropía de Migdason y Minsky. En el colegio, mi compañero trostkista me dijo que ningún burgués se suicida. Voy a la cama, casi no tengo fuerzas para desvestirme, mi abuelo vendrá a despertarme a las seis, y todo comenzará de nuevo.

            Anoche soñé con Claudia Cardinale, estoy en el último asiento del ómnibus y quiero recordar el sueño. Es inútil, no sé donde estaba ni que hacía con ella. Me río de sólo pensar la cara que pondría Maruja, si yo le contara aunque sea un poco, mis dolces farnientes con la Cardinale. Seguro que iría corriendo a contárselo a Saúl, tratándome de degenerado.
            Adolfo me dice que no entre en la oficina. Parece que hay quilombo. Le pregunto si es conmigo. Se ríe, me ceba un mate y me dice que está la madre de Maruja. Se nota que grito cuando le pregunto si le pasó algo, porque me dice que baje la voz, y sacude su mano como un abanico a todo lo que da, me habla al oído:
- Parece que Roje, el de la fábrica de frazadas, ayer le metió mano a la piba. Comenta bajito y cambia la yerba.
- ¿A qué piba?
- A la Maruja, ¿qué otra piba hay acá?
- ¿Y ella vino?
- No, y la vieja quiere meterlo en cana al Roje.
- ¿Y el Roje está adentro?
-  No, está el Saúl convenciendo a la vieja para que no haga la denuncia.
            Adolfo me alcanza otro mate pero ya no me habla, sólo piensa en voz alta: “¡Qué pelotudo este Roje!, es un hombre grande, habiendo tanta mina suelta por ahí…”
            Yo lo miro, me resisto a comprender lo que pasa, se que se trata de algo jodido pero no llego a darme cuenta. Roje es un tipo simpático. Con su hermano, tiene una fábrica de frazadas aquí al lado. Cuando no está de reparto con su Estanciera, viene para aquí, a tomar café o mate con el Bebe o Saúl. A veces se le va la mano con los chistes verdes, entonces lo quieren parar señalándole a Maruja. Él se ríe a carcajadas.
            Adolfo sin sacarle el ojo a la puerta de la oficina, ordena unas cajas de hilado. Yo estoy confundido y tenso. Le pregunto si Maruja está bien, por decir algo:
- Espero que no esté embarazada, ¿sabés el quilombo que se le puede armar al Roje con la familia?
- Pero ¿cómo fue?
- Y yo que sé, parece que la llevaba a la Maruja en la Estanciera para la casa.
            Adolfo se calla, frunce el ceño, me mira, toma aire para hablar nuevamente:
- Ella lo debe haber provocado, viste como son estas nenas con las polleritas cortas.
- Pero si Maruja es una piba de mi edad.
            Adolfo se sonríe y no me contesta, me vuelve a repetir que no entre en la oficina y se va para el galpón.

            Los fason empiezan a llegar, dejan la Siambreta funcionando en la puerta, cargan las piezas de tela y las acercan hasta la balanza. Les extiendo un remito impreso con el sello “a revisar”. Algunos quieren hablar con Bebe por el día de cobro. Cuando ven a través del vidrio a la madre de Maruja llorando y a Saúl conteniéndola, no insisten, diciendo que después vuelven.
            Yo me siento nervioso, las manos me sudan, imagino a Maruja en la camioneta del Roje. Ese tipo podría ser mi padre. Pero si ya no se le debe parar. Seguro que en todo esto hay gato encerrado. Siento que hoy no esté Maruja, porque con ella me divierto.
            Son las once, justo hoy el Bebe llega atrasado. En la oficina todavía está la vieja de la Maruja, toma un café, parece más tranquila. El Bebe me pregunta qué hago. Le cuento cortito el despelote. Me dice que le diga a Saúl que lo espera en el galpón. Me quedo custodiando a la vieja, disimulo haciendo que reviso papeles en el escritorio. No me atrevo a mirarla a la cara. Ella me observa y yo no sé por qué me siento culpable.
            Vuelve el Bebe solo, con sus dos manazas toma los hombros de la madre de Maruja sin pronunciar palabra. Parece un acto de homenaje en el minuto de silencio. Al fin el Bebe expande sus bigotes y le susurra: “No se preocupe, todo se va a arreglar”.
            Ella baja su mirada, se acerca a la boca un pañuelo acurrucado que tiene en la mano. Creo que va a llorar. Pero no, en tono muy bajo le contesta:
-Usted sabe que somos una familia pobre pero decente.
Bebe asiente con la cabeza, la abraza y la acompaña hasta la salida.

            Hoy se supone que hay que pagarles a los fason. Miguel es el primero en llegar. Sale el Bebe a entretenerlo, mientras escucho que Migdason pone en marcha su Autounión y se raja:
-Hola Bebe vine por el cheque. –Dice Miguel-
-Pasá a tomar un café, siempre estás apurado.
-Es que dejé los telares solos funcionando, dame el cheque y me voy.
-Pero ¿para qué necesitas plata vos si tu esposa trabaja?
-Dale Bebe, no te hagas el gracioso, en serio tengo los telares solos, dame el cheque.
-Acá lo tengo –se lo muestra-, pero el chambón de Migdason se fue y no lo firmó.
-¿Y vos no lo firmaste?
-Yo sí, pero para cobrarlo tiene que tener las dos firmas. Llamá más tarde, a lo mejor el Migdason vuelve.
-Es que contaba con esa plata Bebe.
-Pero si tu mujer trabaja.
-Acórdate de hacérselo firmar. A la tarde paso.
-Chau Miguel, te espero.

            El Roje está con el Bebe, yo los veo y los escucho porque dejaron la puerta entreabierta. Al Roje se lo ve nervioso, no para de hablar ni de gesticular. El Bebe, desde su escritorio lo observa indiferente.
            -Vos me conoces Bebe. A mí me gusta bromear. Pero ¿cómo se te ocurre?..., si esa piba tiene menos edad que mi hija. ¿Querés que te diga la verdad? La vi salir, y le pregunté si quería que la lleve hasta la casa. Imagínate, yo ni sabía dónde vivía. La guachita se me sienta adelante en la Estanciera, me sonríe y se cruza de piernas. Te das cuenta, me estaba provocando. No me digas que no Bebe, somos grandes, y nos damos cuenta cuando una de estas turritas está buscando guerra. Bueno, el asunto es que le conté algunos chistes subidos y la pendeja se reía cada vez con más desparpajo. Agarramos una avenida para el lado de Caseros y estaba tan suelta, que le acaricié la mejilla…,¡porque tuve ganas!. No sé, pensé que era mi hija ¿viste? En un momento se le desprendió el botón de la blusa y dejó media de esas tetitas nuevas al aire. Le conté otro chiste, se río, descruzó las piernas, justo bajé el cambio de la Estanciera, y sin darme cuenta, mi mano quedó entre sus muslos. Yo no sé que pensó, decí gracias que iba despacio y que nadie me estaba pasando. ¡Abrió la puerta y se tiró!. Yo frené, quise ayudarla, pero me puteó delante de todo el mundo. Hizo un escándalo que no te cuento. Así que arranqué y me fui. ¿Entendés Bebe?

-Entiendo que perdí una empleada

domingo, 5 de abril de 2015

Fragmento 1º de relato largo

     "Sobre Ráfagas y ausencias"
Entrega semanal

1963 Por Eduardo Wolfson

Amanece, el colectivo atraviesa la General Paz hacia la provincia. Soplo mis manos y me coloco los guantes de cuero. Froto el vidrio empañado para tener mejor visión, pero es inútil. No hay paisaje, sólo una niebla densa. Adivino a mi derecha el gran parque de la General Motors, en la próxima parada tengo que bajarme. El vehículo se aleja anegándome con combustible mal quemado. Tiemblo, castañeteo y al fin, cruzo la avenida para internarme en estas calles sin acabar, tan habituales de Villa Linch.  Paso por el bodegón, a estas horas el aroma del café trata de ganarle, sin conseguirlo, al perpetuo de los guisos. El ritmo monótono y lastimero de los telares crea la música inagotable. Con un poco de imaginación, puedo pensarme en medio de un carnaval triste, eterno.          Pero mi itinerario es corto, casas sin revoque, ventanucos de contrabando en las medianeras, paredes enmohecidas, galpones, luces mortecinas de tubos fluorescentes que se filtran por los agujeros en las chapas.     Lo veo a Adolfo, raspando con una espátula la cara buena del viejo Illia en un afiche. Si yo tuviese dieciocho años creo que lo votaría, pero solo tengo dieciséis. Adolfo es el hombre orquesta de la fábrica. Eso de fábrica le quedó grande. Ahora los empleados somos sólo cuatro. Adolfo, que cuando había obreros era el encargado de mantenimiento de los telares. Saúl, que está en todo lo administrativo y mantiene las cuentas prolijas. Maruja, que tiene mi edad, y buena letra, sirve café y completa los libros contables como Saúl le indica, y yo. Me llamo Ernesto, reviso las telas que traen los fasonieres, las envío a la tintorería y, también, ayudo al fletero para entregarla a los clientes.              Los dueños del “establecimiento”, (como a ellos les gusta llamarlo), son dos: Minsky y Migdason.

            El Bebe Minsky es un tipo campechano, y de pocas palabras. Nació en una colonia de inmigrantes con campos improductivos. La familia fue instalándose en la capital de a poco. Los hermanos fueron trayéndose unos a otros. Conoció a Migdason, quien ya era un hombre de fortuna, cuando trabajaba de cadete en una mayorista textil. Me contó Saúl que fue después de la segunda guerra, faltaba de todo, y lo poco que había era malo y caro.
            El trabajo de Minsky y el capital de Migdason se complementaron perfectamente. Así nació la fábrica de telas de camisa. Este Villa Linch, lóbrego y sórdido, sirvió para ocultar el vellocino de oro de M y M.

            Hoy está Migdason, su presencia, no frecuente, nos inhibe. Por lo general, cuando Maruja y yo nos cruzamos, reímos por cualquier tontería, pero hoy no.  Migdason nos mira a través de sus lentes gruesos y parece amonestarnos. El único que no se siente incómodo con su presencia es Saúl que trabaja relajado. Pone en el escritorio de Migdason un pilón de cheques para la firma y lo apura para que estampe su rúbrica. Luego le acerca una cantidad de facturas para que les dé el visto bueno y después, desaparece sin dar ningún aviso. Hasta Migdason sabe que fue a almorzar a la fonda.

            Es mediodía. Migdason revisa papeles y el Bebe permanece con los brazos cruzados, parado frente a él. Ambos están callados hasta que Migdason se sacude y encoge los hombros de manera muy particular. Todos sabemos que expresa con ese gesto un “qué se le va hacer”. Entonces se levanta, desordenadamente arroja lo revisado en el escritorio de Saúl, a manera de saludo masca como un rumiante y desaparece.
            El Bebe nos concede la luz del sol al dejar de interponerse entre la ventana y nosotros. No habla, infla sus mejillas, expande sus bigotes y se acerca a la caja fuerte. Con una llave corre el tambor, mientras la mano derecha juega en vaivén sobre un disco cargado de números. Maruja y yo nos permitimos una mirada cómplice, sabemos como acaba la ceremonia. La puerta de la caja se abre, y Bebe extrae chocolates para todos.

            A Adolfo lo llamamos Penélope. El gran galpón hoy alberga solo un telar, en el cual, el hombre orquesta mantiene desde el año pasado, una pieza de tela a medio terminar.
            Saúl me contó, que antes de mí ingreso, Minsky y Migdason, reunieron a los 30 obreros que tenía la fábrica para comer un asado. Hubo buen vino, mejor carne. La gente estaba incómoda y ansiosa por no saber que celebraban. Migdason esperó que transcurrieran algunos chistes y también, algunas sutilezas graciosas que su socio gastaba, por ser el que tenía más familiaridad con el personal. Antes de que se reparta la naranja de postre, se levantó y pidió que lo escuchen. En su dificultoso castellano hizo un poco de historia. Contó de los grandes sacrificios hechos para llegar a la posición que ostentaban. Que se pasaron momentos muy malos y algunos mejores, pero que en todo caso, siempre la firma protegió a su personal, que no produjo despidos y que con esa actitud, cuidaban el bienestar de muchas familias trabajadoras. Que las buenas intenciones y el trabajo duro los ayudó a progresar. Que la reunión tenía el objeto de comunicarles una decisión. Minsky y Migdason querían repartir el fruto del trabajo con sus trabajadores. “Ustedes se preguntarán ¿cómo?”, me contó Saúl que dijo Migdason, logrando un silencio sepulcral, en espera de la revelación de la incógnita.
“Pues bien, con Bebe vamos a ayudarlos para que se conviertan en empresarios”.
            Me refirió Saúl que la gran mayoría quedó paralizada como posando para un cuadro. Luego se miraban entre ellos, pero ninguno se atrevía a preguntar. El Bebe Minsky, con sorna, fue el que rompió el hielo:
“Vamos muchachos, Migdason dijo que los iba a convertir en empresarios no en millonarios”.
“El Bebe siempre tan sincero”, discurrió Saúl.

            Con Maruja hablamos mucho en los momentos libres. No estoy acostumbrado a contarles cosas a pibas de mi edad. En el colegio nocturno somos todos varones. Maruja no es acartonada como las de la capital. Es alegre, me cuenta de los asaltos que hacen en su barrio. Para la música es bastante mersa. La madre la acompaña a los bailes de la Escala Musical. Dejó en segundo año y empezó a trabajar. Me dice que ella no tiene cabeza para el estudio. Cuando me trae el café me sonríe, me pone ojos romanticoides y cariñosamente pero con burla, susurra:
“Con tres cucharitas de azúcar, como le gusta al jefe gordito”.
            Yo quiero replicarle con algo irónico, pero no me sale nada. El repentismo no es mi fuerte, y sobre todo, si creo que la piba me da calce. Empiezo a sudar, siento como un garrote en el estomago, pongo cara de yo no fui, hasta que el momento pasa. Después me doy como en la guerra, frente al espejo lo menos que digo es bonito, recién ahí, es cuando se me ocurren las frases maravillosas que deberían haber estado presentes tres horas antes.
            A pesar de todo siento que nos comunicamos. Ella me cuenta el contenido de una novela que ve la madre. Parece que un muchacho rico quiere casarse con la sirvienta y la familia se opone. A mi me gusta hablarle de Trotsky y de Roberto Arlt, son dos tipos de los que chamuya un compañero en el colegio y que yo, le debo poner la misma cara que me pone ella.
            Maruja tiene una familia muy distinta a la mía, viven en una casa vieja por Caseros. Allí alquilan dos habitaciones. El padre es tornero, pero según ella un poco borrachín, por eso lo echan de los trabajos. Dice que algún verano le gustaría conocer Mar del Plata. Yo le digo que conozco, y haciéndome el modesto, le menciono que me aburro cuando en verano voy con mis viejos. Me pregunta como es el mar. A mí me gusta que sea obrera, fantaseo con casarme con una obrera, ser trotskista y devoto de Roberto Arlt.

            La música de los telares de la zona se fusiona con la de las Siambretas, esa especie de bicicleta con motor, que adoptaron los fason como medio de transporte. Llegan trayendo una o dos piezas en crudo que yo les recibo. Saúl me contó, que estos son los que eran obreros hasta antes del famoso asado, y que ahora, dijo maliciosamente: “Gracias a Migdason y Minsky, son patrones de su fuerza de trabajo”.
            No comprendo que es eso de la fuerza de trabajo, se lo digo. Saúl me mira, se sonríe, mira para los costados y me explica: “Después de aquel asado se organizó todo. La mayoría, a pesar de ciertos miedos, estaban contentos, otros no entendían un pepino, y dos o tres querían seguir en sus puestos. La empresa les ofreció a los que disponían de lugar en su casa, que se llevaran el telar que usaban habitualmente. A los que no tenían esa posibilidad, les dieron un tiempo para que encontraran algún galponcito, o un terreno prestado para construir una pieza”.
            Adolfo interrumpió la explicación, recordando una frase que el Bebe les decía con afectuosidad: “pero haber, quien no tiene un tío o una querida que no sea capaz de prestarles un lugar, o cobrarles un alquiler baratito. Piensen que se trata de que ustedes y su familia progresen”
            Al final, continuó Saúl: “todos se fueron adaptando a la nueva situación. Se arrojaron de lleno en el cuentapropismo. Migdason y Minsky les entregó en cuotas ridículas los telares con un año de gracia para empezar a pagarlos, les vende la materia prima necesaria y les compra toda la producción”.

            Saúl me cae bien, pero cada día tengo la sensación que lo conozco menos, así que no me atrevo a preguntarle ¿Cuál es el negocio de Migdason y Minsky?