domingo, 24 de mayo de 2015

La pesadilla

  Por Eduardo Wolfson

Lo sacudieron para que despierte. Sudado, colocó sus manos sobre el colchón tratando de erguirse. Un dolor agudo recorrió su columna. Gimió, trató de abrir sus ojos, pero fue inútil, la venda era la barrera que impedía su objetivo. Así, ciego, fue arrastrado y enderezado contra una pared. Escuchó los insultos de esas voces graves hasta que llegó el puñetazo que destrozó su tabique nasal. Aglutinó calor en su rostro. Desde la nariz, acarició su propia sangre descendiendo, la degustó en su boca. Completó su perturbación un baldazo de agua helada, que lo dobló. Las trompadas continuaron hasta que cayó. En el piso, las patadas se ensañaron con su cuerpo en un padecimiento infinito. Envidió a los que morían. Trató de pedir que lo maten, entonces supo que no modulaba palabras, se había quedado sin voz. Con algo parecido a unas pinzas le abrieron la boca. Primero vino el aroma a mierda y enseguida el gusto. No pudo resistir, introdujeron materia fecal hasta la primera convulsión. Lo dejaron enroscado en el suelo mojado. Alcanzó a escucharlos nuevamente, primero fueron murmullos entre ellos, luego se convirtieron otra vez en gritos e insultos para él.

Alguien le quitó la venda, lo trasladó hasta la cama, arrulló sus llagas, le pidió que duerma, y agregó, “es posible que tengas un buen sueño”.


sábado, 16 de mayo de 2015

De “Relatos sobre Carlos Passos”


Cherofa interpela y algo más ...            
                                              Por Eduardo Wolfson

Ese día, Cherofa fue una aparición en Diógenes, nadie recuerda haberlo visto entrar. Pero ahí estaba, con los vaqueros sucios de siempre, su camisa negra de botones blancos y los lentes oscuros cubriéndole la mitad del rostro. Dejó en el piso dos paquetes gigantes de apuntes para entregar. Se abalanzó sobre Passos aprisionándole el cuello con sus manos. Su voz aguda descargaba puteadas que languidecieron de apoco, mientras los testigos volvían de la sorpresa a la normalidad. Paco y Pepe desprendieron los brazos de Cherofa.  Passos sofocado, pudo por fin respirar profundamente y restablecer su juicio: “Pero ¿qué te pasa pibe? ¿A que se deben esos improperios?”. La interrogación, con duda y con sorna tranquilizó los ánimos. Cherofa contestó agitado: “le presentaste un tipo a la Clara y le dijiste que estaba enamorada de ella”
            Passos, recuperado, pidió gruyere cortadito y ensartó la última aceituna. A una ráfaga de silencio pensativo, inició el diálogo:
            - ¿Y tiene algo de malo eso?, ¡Cherofa!
            - Sos un hijo de puta, no tenés derecho a jugar así con los sentimientos       de una mina paralítica, ¡Passos!    
            -Claro, según vos, una paralítica no tiene derecho a sentirse mujer,   ¡Cherofa!
            - No digo eso, digo que sos un degenerado. ¿No te da lástima la pobre mina? ¡Passos!   
            - ¡¿Qué?!, ¿sos boy-scaut? ¡Cherofa!
            - Pero no te das cuenta que la fabricaron para un melodrama, ¡Passos!   
            - ¿Por qué decís eso? ¡Cherofa!
            - Es paralítica, huérfana, con una hermana que es una psiquiatra rica y la desprecia. Estudia psicología. Un tachero, solo la bajó del coche cuando ella aceptó chupársela. Para colmo, en el único lugar donde puede vivir, es en una pensión rasposa, donde entra sin ayuda con la silla de ruedas porque no tiene umbral. ¿Si esto no te parece un melodrama? ¡Passos!   
            - Entonces, según vos, los que están para el melodrama tienen prohibido vivir el amor, ¡Cherofa!
            - No seas turro, la mina es paralítica y vos la ilusionás al pedo, ¡Passos!   
            - ¿Ella te contó que yo le presenté un tipo? ¡Cherofa!
            - sí, recién en el hall de la facultad, ¡Passos!   
            - ¿Y cómo estaba? ¡Cherofa!
            - Me preguntó si era verdad, la pobrecita. Y yo no sabía que decirle, ¡Passos!   
            - ¿Y cómo estaba? ¡Cherofa!
            - Como estaba ¿qué? ¡Passos!
            - Claro, ¿tenía las crenchas de todos los días?, ¿usaba esa polera sucia que le mantiene las tetas en el estómago? ¡Cherofa!
            - No. Está peinada y con el pelo brillante. Ahora que lo decís, me parece que tiene pintados los ojos, ¡Passos!   
            - ¿Viste? ¡Cherofa!
            - ¿Qué? ¡Passos!
            - La ilusioné, se sintió mujer y está usando sus armas de seducción. En cambio, para vos, es tan solo una paralítica, ¡Cherofa!







sábado, 9 de mayo de 2015

1968 Colimba

Relato corto de una estupidez con gorra

Por Eduardo Wolfson

El energúmeno no nos quiere dejar en paz. Nos grita cada vez más fuerte, nos dice cosas sin sentido. Que los del 47 somos los más numerosos pero también los más flojos. Que justo a él le tocó una compañía de ignorantes. “¡Mucho mediquito!, ¡mucho mediquito!, pero para marchar son unos gansos”. Se pone rojo, su nariz es un tomate para exportar.  El uniforme de fajina se le plancha en el cuerpo. La visera de su gorra le aletea en la frente, es señal que desde sus entrañas nace un clamor previo al baile: “¡Reclutas!, lo que no les entra por la cabeza les va a entrar por los pies –su voz brama - ¡alrededor mío carrera march, cuerpo a tierra, salto de rana!. Les aseguro que van a desfilar como si fueran San Martín”. Tengo que pensar algo y pronto, sino la bestia me mata. Ya sé, en el próximo cuerpo a tierra no me levanto. “El civil ¿está veraneando en el pasto?”. Truena su sarcasmo mientras apoya su borcego en mi espalda.

“¡Lumbalgia aguda!”, diagnostico en voz alta de médico militar. “¡Internación inmediata!”, tratamiento ordenado en voz alta por médico militar. Soy un eslabón en la fila india, en una ventanilla firmo la entrega de un pijama gastado. Por pasillos que parecen no tener fin, un sargento enfermero nos conduce hasta la sala general. Nos asigna las camas, nos ponemos el pijama y nos ordena acostarnos. Giro la cabeza hacia ambos lados, cabeceras de caño blanco que se repiten hasta el infinito. Miro hacia el frente, como si hubiese un espejo gigante, separado por un pasillo el panorama del otro lado es el mismo. Tomo conciencia de la concentración extraordinaria de cuerpos accidentados y enfermos que me rodean. “la colimba los hace hombres” dice un vecino de casa, “pero primero los hace mierda”, agregaría yo. Son las seis de la tarde, treinta metros a mi derecha, sobre una cama, un grupo juega a la baraja. En frente, un muchacho entubado con una pierna en alto, enyesada, emite un quejido intermitente. El peso de la tarde, esfuma la claridad que penetra por grandes ventanales que rodean la sala. La oscuridad invade mi ánimo. Todos nos hemos callado, nadie putea, no hay murmullos, no sé si se trata de silencio o vacío. El recogimiento espontáneo cesa con la llegada de la comida. Desde lejos escucho un grito  que se repite cada vez más cercano: “¡rancho!”. Un gran carro forrado en acero inoxidable, avanza por el pasillo tirado por dos colimbas que son guiados por un cabo. En ciertas mesas de luz, depositan en un plato un mejunje humeante, es para los enfermos que no pueden deambular. El carro acaba estacionado junto a dos mesas muy largas, flanqueadas por bancos de cemento. Sigo al rebaño, con un jarro y un plato de lata. Otra vez puteadas, algarabía, y risas que se necesitan cuando vuelan los panes. Hay cambio de guardia, media luz y reposo. Algunos muchachos ayudan a comer a los impedidos. Un pinchazo sumamente doloroso en la nalga derecha me despierta. “no putees pibe-me dice el enfermero- son las intramusculares que mandaron a inyectarte todas las noches”. Creo que me la dio en el ciático, mi pierna es un trayecto punzante, parece que mi avivada no esta resultando. Un compañero me zamarrea, se que despierto porque experimento el recuerdo de la inyección. Diviso a un grupo que rodea la cama del colimba entubado. “Hace mucho tiempo que dejó de quejarse”, mi despertador explica la situación en voz baja y con timidez provinciana. Me incorporo, mientras su rostro se va definiendo a través de mis ojos. “El suboficial de piso desapareció, así que el pelado y el tucán fueron hasta la guardia para ver si pueden traer a algún médico”. Todos despertamos, los que no pueden movilizarse estiran sus cuellos como si se tratara de periscopios, es la forma que tienen de hacer saber que están acompañando. El tucán y el pelado  entran con un médico civil. La revisada dura un par de minutos. “Está muerto”, nos dice casi en un murmullo, y afirmándose agrega: “ahora todos se van a dormir y no le dicen a nadie que yo lo vine a ver, me pueden meter en un lío. Mañana cuando se haga la recorrida, el médico militar acreditará la defunción. Pero por favor muchachos, ustedes a mí no me vieron”.
            Pasaron 7 ampollas aplicadas por manos brujas, con sus siete madrugadas. Me entregan el alta y un salvoconducto que me prohibe realizar cualquier esfuerzo físico.  

            En manos del suboficial mayor de la instrucción, el certificado es interpretado como diploma, que con honores, he recibido como licenciado en inutilidad. “A partir de ahora ya no es un recluta, ni será un soldado, para mi usted es solo un civil, un civil trapo de piso, un civil escoria. Así que cada vez que yo pronuncie la palabra civil lo estaré llamando, y usted, como un rayo acudirá hasta mí, ¿entendido?, ¡Civil!”.

Un civil, muy bien podría preguntarle Sócrates a Trasimaco: - ¿Para qué sirve?
- Para sostener la bandera en el ensayo de juramento. Muy seguro contestaría el sofista suboficial.

            En su discurso otoñal, lleno de loas a la patria, al ejército, a la escarapela, y por supuesto a la bandera, el instructor anuncia que va a infundirnos espíritu de cuerpo. Para tal fin, nos informa: “Dos granaderos, ataviados con el uniforme victorioso de la batalla de San Lorenzo, recrearán en sus instrumentos, trompeta y tambor respectivamente, los acordes indelebles de las marchas precursoras de nuestra nación, entre ambos servidores de las fuerzas, la bandera con su sol refulgente flameará, saludando nuestro paso marcial. Cuando las ternas vibrantes pasen frente a ella, con la mirada serena y tornando el rostro, elevarán su diestra para entregarle su hidalguía”.

            Entre dos granaderos, mantengo erguido un mástil inmenso en el cual flamea la bandera. La compañía, desfila a paso redoblado a unos 150 metros de nuestra posición, con el energúmeno a la cabeza. Aprovecho que el sumbo no me ve para relajarme, el mástil pierde su erección, estacionándose en paralelo a la calle. Dejo que uno de los lados de la bandera roce el asfalto. Los granaderos con su trompeta y tambor, producen el fragor castrense, mientras yo les cuento algunos chistes verdes. Sincronizados como un ballet ruso, los futuros juradores, rodean una rotonda para enfilarse en la recta hasta nosotros y consumar el saludo.

            A pesar de la detonación ensordecedora que producen mis casuales compañeros músicos, escucho en la lejanía unos gritos desgarradores, no alcanzo a percibir en que consiste el pedido de auxilio. Por fin, a mi izquierda y casi a una cuadra, distingo al jefe con la espada en alto, parece decidido a dar la orden de degüello. Sin polvareda, reconozco perfectamente al gigante enfurecido. A medida que se acerca, su arenga se vuelve inteligible: “¡Que el civil levante la bandera!” Tengo la impresión que su voz jadeante, pero potente, nace en sus borceguíes: “¡si el civil no levanta la bandera, nos vamos a estrellar! ¡Ese civil, nunca vio como se estrella un pelotón!”.


            El granadero del tambor, lanza una carcajada sin dejar de tocar, el de la trompeta trata de ahogar la risa en el tubo del instrumento. A unos cincuenta metros, la marcha de la agrupación recibe el impacto del exabrupto y se descuajeringa.

sábado, 2 de mayo de 2015

1963

          Fragmento 5º, y último de relato largo
Por Eduardo Wolfson

               

     En dos mesas junto al mostrador juegan a los dados, en la de al lado de la ventana al dominó. Es mediodía, tres obreros de la fábrica de Roje comen osobuco con arroz, el plato del día. En otra mesa, un poco apiñados, seis hombres de traje, discuten la calidad de las aceitunas riojanas sobre las catamarqueñas. A tres los conozco, uno es Bebe Misnki, otro es Brenca, contador que presta su firma a los balances de la mitad de las empresas de Villa Linch y, el otro, es el gordo Loaisa, vendedor de lanzaderas.
            Al final de la fonda está Saúl solo. Veo como destroza la miga de pan entre sus manos, decido no acercarme. Bebe me llama y me hace un lugar entre él y el gordo Loaisa.
            Mientras disfruto de una sopressata en un cacho de pan, sirven el puchero. Bebe les cuenta a los demás, exagerando, como me le planté esta mañana con el convenio textil. Todos se ríen, yo no sé donde meterme. De todas formas, voy a tener que esperar hasta fin de mes, para saber si mi estrategia frustrada dio resultados. La mesa se excita un poco cuando Bebe afirma que es peronista. Brenca, de quién se dice que es comunista, lo acusa de fachista. El gordo Loaisa relaja la tensión: “Para mí todos los partidos y los políticos son iguales, mientras ninguno se ponga a regalar lanzaderas”.
            No me he dado cuenta que Saúl se fue, es raro que no nos haya saludado.

            La gorda Norma ataca de nuevo:
            - Don Saúl, y usted ¿no lleva una foto de su chico?
            - ¡No!
            -Vamos, todos los padres tienen una.
            -Yo no.
            -Lo que pasa que no me la quiere mostrar, porque tiene miedo que lo ojeé.
            -No la tengo, y si la tuviera, no se la mostraría porque no se me da la gana.
            -Bueno no se ponga así. ¡Qué carácter!
            Norma se acerca y me confiesa: “No sé que le pasa. Yo sólo quería hablar. ¿Hay algo de malo en eso?”
            Adolfo me cuenta en el galpón, que el hijo de Saúl es mogólico, lo dice con fastidio pero crudamente. Ahora entiendo, toda la película pasa en segundos. Sus viajes interminables, su desinterés, los billares, el whiski, el golpe con el taco. La amargura que lo asalta y se desdibuja repentinamente.

            Todavía no ha amanecido, Bebe y el gordo Loaisa me pasan a buscar por casa como habíamos quedado. Preparamos una reunión con todos los fasones, por eso hay que estar más temprano en la fábrica. Norma y Adolfo están en el galpón colocando sillas y preparando café. Saúl nos avisa que convenció a Migdason para que no venga. Llegan las siambretas todas juntas, parecen un ejército movilizado.
            -Son los colorados y los azules. _me dice Adolfo en broma_.
            -Esos hijos de puta me cagaron el día de la primavera. _le contesto_
            Bebe y Loaisa esperan a que todos estén sentados y con su vaso humeante en la mano.  Los saludos y algunas bromas no alcanzan para suavizar las dudas condensadas en el aire.
            -Muchachos _les dice Bebe_ Loaisa vino a mi pedido porque tenemos que solucionar un problema serio. Últimamente las piezas de tela que revisamos vienen con muchas imperfecciones. Con el cuenta hilos vemos que la trama no es la correcta y muchas, aparecen agujereadas en el centro. Los clientes nos están rechazando la mercadería. Creemos que el desperfecto se provoca en sus telares.
            Miguel, que escucha atentamente, se levanta de su silla e interrumpe:
            - Querrás decir tus telares Bebe.
            Todos se ríen, Bebe espera a que se serenen para proseguir:
            -A lo mejor los telares quedaron desactualizados y se les vuelve dificultoso ser competitivos porque tienen una sola lanzadera.
Los presentes hablan todos al mismo tiempo, algunos lo hacen gritando. La palabra lanzadera recorre el espinel. Están los que dicen que no pueden gastar en reformas, otros, más próximos a la realidad, acusan a Migdason y Minski de haberlos hecho empresarios para sacárselos de encima junto con la tecnología atrasada. Bebe dice que Loaisa puede visitar los talleres para analizar, y en todo caso, transformar los telares:
            -A cargo de ustedes, que son los nuevos propietarios. _aclara Bebe_.
            Otra vez el bullicio y también, solapados, algunos insultos. Bebe sonríe, cuando su mirada se encuentra con la de alguien en particular, sin abandonar su tranquilidad, cruza las manos dibujando un pedido de piedad.
            -De seguir así las cosas _Bebe habla como al pasar_, Migdason me dijo que no podemos seguir comprándoles la producción.
            La audiencia multiplica el silencio, sus expresiones, dan cuenta que la niebla se disipa para dar un paso firme a la realidad del desamparo.

            Saúl tiene el sobre con mi sueldo en la mano. Me mira con resignación, me lo extiende: “Si sos valiente, creo que pierdo un compañero de billar, si sos un conformista más, no vas a tener para el billar. En fin, hagas lo que hagas, creo que te voy a extrañar”.

            Prácticamente le arranco el sobre, lo exploro nervioso. La misma guita de siempre. Experimento un calor súbito en las mejillas. Los ojos se me llenan de lágrimas, no quiero que lo noten, me voy para el cuarto donde reviso telas. Tengo mucha bronca, ahora quisiera trompear a alguien. El Bebe se burla de mí y esta gentuza lo disfruta. Entro en el baño, me lavo la cara, me peino. Le voy a decir a mi viejo que estoy cansado, que sólo voy a seguir estudiando. ¡La puta!, se va a poner contento el marrano.

              1963, es uno de los relatos que integra el libro inédito 
                                         "Sobre ráfagas y ausencias"