sábado, 27 de junio de 2015

¡Sí!...quiero.

 Por Eduardo Wolfson


Caminaban alrededor de la plaza, como la mayoría de los enamorados lo hacía habitualmente en los atardeceres pueblerinos. Ellos daban cuatro vueltas exactas. Como otros, ocupaban algún banco debajo de un árbol frondoso, a diferencia de los otros, era siempre el mismo banco. Se contemplaban durante quince minutos, ni uno más ni uno menos. Benito, consensuó con Norma, que ese era el tiempo socialmente necesario para experimentar el placer que proporcionaba el amor, sin ejercerlo. Los otros aguardaban la sombra protectora de la noche, para que sus manos inquietas, puedan hurgar con cierta tranquilidad debajo de los vestidos, dentro de las braguetas, y adquirir un adelanto de esas formas impactantes productoras de taquicardia y ansiedad, con la esperanza, que aquel conocimiento táctil concluyera alguna vez  con luz. Benito y Norma, en cambio, se despedían en la entrada de la casa de la novia, con un beso en la frente por parte de él y un suspiro de ella, en el cual esfumaba siempre la misma frase: “he pasado una tarde maravillosa”.

Benito estudiaba geografía. Algunos intuían que su elección, respondía a que era la forma de conocer el mundo, sin moverse de su sitio. Pero él, no se cansaba de repetir que su compromiso era el fruto de su atracción por la regularidad contenida en los mapas de isobaras e isotermas.

Norma, asintió ser novia de Benito un sábado de invierno después del pedido formal. Ambos ocupaban la mesa de una confitería desolada, cuando a las 15 hs. tuvo lugar la declaración. En ese mismo acto, Benito entregó a Norma el duplicado de un escrito con los compromisos que a partir de aquella fecha contraían. En la primera acción, rozaron las palmas de sus manos. A la futura esposa, según sus biógrafos, se le ruborizó las mejillas, en cambio, Benito se vio impedido de dibujar la sonrisa muchas veces ensayada para ese momento, debido a su estreñimiento pertinaz, que si bien era una molestia constante, en las horas álgidas se tornaba insoportable. Presa de un temperamento irreparable, para explicar su actitud incierta, solo atinó a señalar a su compañera el cuarto ítem del capítulo, titulado: “Virtudes y defectos del futuro cónyuge”. Norma asombrada, observó el rostro crispado de Benito, sus dientes apretados, la piel más amarilla que de costumbre resaltando la transparencia en sus pómulos y escondiendo sus pupilas negras en fosas sin párpados. Bajó la vista y leyó en voz alta: “Benito Casafuentes Terrada, declara que es un hombre saludable y viril. Pero que a pesar de dichas cualidades no puede superar una constipación que acarrea desde los días de su infancia, provocándole un humor estructuralmente desagradable, siempre en algún momento del día”.

La palidez de Norma ocultó su turbación. Pensó que aquel hombre que sería su esposo, creería que su mudez reflejaba la expresión de su desazón. Pero no se trataba de disgusto o mortificación por lo que acababa de conocer. En realidad, sus palabras ausentes eran la contra cara de la vergüenza. Su intención era consolar a Benito, indicarle que su dolencia no significaba nada para la relación que estaban construyendo, pero su recato le impedía encarar con franqueza, sin el riesgo de caer en la indecencia, aquella dolencia, que tenía su origen en la profundidad del ser que amaba, pero que recién conocía. Si se hubiese tratado de un sarpullido pensó, algo superficial, no dudaría en bordar sus oraciones con capullos que disuelvan nubes dejando un cielo diáfano para los tiempos venideros. Pero lo escrito no dejaba dudas: era constipación severa. Norma se preguntaba, ¿cómo hablar del hecho sin nombrar los intestinos del novio nuevo? ¿Cómo referirse al tema, sin aludir directamente al estorbo de las evacuaciones del vientre? Sentía que todavía era muy pronto para tener la confianza de interrogar acerca del régimen normal de comidas, de la densidad de la materia fecal, de la falta de dilatación anal, y mucho menos, ponerse a analizar los posibles métodos artificiales, necesarios cuando los naturales fallan.

A pesar de todo, Norma se recompuso. Contuvo entre sus manos una de Benito, y suavemente acotó: “cuando mañana nos encontremos, yo te daré por escrito mis virtudes y defectos, así respondo a tu sinceridad con el mismo calibre”.

Benito ansioso, esperó a Norma a la salida de su trabajo. Ella enseñaba dactilografía en una academia superior de secretariado. El muchacho era un manojo de huesos largos y frágiles, envueltos en una piel olivácea, que deslucía un traje gris de confección. La vio descender las escaleras con otras profesoras del instituto. A él le gustaba la forma de vestir de Norma. A pesar del verano, usaba polleras medio acampanadas y largas más allá de la pantorrilla, que acompañaba con medias blancas y un par de zapatos modelo Guillermina. Cubría su torso con una blusa negra de mangas largas. Faltando dos escalones para el encuentro, Benito le extendió su mano derecha atrayéndola suavemente. Norma devolvió su gentileza con una gran sonrisa. Después llegó el beso en la frente de ella, y más tarde, un sitio apartado en la confitería, pero a la vista de todos. Debajo de la mesa y cubiertos por el mantel, el ropaje de ambos, a la altura de las rodillas se rozó, encendiendo una llamarada en sus rostros. Norma extrajo de su maletín una pequeña carpeta de cartulina color verde mar y se la extendió. Benito pudo visualizar el título: “Virtudes y defectos de Norma Montemayor”. Antes de abrirla, miró el rostro de su compañera, cuyos ojos cobraron un brillo inesperado, observó que sus labios se encastraban descargando con nitidez una línea medio violácea. Disimulando su impaciencia, abrió lo más lentamente que pudo el documento y leyó con la vista:
“declaro que soy una mujer saludable y de piel muy blanca. Pero que a pesar de dichas cualidades no puedo superar la pelambre negra que ataca mi cuerpo desde los días de mi infancia. Por haber apelado a los más disímiles tratamientos, hoy me cubre una mata cortante como alambre de púas, que me provoca un humor estructuralmente doloroso, sobre todo en el baño diario”.

Con la cabeza gacha, sin expresar emoción alguna, Benito introdujo la carpeta en su portafolio. Al enfrentarse nuevamente con la mujer elegida, notó que las mejillas de esta habían enrojecido. Permaneció callado, en realidad trataba de que su aspecto no delatase el advenimiento de los síntomas trágicos de la constipación. Norma, interpretó la actitud de su compañero como un rechazo a su confesión impresa. Con lágrimas asomándose ya a sus ojos, huyó hacia el baño.

La primera angustia, debida a un mal entendido, fue desapareciendo como arena entre los dedos. Benito esperó a Norma, al día siguiente a la salida de la academia, con un conjunto de rosas amarillas. Así comenzaron a concretar aquel diseño previo para desplegar sus vidas en pareja.

A pesar de sus estrechos ingresos, pudieron alquilar un pequeño departamento con patio. Adquirieron en cuotas, muebles sencillos y convencionales. Para el dormitorio, según lo estipulado previamente, eligieron dos camas de una plaza y una mesa de luz para separarlas. No hubo fiesta de casamiento y tampoco luna de miel, pero sí la ceremonia religiosa en la mismísima catedral. Norma, para la ocasión, se cubrió con un vestido enterizo que junto a varias enaguas subterráneas, cubría desde su cuello, el resto de su anatomía. Benito la acompañó con un chaquete alquilado.

Los primeros meses del matrimonio transcurrieron según lo descrito en los escritos asumidos. En las mañanas hábiles, después de un desayuno en el cual prevalecían bizcochos con harinas de salvado y frutas de estación, Norma partía hacia su trabajo, y Benito ocupaba el baño, para meditar en soledad y ahuyentar, de ser posible, su singular éxtasis fecal. Frecuentemente, en esta instancia, frente al espejo profería un aullido que se apagaba, cuando su cuerpo frágil, apoyaba la piel gastada de sus nalgas doloridas sobre el inodoro. Luego concentraba sus pocas fuerzas para aguzar los movimientos peristálticos, y cumplir con las progresiones del contenido gástrico e intestinal hasta la expulsión por su diminuto orificio anal. Más tarde, si sus esfuerzos eran compensados con un resultado positivo, lo cual no siempre ocurría, se recuperaba escuchando una grabación de la oda a la alegría y jugando un solitario juego de damas. Todas estas ceremonias, eran ejecutadas rigurosamente hasta llegar el mediodía. Su almuerzo, consistía en una alternancia de ensaladas condimentadas únicamente con aceite de ricino.

Fue el primer viernes santo, el que trastocó la rutina. Norma quiso aprovechar el feriado para enrubiar sus pelos, que como lianas selváticas, se expandían por toda su anatomía. Para lograr su objetivo, la muchacha, compró con anterioridad varios paquetes de amoníaco, y el doble de agua oxigenada. Se proponía mezclar en esas cantidades las sustancias, respondiendo a una tradicional formula para aclarar bellos. Benito, sin reparar en el feriado, se posesionó del baño en la forma habitual. En el patio, Norma con un pincel, embadurnó brazos, piernas y tórax con la sustancia cosmética, y utilizando un rodillo, también cubrió con ella su espalda.

Benito, ya había aullado en el espejo, y sin ofrecer resistencia, su cuerpo deslucido cayó sobre el inodoro. Norma, mientras tanto, embadurnada con la misteriosa mezcla, debía permanecer como una estatua durante quince minutos bajo el sol. Benito se percató de la cercanía del primer movimiento peristáltico de sus intestinos. Si bien pasó casi desapercibido, una mueca placentera se dibujó en sus labios, intuyendo que el principio suave de la acción,  anunciaba un desenlace estridente. A Norma, no la asombró sentir la primera picazón, fue advertida de que eso sucedería. La recibió con la entereza propia de su género. Benito aguardó en silencio absoluto la presentación del segundo movimiento, tenía perfecta conciencia, de que el suyo, era un estreñimiento esencial, que de tanta convivencia terminó por convertirse en una compañía fiel. Cuando advertía a su alrededor otras vidas insaciables como barriles sin fondo, experimentaba que aquella compañía se convertía en genuino orgullo. Norma inmóvil miraba su reloj, habían transcurrido diez minutos, en cinco más tendría que correr hacia la ducha y enjuagarse con agua caliente, para evitar las erupciones lacerantes, que en ese tiempo, corporizaba la sustancia a la piel. Benito, concentrado en su tarea, logró una primera tensión de su musculatura para colaborar con las contracciones futuras que presentía. Norma comenzó a girar lentamente, un poco para tratar de disimular el picor, y otro para que el sol no deje de rozar ningún punto de su cuerpo. Benito intentaba distraerse para no considerar el advenimiento de los espasmos intestinales. Pensaba en la influencia de su inhibición psíquica frente a la necesidad perentoria de defecar. Se consolaba, sosteniendo que su perturbación, no era otra cosa que un gesto de civilización en relación a las convenciones sociales. El reloj de Norma marcó tiempo cumplido. Cada minuto le pareció un siglo transcurrido. Le costó mover las piernas y lograr un paso rápido. Benito sufría, pero al mismo tiempo se deleitaba, sintiendo la progresión lenta de su contenido intestinal con destino al orificio expulsor. Norma desnuda, embadurnada y ardida, prácticamente se estrelló contra la puerta del baño. Benito acusó la onda expansiva del estallido en pleno proceso y se desconcentró. Norma, con sus manos, golpeó con intensidad la puerta, mientras observaba en sus brazos la aparición de pequeñas vesículas en erupción. Benito, sorprendido, sintió que la dirección de su onda contráctil se había invertido. Norma gritó el nombre de su esposo inundándolo en su propio llanto. Benito no contestó al ruego, ya que el interrumpido progreso de sus retortijones le provocó un dolor paralizante. Norma en cambio, conmovida por el crecimiento de ojos de volcán sobre su pelambre, ahora rubia, emitió la primera palabra insultante: “¡Constipado!”, gritó. Benito, aturdido por el cambio súbito de su rutina no pudo reaccionar. Norma, aterrorizada porque sabía tapados sus poros de excreción de las glándulas sudoríparas gimió un segundo insulto: ¡”Estreñido!”. Benito abrió su boca, pero no para contestar. Advirtió que su desconcentración, no solo causó dolor y cambio de recorrido en sus contenidos. Ahora se encontraba en presencia del advenimiento del vómito. Norma, ante la falta de respuesta y temiendo por la salud de su termo dispersión física, rasgando con sus uñas la puerta, casi exigiendo misericordia le salió su tercer improperio: “¡Obstruido!”. Benito intentó tapar con papel higiénico sus emisiones espontáneas, pero los vapores del amoníaco no le permitieron completar la tarea. Vomitó una vez más. Norma, desesperada, observó y sintió la transformación de su cuerpo. Entre la mata de pelo aparecieron claros de regiones tumefactas. No supo de donde sacó fuerzas para completar el alarido: ¡”Retrasado!”. Benito, hecho un ovillo sobre el papel que ocultaba en parte sus inesperadas expulsiones trató de responder, pero sus maxilares extenuados, frente al paisaje que ofrecía ese aparato digestivo, desorientado primero, y estancado luego, no le dejaron fuerza para la modulación. Norma se percató de que nuevas formaciones invadían sus miembros y su rostro, originados, tal vez en sus conductos excretores de sebo, pensó. Se sintió un monstruo, entonces berreó: “¡Taponado!.. Abrí”. Benito, no hallaba consolación para su estado. Se sabía una piltrafa, pero el insulto de su compañera lo indignó, hasta tal punto que sintió crecer en su laringe un conjunto de sonidos acumulados desde hace rato, que músculos propios y extraños expandieron, entonces bramó :
                       “¡Peluda!”.

viernes, 19 de junio de 2015

Fuera de temporada



 Un relato perdido en las recuperaciones


El micro se detuvo en la madrugada, a ambos lados de la ruta se veía campo. No quedaban pasajeros, era el único. El chofer, una presencia fantasmal encogida de hombros. Descendí, me sostuve en el paisaje mientras el ómnibus se desdibujaba. Después llegó el silencio, calladito el silencio. Sin embargo, mudo me envolvía. Tuve ocasiones parecidas, pero en ellas el silencio traía un mensaje. Sin temor a equivocarme, estoy seguro que en esta oportunidad, él fue el mensaje. Caminé hacia el este, avancé por los surcos de un campo cosechado. Niebla y rocío me escoltaron. Pensaba que muy pronto, la mañana me toparía con los medanos, y luego llegaría el rugido del mar. Traté de recrear el paisaje estival que había conocido seis meses atrás, ansiaba reencontrarme con la piba que pasó días y noches junto a mí, a principios de ese año en la villa balnearia. No podía recordar su nombre. Inundado por el alcohol, las cosas que me importaban flotaban en el etilismo. Puede ser que no supiese su nombre, o que no me lo haya dicho.

 Convencido que el cambio de estación lo muda todo, creí posible rescatar aquella historia perdida, de la época que mi inconciente nadaba en un tonel de vino. Vana ilusión de un ebrio acariciándose con el delirium tremens. La calle principal de la villa me atacó vacía, sin embargo el viento marino abrazaba mi campera. Di varias vueltas al echarpe y descendí hasta mis orejas el gorro de lana.  

Me desplomé sobre una tarima de madera, balcón de una confitería cerrada. Casi derrotado pero sobrio, cosa que no tengo muy clara como ocurrió, ya que sucedió durante el mareo de la embriaguez, me acurruqué debajo del alero de la entrada. En posición fetal la descubrí, froté mis ojos miopes como tratando de sacar la trama cuadriculada que solo yo veo. Cruzando la avenida estaba, lucía el mismo jean que las tinieblas me permitían recordar y una cabellera lacia que cubría su espalda. Mis huesos entumecidos no respondían mis ordenes, las de enderezarme como un atleta por ejemplo, realizar una corrida y alcanzarla, mostrándole una sonrisa llena de dientes blancos, unos labios enrojecidos, brillosos por la humedad del paseo de la lengua, y la misma lengua recibida por su boca, deseosa de mi cuerpo. Mis huesos entumecidos, doloridos me desobedecieron, y sin fuerzas para colocarlos en su carril, me preparé para gritar su nombre, y entonces sí, ella correría hacia mí, apasionada, y me abrigaría en su aldea yerma. Pero recordé que no sabía su nombre, o que lo había olvidado. Recordé que no recordaba. No pude evitar entonces que un paquete de impotencia se coloque en mi garganta. Un velo marino se elevó desde la calle, parecían vagones deformes de tren huyendo hacia la salida del pueblo. La formación se convirtió en una frontera provisoria, distanciando mi visual del escaparate que ella miraba tan atenta. Al desaparecer la bruma solo pude volver a ver el escaparate vacío, ella se había marchado.

Tristeza y alegría me penetraron al unísono, una vez más la había perdido, cierto, pero tenía la certeza que caminaba por esas calles solitarias fuera de temporada. Como un ovillo, agazapado en el marco de la puerta y afiebrado cerré los ojos, creo que fueron segundos o años, la calentura no le daba permiso a mi razón para tener certezas. Cuando los abrí, creí que había retornado. Allí, junto al vidrio del escaparate me impactó parte de su espalda descubierta, lechosa, con algunas marcas casi tiza. Su pelo lacio convertido en rodete derivó de un pelirrojo cobrizo a un zanahoria. Sus piernas habían desaparecido en un par de borceguíes como los que se usan en la guerra. Una cuota de lucidez me llevó a preguntarme por lo sucedido entre el verano y este invierno. ¿Sería posible que una villa se suicidara? Temblando, no sé si por fiebre o por miedo, supe que ella conocía mi presencia, y que por eso siempre miraba la vidriera dándome la espalda. Sus cambios eran solo un juego para desorientarme, una piñata de cumpleaños desde la que arrojaba sus personalidades para agasajarme. Una copa me hubiese afirmado, el silencio me prohibió gemir, entre la petaca y yo se instaló el dolor. Mis ojos exigían una imagen límpida, pero la arenilla avanzaba sobre los médanos sin obstáculos, dueña de la villa sin hombres. No sé si fue distracción, pero ella desapareció una vez más y yo no me di cuenta. El escaparate quedó otra vez vacío. Me dije que el sueño no me vencería, sabía que iba a volver, y quería verla. Sin embargo sentí la tersura de su piel, aquellos baños desnudos en el mar, siguiendo el camino que nos marcaba la luna llena. El delirio no dejó que la viera llegar, pero ahí estaba junto al escaparate. Sabía que era ella, aunque un gorro de lana le cubría la cabeza. El vidrio jugaba como espejo, y mostró que la capucha no tenía orificio para los ojos. Su cuerpo desprovisto de prendas continuaba blanco y tiza.

El silencio se perpetuaba calladito y la enfermera con su índice y anular amordazaba mis labios. Una llovizna se agazapaba detrás, hasta que saqueó su cofia, entonces dejó de auxiliarme o secuestrarme, y corrió raudamente detrás del gorro blanco, o de la cruz roja. Era la misma que en la clínica me obligaba a formar fila, tomaba la pastilla y un velo negro me cubría.

Acalambrando mi pena llegó un espejismo que me cerraba la herida, un aire tibio me acarició permitiendo que me levantara. Entonces la busqué para alcanzarla, pero encontré el escaparate nuevamente vacío. Volví al sitio de observación a esperar su retorno, proponiéndome que ese tiempo, el que fuese, pasarlo con la ilusión de un feriado largo.
Sentado otra vez en el piso de madera, mascando sus astillas, solté una carcajada muda, alegrándome de la ausencia de gente, pensaba sobre todo en los turistas tan molestos y desconfiados, que por su propia frivolidad, me podían tomar por un secuestrador de vírgenes.

Era invierno, los vientos y las brisas paseaban a sus anchas por la villa, en cambio en verano, la Secretaría de Turismo los obliga a esquivar a los forasteros. Soy libre y a pesar de mi delirio pude ver al sol transformarse en una bola de fuego y desplomarse detrás de la ruta, convertido en píldora. El pobre astro deseaba llamar mi atención desconociendo que ese verano, junto a ella, nos sobrecogimos enamorados cuando caía una estrella. Me propuse esperar su regreso, aunque el viento deje frío y el saqueo sequía, y las siete trompetas del Apocalipsis no suenen por imperio del silencio de facto.

Mirando el escaparate vacío otra vez ella, sin jean, sin borceguíes, sin pelo lacio, sin capucha. Se presentaba calva y desnuda. Crucé para que no escape. Al querer reflejarme en sus ojos hallé dos cuencos vacíos insertos en un maniquí.
                                                                                              Eduardo Wolfson                   










domingo, 14 de junio de 2015

Será cuento?

            La pata de conejo

           
            Horacio sintió escalofríos. Se trató de un mal sueño, pensó. Se concentró, aspiró y exhaló, luego colocó su pie derecho en la chinela, y se relajó como todos los días, contando las aberturas de la persiana, 35 hendijas. Más tranquilo, sacó del cajón de su mesa de luz la pata de conejo, rozó su piel gastada por tantos años de caricias, y recordó a Emilia diciéndole con sorna que era hora de cambiarla. “Las mujeres no entienden nada” pensó.

            Desde la guerra, la pata de conejo fue la compañía de sus trances más duros. Aquel día el capitán, siempre solemne, les habló casi familiarmente: “Muchachos ustedes son hijos de la patria, pero también pueden ser mis hijos, y mis hijos no pueden ser otra cosa que ganadores, sobre todo cuando se trata de conquistar, lo que por derecho nos pertenece”. Que frío el de aquella madrugada, miraba a sus compañeros, tratando de entender por qué aquella despertada intempestiva. Formaron frente a los camiones. Con ojos escarchados, recibió de su jefe la pata de conejo sostenida por una argolla. “Te  acompañará en todos los momentos, ella será tu mejor arma, te sentirás abrigado y protegido en los momentos álgidos, acariciando con honor su pelo brilloso.  Te la doy a vos porque sos el único rubio de la compañía”. La pata en su palma fue un traspaso de energía. Antes de retirarse, el capitán, casi en un murmullo le dijo: “Te va a traer suerte, (y agregó imperativo) sino, el soldado la muerde sin asco”
            Horacio, quedó en Comodoro Rivadavia contabilizando los enseres que llegaban al depósito. Sus compañeros, en cambio, los morochos de su capitán, corrieron otra suerte. Muchos murieron en combate, y los que quedaron fueron suicidándose año tras año.
            Horacio tenía la certeza que aquella pata era poderosa, aunque Emilia no dejaba de recordarle que en algunas ocasiones le había fallado. Esa mujer, nunca entendería que cuando no funcionó, era porque extrañaba el aire libre. Fuera de la realidad, para la pata de conejo, los sucesos producidos no existían. En cambio, adosada a la argolla, al lado de las llaves, sus efectos eran prodigiosos.
            Emilia le echaba en cara la luna de miel perdida.  La noche del casamiento, con unas copas de más, Horacio dejó la pata de conejo en el smoking alquilado. Estaban en la sala de embarque cuando notó la falta, Emilia imaginando la nieve, las montañas, el jabalí ahumado,  las noches frías con luna llena y la piel ardiente, no tuvo en cuenta el aspecto de su flamante marido, blanco como un papel. De pronto, Horacio vociferó incesante: ¡La pata, la pata, la pata! Y abandonó apresurado el aeropuerto, perdiendo para siempre el viaje tantas veces planeado
            La explicación a Emilia sobre su actitud, fue sencilla: “solo se trató de un susto, llegué a tiempo para rescatar mi pata, apenas segundos antes que el smoking entre en la tintorería. Recuperarla, evitó que mi vida quede trunca por un infarto masivo”.

            Solo dos personas en el mundo, conocían el affaire de Horacio con su pata de conejo, Emilia que sufriendo guardaba el secreto, y su amigo de la infancia, Leopoldo, que cada atardecer lo esperaba en el bar. Horacio, antes de sentarse, desprendía el llavero, con su correspondiente pata de conejo, y lo depositaba sobre la mesa.
            Leopoldo, miope, se destacaba por sus lentes de aumento, sostenidos por un marco oscuro muy grueso. Detrás del bigote poblado, asomaba su dentadura, pequeñas perlas, gotas de sonrisa, que destacaba, porque su amigo acariciaba la pata junto a la ventana, cuando pasaba una monja, o alguna carroza mortuoria, Leopoldo aspiraba profundamente su pipa y gozaba la escena. Luego, con voz grave, construyendo letanías, largaba frases: “Ser un ganador fatiga…” Horacio como volviendo de un desmayo, contestaba tratando de herir: “Claro el señor prefiere que las siete plagas de Egipto lo invadan, lo pulvericen, antes de realizar un esfuerzo, y poner en acción el antídoto”. Leopoldo recibía los reproches con placidez, y sus perlas dentales, inconmovibles. La pata de conejo en el borde de la mesa, un café chorreado por el temblor de las manos de Horacio, el periódico del bar sobre la silla vacía y la pregunta de Leopoldo: “¿el antídoto es la pata de conejo?”. Horacio producía solo un gesto afirmativo con la cabeza. Leopoldo estiraba su brazo izquierdo, hasta alcanzar un perchero adherido al marco de la ventana. Extraía una gorra cuadrillé: “a esta hora no solo me cubre la calvicie, sino también los rigores del invierno”. Horacio, giraba su rostro hacia el interior del bar, volviendo a cobijar la pata de conejo, como si se tratara de un pájaro herido. “Y ahora que viste?”, lo interrogaba Leopoldo. Horacio encogía sus hombros intentando achicarse, con voz temblorosa respondió: “Se cruzó el gato negro”. Leopoldo pidió la reposición de los cafés y comenzó a limpiar su pipa. Una ráfaga pasó entre las puertas abiertas, dejando apenas un fresco modesto. “Lo dicho: ser un ganador fatiga”.
            Anochecía, el sol dejaba su recuerdo en sombras. Horacio mezcló el temor con la ira: “Te molestan los ganadores como yo, los rubios”. Leopoldo mantuvo en silencio su intriga,  y solo contestó: “La hora de la espada es cíclica”. Horacio no comprendió o no escuchó y prosiguió angustiado: “Para que sepas, mañana debo firmar el gran contrato. Todo está estudiado. Y tenés razón, me he fatigado buscando que no haya falla. Hace meses que vamos corrigiendo el texto, eligiendo lugar, fecha, hora y hasta el color de la tinta para la firma”. Leopoldo tomó un sorbo de su café, los dedos de su mano derecha alisaban su bigotes. Grave y monótono preguntó: “¿Si está todo hecho, por qué los nervios?”.  “¿No ves que se cruzó el gato negro?” Horacio, se sabía excluido del ocio, sentía bronca y envidia contra Leopoldo, quien nunca tuvo necesidad de inventarse un tiempo para cumplir con algo, pero que antes de atravesar las extensiones del mundo, prefería proclamarse su exiliado. “¿Y la bondadosa pata de conejo no neutraliza la presencia maligna del gato negro?”, lanzó la pregunta Leopoldo elongando sus hombros. Horacio frunció el ceño formando surcos y lomas semejantes a los de una huerta montañosa: “La pata está viejita, me lo dijo Emilia en su momento y yo no la escuché. Además, de tanto acariciarla se la ve como gastada, ¿La ves, ha perdido su brillo, y no sé si también su fuerza?” Callado, columpió a la pata dando a sus manos forma de cuna. El brillo de sus ojos preludió un caudaloso llanto. Las lágrimas las secó con una servilleta de papel que le alcanzó Leopoldo. Atormentado pidió consejo: “Sí compro una nueva, te parece ¿Qué podrá darme tantas satisfacciones cómo las que me dio Kiti?”. Leopoldo un poco aburrido, casi como prestando la cara a la situación, se experimentó sorprendido, y preguntó: “¿Quién es Kiti?”. Él contestó con fastidio: “Kiti es mi patita. Tantos años junto a mí, desde que me salvó de Malvinas, y no sabés ¿qué mi patita se llama Kiti?”. Leopoldo encogió los hombros, se quito los lentes y frotó los vidrios con servilletas de papel. Horacio lo observó, revistó la indumentaria y el rostro de su amigo, y a manera de conclusión indicó: “Ahora me explico porque te dicen el desconectado”.

            A Leopoldo, la palabra desconectado lo sacudió. Un mal gusto apantanó su sistema digestivo, se sintió mal por primera vez en mucho tiempo. Desconectado, a pesar de su significado, lo enchufaba al mundo con los vivos. Aquel amigo nervioso, eléctrico, inútil sin su pata de conejo, sin querer, le demostraba su existencia como ejercito de Reserva, en esa triquiñuela de fauna tan diversa. Se veía asimismo como un repuesto almacenado, que en cualquier momento, podría ser quitado de su estante, despojado de su caja protectora, y obligado a girar entre esos millones de rueditas, aprendiendo el valor de los semáforos (avance, atención y pare). Participaba del mundo de los vivos, ese en el que se cruzaban los gatos negros y necesitabas imperiosamente patitas de conejo para neutralizarlos. En el mundo de los vivos la distracción es fatal. No hay que olvidarse del service periódico de la patita de conejo, y mucho menos, de pagar las cuotas, que después de cincuenta, o en caso extremo, gracias a una licitación, te la reemplazan por el último modelo, lleno de fuerza, vitalidad, energía. “Me parece que tu esposa tiene razón, pasaron muchos años, tendrías que probar cambiarla por una cero kilometro”


            Horacio recordó a ese capitán que se la entregó por ser el único rubio, sin echar en saco roto las palabras que pronunció: “Te va a traer suerte, (y agregó imperativo) sino, el soldado la muerde sin asco” Esa tarde, en el rutinario encuentro con Leopoldo en el café, comprendió que le quedaba un mandato por cumplir, aquel contenido en esa frase. Emilia llegó corriendo, con la lengua atropellada, dejó sobre su esposo y Leopoldo: “Me avisaron que el contrato fracasó y estoy embarazada”. Leopoldo optó por colocar tabaco en el volcán de su pipa, el gato negro entró en el bar, cruzó en diagonal las patas de la mesa y saltó sobre la tabla. Horacio se abalanzó sobre la pata de conejo, y ante el maullido histérico del felino, la mordió. Solo se escuchó un crac que liberaba el cianuro, Horacio, cayó muerto envolviéndose en el piso, lanzando una espesa espuma blanca. Emilia huyó sin pronunciar palabra. Solo Leopoldo aireando su pipa, y como para él, expresó: “Murió como una sirvienta”

                                                                               Eduardo Wolfson

sábado, 6 de junio de 2015

Causa justa

Se parece al teatro

 

Escena: “Defensoría de pobres y ausentes”. Ambiente: una prefabricada dentro del palacio de tribunales. Tiene un único ventanal, cubierto por espesas cortinas de pana gastada. A modo de bancos, columnas de libros de jurisprudencia, rodean el escritorio ministerial del defensor, él ocupa la única y desvencijada silla giratoria del recinto. A su lado el cesto de basura


Personajes

Rogoski: (Defensor de pobres y ausentes) Es una persona de edad, con dicción gangosa muestra problemas de atención y de memoria. Viste un par de calzoncillos blancos de media pierna, calzado en unos zoquetes negros estirados por sendos ligueros. Está descamisado, cubre su torso con un saco principe de gales prendido en el botón superior.

El Juez: Luce un traje elegante, el resto de la vestimenta es al tono, contrastando un moño y un pañuelo de vestir estampados.

El Ujier: viste un guardapolvo gris, es movedizo y muy servicial, nunca se ríe.

El Fiscal: Elegante Sport, Reloj pulsera importante, traba en la corbata, anillo con engarce de una notoria piedra preciosa.


Abogada privada: Mujer de 40 años, el cuerpo prominente lo cubre con un traje sastre

Testigo falso (Poeta) destacable traje con chaleco, camisa con gemelos de oro, sombrero de fieltro, al tono y de ala corta. Peinado para atrás con gomina  


Vendedor de libros juridicos (Jaimito) Usa traje gastado, zapatos sin lustrar

Comisario: Uniforme

Acción: (Rogoski se pasea enfundado en un par de calzoncillos blancos de media pierna, calzado en unos zoquetes negros estirados por sendos ligueros. El calor sofocante de las primeras horas del atardecer, lo soporta descamisado, aunque su tórax exuberante y velludo, lo cubre con un saco principe de gales prendido en el botón superior. Rogoski posa la vista en su escritorio ministerial, cubierto de polvo añejo, y huellas dejadas por el culo de los botellones de vino, pátina de realidad que retorna a su memoria casi agónica, como juergas ebrias y abogadiles.  Los golpes a la puerta, no lo sorprenden, sopla la prótesis que olvidó en el ángulo de la tabla, la escupe, la introduce en el paladar superior, y la rumia varias veces hasta acomodarla.

El juez: (Observa a Rogoski desde la entrada, encoge los hombros pensando en su camarada incorregible) - ¿Cuándo te vas a decidir a pasarle un plumero a estos cachivaches, y cuándo te podré encontrar vestido decentemente?”

Rogoski: saliva en el cesto de basura sin contestar.

Juez: -El que seas defensor de pobres y ausentes no te da derecho a atender a la gente en pelotas.

Rogoski: (la mano derecha la ocupa en rascarse dentro de la bragueta, utiliza la izquierda para indicar al magistrado que se siente. al fin argumenta provocando una sonrisa dilatada del Juez) -Los pobres que vienen acá también están en pelotas, y los ausentes no dicen nada, y ¡Aquí!, son los que sobran.

Ujier: (Entra como un gladiador dispuesto a dar la vida en el circo romano. Con sus extremidades superiores, sostiene en abanico seis bandejas de plata, en las que retozan, restos muy cocidos de lechón. Mientras Rogoski juega a la calesita en la única silla giratoria, el empleado cubre el escritorio con la mercadería).

El fiscal: (Llega portando seis cuchillas diferentes, ríe majestuoso).

 Rogoski: (Al ver la sonrisa del fiscal exclama con rencor) -¡Llena de dientes!”

El fiscal: (Exhibe en un paneo las cuchillas) -Estos filos nos facilitarán la tarea, para tener buenos bocados de los chanchitos que hoy vamos a deglutir.

El juez: (Toma por sus respectivos mangos a los diversos aceros, los examina meticulosamente, y expresa) -¿Estos son…?

El fiscal: (Interrumpiéndolo) –Efectivamente. (Aclara para el ujier y Rogoski) -son las evidencias de los seis asesinatos con arma blanca del mes pasado.

(Entra la abogada privada imponiendo su presencia dando vueltas como si fuera una modelo en su desfile. Después del paseo se dirige al fiscal) -¿No tendrá el señor fiscal una evidencia con el mango rosa, para que la única dama de esta honorable reunión de los viernes pueda cortar y saborear bocados de porcino?


Fiscal:  -Nuestra querida abogada, ¿no le teme a la triquinosis?

Abogada privada: (sonríe queriendo seducir) – No le tengo miedo a las cosas penetrantes

Fiscal: - ¿Se refiere a la evidencia o al chancho?

Abogada privada: (Ofendida) – Le pido señor Fiscal que recuerde que no solo soy letrada, sino mujer. Deje sus groserías porque usted sabe que el chancho siempre me interesa, y si me proveen de una buena evidencia, mejor.

Fiscal:( le alcanza una cuchilla) – se la proveo, es buena, pero no rosa.

(Llega el testigo falso, con damajuanas de vino Carlón, el ujier lo ayuda para acomodarlas al lado de cada una de las pilas de libros).

Rogoski: -Hoy hay que apilar más jurisprudencia y traer otra damajuana, tenemos un invitado. ( La mirada de los presentes confluye en la corpulencia abstraída del defensor de pobres y ausentes. El silencio, se prolonga todavía unos minutos. Esperan atentos y ensimismados la revelación, mientras Rogoski, se entretiene lúdicamente sacándose las dentaduras, superior e inferior, enfrentándolas para examinarlas como si perteneciesen a un rostro desconocido).

El juez: (con fastidio) -Siento mucho interrumpir tu arteriosclerosis progresiva, mi querido Rogoski, pero ¿nos podrías informar a que figura excepcional recibiremos este viernes?

Rogoski: (como un niño atrapado en la mitad de una travesura, esconde atropelladamente sus dientes en la cavidad bucal y pastosamente expresa) -Se trata de un vendedor de libros jurídicos, a la mayoría de nosotros, alguna vez, nos ha vendido códigos, mamotretos de leyes anotados y comentados, que ni siquiera nos hemos tomado el trabajo de consultar. 

(Los contertulios, despistados pero no asombrados, solo encogen los hombros traduciendo un desconocimiento indiferente. El testigo falso (alias poeta), pincha una de las aceitunas que acompañan a los lechones, y antes de probarla, ensaya una sonrisa gardeliana como para entonar “Amores de estudiante”

Testigo falso: -Un vendedor de libros conspira contra la cultura popular.

El juez: (Refriega su pañuelo de seda en el interior de un vaso plástico). -¿Cómo se entiende eso de la conspiración?

Testigo falso: (Pasa su peine de bolsillo sobre su cabello negro) -yo lo noto, porque cada vez que subo al estrado, ustedes me hacen preguntas más retorcidas, con palabras a las que no he oído en mi larga lucha tribunalicia. Y eso, estoy seguro, se debe, a que ahora preparan el interrogatorio con vocablos que están en los libros que les vende este señor, que sin consultar, nuestro apreciado Rogoski invitó a esta magnánima y selectiva asamblea de los días viernes.

El juez: (Toma la damajuana que le corresponde y llena su vaso, luego construye un gesto de reprimenda, señala con el dedo índice a Rogoski) -Tiene razón el amigo, esa invitación inconsulta no es democrática, por lo tanto improcedente, pero la aceptaré porque fue hecha por el lelo Rogoski, cuya condición me impide discutir.

El fiscal: (Toma a Rogoski del mentón, obligándolo a reconocerlo) -No se tratará de Jaimito, ese vendedor bolche que intenté denunciar en la época de la dictadura, para librarme de cuotas que no pensaba pagarle, pero el muy bolche me extorsionó, exhibiendo un aporte mío a la campaña financiera de su rojo partido.

Testigo falso: (Se acerca al único ventanal, corre las espesas cortinas de pana gastada, el entrevero de la luz corta su rostro apuñalado por las sombras. Medita, y se dirige al fiscal) -Si es Jaimito, hablás del vendedor ex bolche devenido en menenista, un tipo macanudo que reconoció las ventajas de la derecha demasiado tarde.

(Lo que parece el principio de una disertación, queda trunco al irrumpir el propio Jaimito cargando un portafolio de cuero, con las costuras a punto de estallar y una pila de tomos, cobertura de una enciclopedia, liada con hilo sisal.)

Rogoski: (Eructa, le da la bienvenida y se dirige a los presentes, señalando a Jaimito). -Si no fuera por este hombre que nos trae todas las novedades en cuotas, estaríamos imposibilitados de impartir justicia”

El Juez: (Carraspea, levanta su copa y brinda ) -“Salud y amén”.

El ujier: (pasea una de las bandejas con cerdo por los comensales)

Poeta: (casi murmurando) -Nuestro Juez garantiza la imparcialidad, no está obligado a garantizar la justicia.

(La masticación y el vino carlón, son reina y rey, respectivamente, por algún espacio de tiempo. La abogada privada dibuja una sonrisa que se convierte en carcajada. Todos, contagiosamente, ríen estrepitosos. Al cesar la risa, sus rostros no tratan de ocultar la ignorancia sobre el origen de aquella actitud).

abogada privada: -Me acordaba de aquel divorcio contencioso de esos millonarios de la farándula, que tanto el fiscal como yo anotamos a Poeta como testigo.

Poeta: (acostumbrado a escuchar con calma, una virtud contraída en la profesionalidad y praxis de su oficio, calla, mientras todos, excepto Jaimito, vuelven a reir). - Ese error cometido por ustedes, casi me cuesta la carrera.

 Jaimito: (ignorante del tema que tratan realiza una interrogación colectiva) -No quiero que lo tomen a mal, pero para poder participar, me gustaría conocer el error cometido, como dice el camarada poeta.

abogada privada: ( cruza su mirada con la de poeta y el fiscal, como buscando un permiso para hablar) - A mis manos, hace unos diez años aproximadamente, vino a parar un divorcio que tuvo una difusión magnifica, y que prometía suculentos honorarios. Se acercaban los días de feria, y pensé que sería lindo tenerlo resuelto antes, para pasar una vacaciones como corresponden, disfrutando de esos honorarios. Así que hable con el amigo Fiscal, y combinamos en darle un tratamiento expreso, con el fin de hacernos ambos de un buen botín. El exiguo tiempo disponible de preparación, nos impidió, como lo hacemos siempre, combinar por quién iba atestiguar poeta, por la querella o por la defensa. El resultado es que ambos pedimos su testimonio. Aquel malentendido, pudo significar un escándalo de proporciones en el ámbito judicial.

Jaimito: (Piensa en voz alta) -O sea que una misma persona tenía que atestiguar a favor y en contra de ambos imputados”.

(Rogoski extrae una escupidera de un armario cercano, la coloca sobre el escritorio, y escupe tres carozos de aceitunas en ella. El fiscal pasa suavemente la yema del dedo pulgar, probando los filos de los cuchillos caratulados como evidencia. La abogada privada se engrasa libidinosamente los labios con cuerito de lechón).

 Juez: (a desgano, corrobora la reflexión) -Exacto. Y debo decir que de todos los testigos falsos que existen, solo nuestro amigo Poeta es capaz de declarar a favor y en contra de los antagonistas y viceversa, en el mismo acto, y sin entrar en dudas razonables. Espero señor Jaimito, con esta descripción, haber despejado el intríngulis que suscitó sus expresiones a esta venerable mesa.  

(Jaimito asiente, pero las arrugas de la frente, delatan que sobreviven varias dudas en el proveedor para intelectuales).

Poeta (se siente compelido a intervenir con el ánimo de aclarar) -Usted no debe ignorar estimado Jaimito, que testificar no es moco de pavo, y tampoco un trabajo para cualquiera. Los que trabajamos de testigos somos elegidos. La nuestra, como la de las putas, es una de las profesiones más antiguas, sino fíjese en los que han testificado para Jehová. Somos héroes difamados en vida, en esto nos parecemos a los políticos, pero a diferencia de ellos, cuando desaparecemos, nadie construye una estatua para recordarnos, y nos vamos solos, sin cortejo, solo los de la funeraria alzando un féretro barato, y tal vez alguna voz que murmura: [un buchón menos]. No hay quien diga a cara lavada que somos imprescindibles, que sin nosotros, el derrotero institucional, histórico y  jurídico de la sociedad sería un caos, significaría la guerra de todos contra todos. Por eso en su momento, tomé este trabajo ingrato como un sacerdocio. Aquel día atestigüé a favor y en contra de ambos contendientes. En primer lugar para un esposo ofendido por el adulterio, y en segundo lugar para una esposa no deseada.

Poeta: (siente su lengua seca, cosa que se viene repitiendo hace un tiempo y le preocupa, sobre todo, porque nota que ese malestar puede conspirar con el buen desempeño de la profesión. Decide no continuar y tomarse un trago de Carlón). –Esta lengua, está pretendiendo alejarme de la profesión.

Rogoski;(disfruta pellizcando la grasa de un corte de lechón) -Así es mi querido Jaimito, para la gente no involucrada es fácil criticar a la justicia y a los justicieros que todos los días batallamos en ella. Acá el noble Poeta, tiene un trabajo arduo y nada reconocido. La gente cree que un testigo falso es un vago, que lo único que hace es hablar a favor del que le paga, y cada vez que un juicio lo requiere. Toda esta confusión que tienen, es porque ellos ven el final de la película. ¿Pero que sucede mientras esta se filma? Esos cientos de créditos que aparecen en ella con letra más chica o más grande, son personas que fueron imprescindibles para realizarla. Poeta, frente al siguiente juicio, necesita hacer el trabajo de esos créditos. (Rogoski se quita sus lentes, y sobre los gruesos vidrios esparce la grasa de lechón pellizcada, sus párpados semicerrados exhiben una mirada de luto).

el juez: -Para que haya testimonio creíble, el testigo debe tener todas las habilidades de un actor, un director, un coreógrafo y un productor ejecutivo experto. Tendrá en su momento que recrear una escena del crimen, justificar porque estaba en ella, testimoniar a favor de su cliente, tomando la personalidad que la misma demanda. Como actor, debe componer ese personaje que la trama le exige.

Rogoski: (pasa la manga del Príncipe de Gales, quitando el polvo sobre un cartelito que extrajo del cajón de su escritorio. Como descifrando el contenido).

 el Fiscal: (lee en voz alta el letrero que sostiene Rogoski) -Doctor Gerardo Rogoski Defensor de pobres y ausentes.

Poeta: (apaga un pucho sobre lo que quedó de un cuerito de chancho, exhala el humo pesado que retiene en la boca) -Con el Dr. Rogoski nunca pude hacer negocio, no tiene clientes para mí.

   Rogoski: (abandona su estado de divague, se quita los lentes tapados con nubes de cerdo, y dejando a la intemperie unos ojos legañosos de roedor afirma: -Tenés razón Poeta, en esta prefabricada nunca encontrarás negocios para vos, pero ambos estamos en el circulo virtuoso de la justicia, entre otras cosas, desde aquí se brinda el apoyo logístico necesario. Por ejemplo cuando urge terminar un caso, mi oficina les entrega un pobre, los colegas lo imputan para convertirlo en delincuente, entonces vos preparás un testimonio irrefutable, y lo sentencian. Al pobre se le acaban los problemas de alimentos y habitación, la sociedad vive más tranquila porque tiene un malviviente menos en la calle, y en las estadísticas disminuye el índice de pobreza. Se trata de un círculo virtuoso, que comienza aquí, en la defensoría de pobres y ausentes.


(En una piletita el ujier va a lavar los 6 cuchillos usados en la comida. El fiscal lo detiene)

Fiscal - Bárbaro, esos cuchillos son evidencia, si los lavás vas a dejarlos sin  rastros, y a nosotros sin pruebas.

(El empleado, sorprendido, deja las armas clavadas en los restos de lechón).

Jaimito -Veo que ustedes no se toman muy en serio a la justicia.

Juez (interroga con tono policial) - ¿Por qué lo dice?”.

Jaimito (observa a Rogoski) - solicito permiso para desarrollar mi contestación.

Rogoski -Hombre, déjese de formalismos considérese uno de los nuestros.

Jaimito -no tengo intención de crear resentimiento sobre lo que puede parecer una crítica, que no lo es.

(Jaimito observa que todas las miradas lo indagan obligándolo a hablar)

Jaimito -Disculpen, fue solo un exabrupto, sin mala intención, tal vez producido por la ingestión indebida de carlón y este clima sofocante.

(Lo escuchan sin parpadear, intenta una pausa breve para estudiar la reacción de sus oyentes. La actitud sigue siendo la misma, salvo la de Rogoski, que fuerza a la dentadura fuera de su cavidad bucal a masticar pedazos de chancho.)

 Jaimito (experimenta al silencio como una demanda para que continúe, y la acata) -Decía, que creo que no se toman enserio la justicia, porque se reúnen en esta prefabricada, colocada dentro del majestuoso palacio de tribunales, y que funciona como defensoría de pobres y ausentes.

Poeta -No se me ponga nervioso Jaimito, yo sé muy bien lo difícil que es hablar frente a un tribunal, trate de que estas personalidades no lo intimiden para estructurar su relato. Como diría un arbitro, siga siga….

(El ujier pone en la mano de jaimito un vaso con carlón. Luego de algunos sorbos retoma la palabra):

Jaimito -Cuando hablo del palacio y la prefabricada, estoy corporizando a la desigualdad extrema en el espacio de la justicia, y considero que esto no es serio.

(La última intervención de Jaimito  transfigura rostros. Nace un silencio pesado. El ambiente impregnado de alientos fétidos es protagonista. Algunas exhalaciones son la antesala de palabras que emite la sonora y grave garganta del juez)

Juez -La perversa organización de su pensamiento, mi estimado Jaimito, solo le posibilita abrir juicios de valor invertidos sobre la realidad, que en definitiva, es la única verdad. No nos tomamos en serio el espacio de la justicia, porque este es el de los tribunales, organización que ha derrotado a su enemigo, el tiempo, ese que todo lo cambiaba, y arrastraba con sus huracanes a la gente, forjándola a exigir justicia.

(El fiscal toma de una oreja a Jaimito, lo arrastra hasta el ventanal de la prefabricada, y a viva voz, zarandeando el brazo libre grita)

Fiscal -En la calle hay desocupados Jaimito, madres solteras, cartoneros, cuevas que venden dólares y empleados jerárquicos y ejecutivos que compran dólares. Periódicos que se quejan por la inflación, y comerciantes furibundos, que corren a sus comercios para duplicar los precios y aprovechar un pedido a lista vieja. La desigualdad extrema, Jaimito está en la calle, y como dice nuestro Juez, acá es tribunales.

(Jaimito suda profusamente, su camisa de nylon se le pega al pecho y a la espalda. Trata de desprender los dedos del fiscal de su oreja sin conseguirlo. El fiscal arroja a Jaimito, quien cae con convulsiones en las rodillas de Rogoski. La abogada privada y el ujier, se apresuran a sacarlo de esta situación, y corriendo un poco al chancho cortado, lo acuestan sobre el escritorio. Los estremecimientos comienzan a cesar paulatinamente. Las miradas se posan golosamente sobre el cuerpo de Jaimito.)

La abogada privada -Cuánta sabiduría hay en las palabras de su señoría (el juez se muestra halagado) nos está diciendo apreciado Jaimito que la Organización vence al tiempo. La inquisición es parte de nuestra historia, por lo tanto, constituyente de nuestro presente. No le voy a negar que nuestro procedimiento es lento, pero para remediarlo, la naturaleza nos puso las metástasis que culmina con la herejía.

 Rogoski (toma uno de los cuchillos clavados en el chancho, pasa una servilleta sucia sobre el filo, y se lo extiende al Fiscal) -Es para que no le provoque infección.

(El fiscal lo clava con impetu en el muslo derecho de Jaimito, que lanza un grito agudo, ensordecedor. El ujier no espera el fin del alarido, para hundirle otro cuchillo en el muslo izquierdo. Otros dos van a parar a los hombros llevados por las manos de Rogoski y Poeta. La abogada privada elige los genitales, mientras que con el último cuchillo, el Juez, como si se tratara de un hábil cirujano, penetra su corazón. Señalando bienestar, un suspiro generalizado inunda el ambiente. Las pupilas brillantes de los presentes observan con gula el cuerpo acuchillado e inerte de Jaimito. Rogoski, ceremoniosamente, extrae los cuchillos, los entrega uno a uno a sus compañeros)

Rogoski (Enajenado, exclama a modo de epitafio) -Cuando estás seguro que llegaste al fin del mundo, entonces te das vuelta, y este comienza.

El juez (vuelve a introducir su utensilio en el corazón y con un movimiento de afloje, agranda la herida, hasta extraer una porción) - sumense al desguace. A mi siempre me encantó la pechuga.

(El escenario se oscurece. Al volver la luz, todos están relajados, de Jaimito quedan huesos, y su ropa hecha jirones. El Juez, satisfecho, enciende un puro digestivo que acompaña con tragos de carlón).

La abogada privada (Masticando se queja) -Estoy manducando unos bíceps más duros que lo pensado.

Poeta (Reflexiona) -Y, el hombre levantaba libros y eso no es moco de pavo”.

(El ujier pide con gestos permiso a Rogoski, y luego se dirige a su señoría)

Ujier -Creo que es hora de llamar al comisario.

(el juez accede agachando afirmativamente la cabeza).

Comisario: (entra extiende la mano a cada uno, agregando una reverencia y juntando los talones.

Rogoski (Se lamenta) -Pero no le hemos dejado nada sabroso a nuestro auxiliar.

Poeta (justifica) -Pasa que el Jaimito tenía poca carne, no alcanzó para todos.

Comisario -les recuerdo señores que atravesamos tiempos democráticos, que resultan ser mucho más burocráticos que los anteriores, así que necesitaría unos cuantos datos más para darle un destino a esa osamenta.

Rogoski  -No se preocupe, acá en la defensoría lo registramos como ausente, y si los antropólogos lo descubren, se lo devolvemos a los familiares y lo borramos del registro.

Comisario (observa los restos de Jaimito diseminados entre los del chancho) - Les advierto, que si bien, mi gente y yo somos expertos como auxiliares del trabajo sucio, en estos tiempos, por falta de presupuesto, no disponemos de todos los elementos necesarios que la tarea demanda.

Juez (exasperado) -Vamos comisario, pero que le pasa con tantos remilgos, acaso nos cree sus enemigos, piensa que lo del presupuesto es cosa nuestra, usted sabe muy bien que los nuevos vientos también nos arrastran.

Comisario (escucha erguido con respetuosidad) -pero su señoría, comprenda, nos faltan bolsas mortuorias, guantes apropiados y palas” 

Juez (pasa revista sobre el comisario) -Sea creativo carajo, a falta de bolsas mortuorias, buenos resultan los embalajes de plasma, para guantes, bolsitas de polietileno, y para las palas, sus gorras. ¡Vamos! Levanten todo, dejen limpio el boliche de Rogoski, y las sobras de chancho y de lo otro me lo tiran en cualquier hueco, de esos que construyen las comadrejas grandes

Abogada privada (En tono seductor se dirige al comisario) –No quiero que las palabras de nuestro ponderado Juez dejen en el Comisario una mala impresión. Estoy de acuerdo con usted que soplan otros vientos y que lo billetes del presupuesto vuelan a otras manos. Pero tenga en cuenta mi seguro servidor, que estas reuniones, las hacemos porque somos la resistencia. El vernos unidos, es la forma que hemos encontrado para mantener nuestra consigna: “Estamos en contra de la pena de muerte con juicio previo”.
                                   
                                                                    FIN            
                                                                                            Eduardo Wolfson














lunes, 1 de junio de 2015

1968 Ensalada rusa.

 Fragmento del libro inédito “Sobre ráfagas y ausencias”

        
          -Voy a estudiar letras papá.
         Cenamos, mi viejo se sirve un poco más de la ensalada rusa. Mi hermano mayor lee un libro mientras come. Mamá acerca el segundo plato.
         - Y ¿qué pensás darles para comer a tus hijos, sopa de letras?
         La interrogación socarrona me molesta, me llena de bronca.
         Pretende que yo sea farmacéutico, hasta me prometió instalarme la farmacia ni bien me reciba. Un año pasé estudiando en bioquímica, y no me la banqué. Encandilado por las zanahorias que él me tiraba, el secundario lo hice a los ponchazos. La primera planta umbelífera me la dio cuando terminé el primario. Yo quería ingresar al liceo naval, él sugirió que hiciera el bachillerato hasta tercer año, para entrar directamente a la escuela de oficiales. Cuando me echaron del colegio, propuse trabajar. Me demostró que sin el ciclo básico no pasaría de cadete, y yo, soñaba con ser gerente. Acepté estudiar para rendir libre. Fue un esfuerzo inútil, así que repetí. Después, a pesar suyo, con la condición que termine el bachillerato en la nocturna, me consiguió trabajo.
        
         Me levanto hecho un trueno sin contestar, mi hermano continúa leyendo su libro, y el viejo comiendo la milanesa.
         Y ahora, después de mi ejercicio de dignidad: ¿cómo hago para pedirle guita? Necesito componer las formas, la estrategia es una cosa, pero la táctica señala que debo abdicar. Aunque no nos soportamos, mi viejo, a veces lee mi pensamiento. Pone la mano en su bolsillo y me da unos billetes. Me palpo para comprobar que llevo mis documentos, y salgo dando un portazo.

         En Politeama, le doy unos pesos al gallego Esteiner, y por debajo de la mesa, me entrega una documentación impresa, muy voluminosa, de Política obrera.
         –Léela, la próxima semana la discutimos.
         Todo lo que el gallego entrega, me resulta difícil y aburrido, y creo que se dio cuenta. Cuando intento leer lo de la teoría del valor, seguro me duermo. Pero me satisface ser militante troskista y sentarme con el gallego. Las mujeres nos observan, me siento importante. Disimulo, coloco los papeles en el portafolio, pago el café.
         Desde una mesa en la ventana, el colorado Pedro me pide auxilio, está con dos minas que no conozco. Me las presenta, les doy cinco o seis años más que nosotros. Hablan entre ellas como si el colorado y yo no existiéramos.
-José ya tiene 50 años. _dice la que está a mi lado_.
         -¿No te parece que está un poco crecidito? _pregunta la otra_.
         -Es muy dulce, hace lo que yo quiero.
         -Como un padre.
         -¿Vas a empezar con Freud para arruinarme la noche?
         - No es mi intención.
         - ¿Y cuál es?
         - Saber por qué aguantás a ese viejo meloso.
         - Ya te dije, es muy dulce, aparte es un tipo inteligente, no te aburrís como con los pendejos.
         El colorado y yo nos sabemos sapos de otro pozo, pero no reaccionamos. La que tengo en frente, reflexiona en voz alta:
         -Tipo inteligente con la billetera llena.
         -Me estás agrediendo.
         -Sinceramente, ¿te sentís bien saliendo con él?
         - Si, por supuesto, te lo estoy diciendo.
         - Y en la cama… ¿Cómo es?
         - Bien.
         - Bien nada más.
         -¡Nélida!. Están los chicos.
         Esos somos nosotros, el colorado está pálido y le brillan los ojos.
         - Hacé de cuenta que no están, ellos son compañeros. ¿Qué pasa con la cama?
         - Bueno imagínate, no es sencillo. ¿Cómo Querés que te explique?
         -¿Terminan juntos?
         Sobre el mantel vuelco un vaso de agua.
         -¡Mirá lo que lográs!, me hacés ruborizar
         -¡Querida!, ¿tenés orgasmo con él?
         -Si, pero en forma artificial
         Orgasmo, palabra rara si las hay. El colorado adivinando mi ignorancia y pedido de auxilio, se encoge de hombros. Otro incapaz de ayudarme. Trato de memorizar y deduzco. Si el de ella es artificial, debe existir alguno, en algún lugar del mundo que es natural.  El salón está lleno, en la mayoría de las mesas para cuatro se sientan seis, y consumen un café.
        
         Sigo la rutina, ya es hora del Lorraine. Ruego que no proyecten “La Madre”, este mes la vi tres veces. Pero si salen con una de ese sueco Bergman, que los tiene locos a todos, entonces prefiero que vuelvan a dar “La Madre”. En el hall nos saludamos, con muchos no he cruzado una palabra en mi vida, pero nos conocemos del Politeama, del Lorraine y de Pippo, somos algo así como una hermandad que no se publicita. No puede ser: “La fuente de la doncella”, Bergman otra vez. A la salida, ya lo puedo escuchar al Cucho dando cátedra, a las minas y a giles como yo, mientras se nos enfría el tuco y pesto sobre las mesas con manteles de papel. Lo imagino con sus enormes anteojos con vidrio de sifón, estirándose en la silla de la cabecera, y abrumando con su voz aflautada:
         -Este sueco es una genialidad, hay que conocer su obra para gozar. ¿Notaron cómo se interroga sobre el sentido de la existencia humana? Sus imágenes son la sinceridad de su agnosticismo. ¿No se dieron cuenta que el hilo conductor de su pesimismo está entre el irracionalismo de la filosofía y el misticismo del ideal?
         Esas palabras nos dejan atolondrados, pero siempre hay alguno que se atreve a contestar casi en los mismos términos:
         -Yo no creo Cucho que su hilo conductor sea el pesimismo. Más bien, en todos sus film, intenta bucear sobre el origen de la ferocidad y soledad humana y sobre todo en su indagación, a veces velada y otras, explicita, se pregunta acerca de la construcción posible de un mundo sobrenatural.
         A estos cada vez los entiendo menos, las minas los miran obnubiladas sin importarles un comino que se le enfríen los fideos. Yo no hablo, no quiero que me tomen por boludo. Si les digo lo que realmente entiendo, seguro que me ponen cara de lástima. Mejor mantener la hipocresía, callarme sobre esas agobiantes imágenes sin sentido que no terminan nunca, que consiguen ponerme incómodo en la butaca, y recordarme, que el cine está lleno de pulgas. Mejor no opino y aprovecho los vermichelis aún tibios.

         Introducción a la sociología, aula magna, primer día. El profesor titular es un tal Campoy. Un compañero me cuenta que el tipo vive en Mendoza, que la universidad le paga el avión y la estadía para que venga a dar sus clases magistrales. El pizarrón está escrito: “La universidad orienta la enseñanza como sistema educativo de la clase dominante”. Entra un tipo alto, flaco, de bigotes finitos y cubierto por un traje de franela. Sale. Vuelve con un bedel uniformado con guardapolvo gris. Con un borrador, hace desaparecer la frase del pizarrón. El bedel se va, Campoy se queda. Nos dice que en el programa nos familiarizaremos con los grandes de la sociología, Pareto, Sombart, Sorokin y sobre todo Talcott Parsons. Y la estructura de la acción social.
        
         -Soldado, ¿usted pidió franco para rendir introducción a la sociología?
         -Sí mi teniente coronel.
         -¿Pero usted no estudia bioquímica?
         -Dejé mi teniente coronel.
         -¿Por qué dejó?
         - No me gustaba mi teniente coronel.
         - Y, ¿le gusta el kremlin?
         - No sé que es el kremlin mi teniente coronel.
         - Y a la facultad de filosofía y letras, ¿cómo la llama el soldado?
         - Facultad de filosofía mi teniente coronel.
         - Pero no me va a negar que un 90% de los que están en ese antro son comunistas.
         - Pero hay un 10% que no mi teniente coronel.
         Voy a la facultad con el uniforme. Desde que el teco se enteró que estoy en filosofía, me convertí en su obsesión. Kosuch, su asistente, me contó que le escuchó una conversación telefónica, pidiéndole a alguien que me tenga en observación. A pesar de mi disfraz, los bolches del centro de estudiantes, mis compañeros troskos y otras yerbas, no dejan de acercárseme proponiéndome participar de delirios en pleno estado de sitio.
         -Pero no te das cuenta que estoy haciendo la colimba. _le digo a tato que me invita a una asamblea_
         -No me hablés que me tienen fichado y podés caer en la volteada. _le susurro a Lucarelli que trae unos afiches con la cara de Onganía cruzado con la palabra prohibido.
         Me voy a Diógenes a tomar un café. Está Susana, con ella puedo hablar, no creo que esté en nada, además es un bombón. Buena señal, se sonríe al verme.
         -Así que te agarraron los milicos.
         -No tuve suerte en la lotería.
         -Vos, ¿con quién te analizas?
         -No, yo no.
         -Claro, el servicio no te deja tiempo.
         -No, no tengo necesidad de analizarme.
         Los grandes ojos de Susana se desencajan. Su boca se tuerce. Mira las otras mesas, trata de sonreír:
         -¿Me estás cargando? _pregunta y me saca de foco_.
                                                                           Eduardo Wolfson