lunes, 12 de diciembre de 2016

REMEMBRANZAS

Los porta retratos




             El sol separa las luces y las sombras de la manzana. Del otro lado, en la calle paralela, la arboleda se agita suave, verde, resplandece molesta encandilándolo en su fronda. Los lentes sucios, sus ojos irritados, lo obligan a agachar su horizonte. Con el índice y el pulgar, a cada lado de la nariz, refriega la picazón que aguijonea entre sus pestañas. La visión tan corta no puede dar crédito a la imagen difusa, será el espectro de una mujer se pregunta. A esta altura, distintas densidades avanzan juntas por la calle paralela. Mientras, su rostro construye un camino de arrugas, son como surcos labrados en una escultura de piedra. Hasta ahora camina lento por la plaza. Por culpa del rictus, su dentadura superior postiza se refresca a la intemperie. Se deja caer en un banco de madera, usa la mano como palanca con punto de apoyo en el respaldo. Se desplaza a lo largo hasta quedar completamente extendido. Casi sin sentido, advierte que su cabeza descansa sobre la falda de la mujer, la misma que le ofreció un té laxante a la salida de la pensión, y que él rechazó. La pensión, aguantadero, tugurio, términos sistemáticamente degradados que incorporó a su léxico para amortiguar el choque con la certeza del final. Aquel individuo que lo llamaba compañero, todo lo que hizo al fin es depositarlo en aquel espacio maloliente. Una cama desvencijada, un ropero de una hoja y sin espejo, y cuatro paredes, con una mixtura de pinturas y papeles, pretendiendo detener la humedad. Sin ventanas, solo una puerta angosta sosteniendo una claraboya, que muy de vez en cuando era penetrada por un rayo escuálido de sol, abanicado y acabado en la cabecera de la cama fundando líneas, que junto a la imaginación del que la padeciese, implantaba una figura.  Él, que si de algo se había jactado, era de su
agnosticismo, en ese sitio vio a la virgen.
Su vida se catequizaba en el efecto multiplicador de un cúmulo de ausencias que lo acompañaban transparentes por espacios verdes. En el hospedaje, sus ausencias eran presencias en una fila de porta retratos compartiendo el espacio estrecho. Cada anochecer Iluminaba el cuchitril con una lámpara enmarcada en telarañas, que por impotencia ofendían la intensidad casi nula de su luz. La ceremonia rutinaria, casi religiosa, consistía en pasar una franela desempolvando los vidrios que amparaban las imágenes cronológicas de amigos, novias, compañeros de lucha, y por fin, su árbol genealógico. Luego repasaba bajo la escasa luz y su poca vista, una por una las fotos. Sus ojos secos le impedían la lágrima y le inducían ardor. A la última noche, tuvo la certeza que un socavón minero la penetraba. Al día siguiente, la casera acompañó a los obreros municipales hasta el cuartucho. En el interior del cajón claveteado y sin cepillar, colocaron cuidadosamente los porta retratos. No hallaron cadáver. La mujer se asombró cuando depositaron el último, su inquilino desaparecido sonreía.
                                                                                  Eduardo Wolfson



domingo, 4 de diciembre de 2016

Remembranzas

Un gran lagarto verde                                      Por Eduardo Wolfson

            
                                   
 El avión comienza el aterrizaje, la azafata nos indica la temperatura en el aeropuerto José Martí. Me descubro llorando, entre lagrimones diviso la pista. Carreteamos, todos aplauden, yo no puedo. Experimento a mi cuerpo convertido en ovillo, tal vez, producto de la vergüenza que siento por el llanto. El mandato estúpido de mi infancia todavía intenta gobernarme: “los hombres no lloran”. Lo mando al demonio, y con él, esta carga de siempre cuidarme del ridículo. El aparato se va deteniendo, una pequeña ventana, me separa de los primeros hombres que veo en tierra. Tengo 43 años, apenas falta una década para que termine el siglo. Aún no estoy seguro que esto me esté pasando, quizá, solo se trate del mismo sueño, que en sustancia repito desde hace 30 años. Dos azafatas, paradas en la puerta de salida, nos despiden con una sonrisa aerocomercial. Sobre la escalera, una brisa cálida me pega. Poco a poco, mi ser bebe por sorbos el encuentro con el gran lagarto verde de Guillén. Cada escalón que desciendo, me retrotrae a episodios de mi vida. Los saqueos del 89, “la casa está en orden del 87”, las esperanzas democráticas del 83, el desarraigo, el exilio interno, el silencio y la muerte del 76, la decepción y la bronca del 74, la algarabía joven de un espejismo de 30 días, en el 73. Lo veo a Fidel comiendo un choripán en la costanera, y escucho una voz engolada diciendo por la radio Colonia de los 60: “Cuba, la perla de la Antillas, hoy convertida en el infierno de América”. Y aquí estoy, en este 1990, apoyando mis pies en esta pista de aviación, y llorando no solo mí llanto. En este momento, mi cuerpo es el desborde de muchos que quedaron en el camino, sobre todo del Gato, amigo entrañable, con el que planeamos muchas veces recorrer América, para poder llegar a esta tierra libre. En el 85 nos dijo chau. A mi lado, tengo la impresión que una mujer se está cayendo, pero no, se arrodilla sobre la pista y la besa. No se por qué, evoco cuatro líneas que conozco de un verso de Martí. “mi verso es como un puñal / que por mi puño echa flor /mi verso es un surtidor / que da un agua de coral”. 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

            ¿La despedida?                                            Eduardo Wolfson

            Tomé el camperón relleno con pluma de ganso, lo inspeccioné. Por fin lo encontré en el bolsillo secreto más grande, ese con dos cierres reforzados y solapa. Lo acaricié sin lastimarlo. En el micro, la calefacción atosigante, me obligó a dejar el abrigo junto al bolso en el portaequipajes superior.
            El viaje, Buenos Aires Ushuaia, interminable. Me propuse protegerlo con mis manos en todo el trayecto, ni siquiera me desprendería cuando la azafata sirviera la cena. Resistí, delante de los otros pasajeros totalmente desconocidos, por temor a que alguien me lo quite en alguna distracción por causa del paisaje, o una frenada brusca, o segundos de somnolencia.
            Con mis palmas formé una cunita en la que iba súper cómodo, abrigado y protegido. En la estación de Ushuaia tomé un taxi, puedo jurar que llevaba el camperón puesto, el frío intenso de junio no me permitía otra cosa. Recuerdo que tomé la precaución de cerrar el medio centímetro de ventilación. En el hotel tomé una habitación, observé minuciosamente el sitio sin encontrar nada que lo haga sospechoso. No había cámaras y tampoco parlantes adheridos a los tabiques. Convencida, me quité la campera, y lo extraje  del bolsillo, lucía resplandeciente, como el primer día.
Volví a acariciarlo y me despedí.
            En el hall algunos grupos de huéspedes esperaban la apertura del comedor para cenar.
            Al regreso, la sorpresa fue mayúscula, sentí a mi corazón latir desproporcionadamente, él no estaba. Creo que intenté pedir auxilio, sé que un desmayo me dejó fuera de juego. Recuperé la conciencia en el sillón de dos cuerpos de la entrada. Me vi rodeada por gente ruda que abanicaba con revistas mi rostro. Al notarme despierta, comenzaron las preguntas: “¿Fue mucho dinero lo que le robaron?” Yo no hablaba, solo respuestas negativas de cabeza. “¿Tal vez un recuerdo de mucho valor?” Yo continuaba negando. Vi a un policía salir del cuarto, se acercó y me dijo: “No hay ningún equipaje que aparezca violado, ¿usted está segura que lo que le robaron estaba allí?”
            Esta vez contesté afirmando, pero siempre muda. A su pedido, lo acompañé hasta el destacamento para llenar las formulas de practica. La situación inesperada me desestabilizó y no pude ocultarle al escribiente dos lagrimones que surcaron mis mejillas. Tuve que deletrearle varias veces mi apellido, mi origen y edad. Cuando preguntó por lo robado respondí naturalmente: “mi amor”. El uniformado detuvo el tecleado de la lexicon y me miró por primera vez. Al final volvió al interrogatorio:
-¿Tenía mucho valor?
Sentí que el corazón se me estrujaba, aquella interrogación en pasado, me llevó a imaginar el más cruel de los desenlaces. El hombre, me ofreció un vaso de agua. Tomé dos sorbos aliviando un fuerte dolor que me atravesaba la boca del estomago hasta la columna vertebral. Corriendo el carro de la máquina de escribir preguntó: “¿pesaba mucho?”
            Otra vez hablaba en pasado. Sacada de quicio separé sus manos del teclado y grité: -¡Pesa mucho! Y volví a repetir: -¡Pesa mucho! Entiende.
Sin fuerzas y confundida, caí nuevamente en la silla. El policía pidió que me tranquilizara y que trate de colaborar con él contestando sus preguntas.
-¿Sospecha de algún huésped del hotel?
- De ninguno en particular.
- pudo haber escapado mientras usted cenaba
-Imposible, cerré puertas y ventanas, y aparte jamás mi amor escaparía.
- ¿Qué forma tiene?
- ¿El qué?
- Me refiero a su amor.
- Usted es un atrevido, su función no lo autoriza a humillar a mi amor
- Necesito tener la descripción del objeto sustraído señora
- Llame al comisario, no le voy a permitir a alguien que escribe con dos dedos a máquina llame objeto a mi amor.
- Señora, usted se encuentra muy alterada, carece de claridad para responderme. Mientras nuestro personal pesquisa el hotel, le ruego que vaya y tome una sopa caliente y que luego trate de descansar. Que si se produce alguna novedad, inmediatamente le avisaremos.
- Por favor, tienen que encontrarlo, estoy preparada para recibir la más horrible de las noticias.
- Le prometo que la enteraremos de todo.
- Usted cree que hay un asesino que me pinchó el globo ¿No es cierto?
                                                                   Fin



miércoles, 3 de agosto de 2016

La realidad es pura casualidad


El último torneo de Aristóbulo Buomtossi


En el puesto, echando hielo sobre los pescados, Giovanni vio acercarse al escribano. Sonrió al verlo. “Por ahora no necesitamos fileteadores”, expresó en voz alta con sorna. El escribano, sin darle importancia a su compañero de primaria, tomó de un banquito laqueado las botas de goma, un delantal, un gorro con orejeras de látex, unas antiparras enterizas, una caña plegable y una capa de plástico brilloso. Alisó el vaquero y la camisa leñadora. Se acercó al mármol dónde Giovanni desparramó su cardume muerto de grandes piezas. Se agachó sobre su hombro, y a modo de reflexión, en voz baja, apuntó, “Después de todo para llevarse un segundo premio no alcanzan con las copas, es necesario mostrar la evidencia”. Señaló un cazón con aspecto de fiera. Giovanni echó una carcajada cómplice, y el escribano sintió la abstinencia horaria del whisky. Recordó que sus amigos, la “Sociedad de los caballeros penetrantes”, lo esperaba en el bar frente al mercado del Plata. “Giovanni prepáralo y envolvelo con el equipo, que en una media hora los vengo a buscar. Los muchachos me están aguardando con el penúltimo trago”. Pangaro lo vio llegar, entonces dijo: “Brindemos por los tres días inolvidables que pasamos, por las hermosas locas que nos acompañaron, y sobre todo, por el segundo puesto de nuestro querido escribano Aristóbulo Buomtossi”. Levantaron sus copas, las chocaron y festejaron con carcajadas. Después de servir el segundo trago, el apodado Rasputín, un abogado de mirada intensa, preguntó “¿Por qué nunca querés sacarte el primer premio del torneo?”. El escribano bebió, peló unos maníes, y al fin, expuso:
“Mi mujer está convencida que soy un inútil, incapaz de ganar nada por mi cuenta, y que si algo tengo es porque me lo dieron las herencias. Siempre me menoscaba, lo hace con todos, sus amigas, mis parientes, en fin, con todos”. Los de la mesa adaptaron su rostro a la circunstancia y Rasputín interrumpió “¿Pero que tiene que ver el primer premio con tu mujer?”  Aristóbulo, no lo tuvo en cuenta, y prosiguió su relato “Estos torneos de pesca los inventé, buscando la excusa perfecta para zafar del agobio constante de la presencia de la bruja. Ustedes quieren creer que frunce la nariz, escoltando un gesto de asco cada vez que nombran al pescado y pescadores.  Me pasé varios meses planificando la forma de escabullirme para salir varios días con otras minas y con ustedes. Necesitaba que al volver de la libertad no haya escenas.
Desde entonces, cada vez que quiero irme de joda, publico un aviso recuadrado en el diario, anunciando un torneo de pesca. Las zonas que elijo no tienen ningún otro atractivo que el mar o el río, me percato muy bien de que no existan negocios, shopping, o gastronomía de calidad cerca, cosa que la turra no vaya a tentarse. En cada aviso agrego unas líneas de advertencia dramática, por ejemplo: - En la región se ha detectado últimamente víboras, cuyo parentesco con las boas se investiga. Recomendamos no olvidar de traer un antídoto específico- Cuando desayunamos, aprovecho para mostrarle la publicación, le pido que sea de la partida, sabiendo que jamás dirá que sí. Pero antes de todo esto y lo que sigue, Lo más importante, para que ella no sospeche, fue tener una coartada, un argumento de ¿cómo llegó a gustarme hasta el fanatismo la pesca?, deporte que como ya saben, nunca he practicado.
La solución vino con mi profesión, mejor dicho con el colegio de escribanos. El presidente es un rana, ex compañero del secundario. Si bien el puesto lo ha acartonado, a mí, por cortesía del pasado me escucha. Lo convencí que enviara una carta con membrete a mi domicilio, convocándome al primer concurso de pesca organizado por la institución, con asistencia obligatoria.
Para mi señora, que se instaure el evento -Escribanos a pescar-, fue original, yo se que pensó: <a un torneo de pesca no concurren mujeres>. Para que no capture sus cavilaciones, opinó que reuniones así deben resultar más agradables que los congresos, siempre con ponencias aburridas y una única conclusión de escribanos, dar fe.
Ella se acordó de algo que ni yo tuve en cuenta. Necesitaba poseer un buen equipo completo de pesca. No había que fijarse en gastos me dijo, no sea cosa que los colegas me tildaran de amarrete o de fundido. Como ganas de gastar más dinero de lo debido no tenía, no dejé que me acompañara a comprar ninguno de los accesorios. Imagínense, yo que nunca pesqué ni una mojarrita. Por suerte lo tengo a Giovanni, el que tiene la pescadería en el mercado, hicimos juntos la primaria, y si bien pertenecemos a ambientes diferentes, desde que nos conocimos fuimos compinches. El me explicó algunas cosas y me dio otras, como botas, capa, antiparras, caña, reel, medio mundo etc. De aquel seudo torneo volví entusiasmado, tanto, que solita al verme cayó en el lazo, hasta creyó que había sacado alguna distinción. En realidad, mi buen humor se debía al relax de Punta del Este, casino y bombón femenino. “Descubrí que la pesca es mi pasión” le dije dibujando una sonrisa de oreja a oreja. Ella hizo el gesto del pescado, luego aceptó lo inevitable, y con voz astuta dijo: “Puede ser que algún día te ganes una mención”.  Sin contestar, guardé el equipo en el armario. Sin saberlo, ella perfeccionaba mi plan.
Antes de un fin de semana de falsa pesca,  encargo en un negocio de la calle Montevideo, una copa o plaqueta, la hago grabar con el nombre del torneo, elegido antes, cuando publico el aviso y añado, pensando a la mina que me va acompañar, un tercer o cuarto premio, o una distinción. En esta oportunidad grabé una copa con el segundo premio, un poco para levantar mi autoestima, y para deslumbrarla. Para convencerla sobre un primer premio, querido Rasputin, necesitaría una publicación de un diario de la zona, con mi foto y el pescado en tapa, y otras tomas impresas, cuando la entrega de la copa gigante, rodeado de extras vestidos con esos equipos espantosos. Esa fuga consensuada me saldría un dineral que no creo que cambie el objetivo. Recién le pedí a Giovanni que me envuelva el equipo deportivo, y un cazón de notables dimensiones para llevar a casa.”

Antes de volver al hogar, Buomtossi pasó por el mercado. Giovanni no lo pudo esperar, “Uno tiene el equipo, y el otro el tiburón. Para hacer tiempo me esmeré con la prolijidad” comentó el ayudante que le entregó una caja blanca y una bolsa plástica.
Contento Aristóbulo entro en su casa, y depositó sobre la mesa de la cocina la copa del segundo premio y el ataúd alargado del pescado, decorado con un moño azul francia. Con la mano desocupada abrazó apasionadamente a su señora, la beso, y sin decir palabra se acercó al armario y guardó el equipo hasta la próxima salida.
La mujer entusiasmada, pensando que aquel moño azul presagiaba el obsequio de un caballero, se abalanzó a sacarlo, luego hizo otro tanto con la tapa. La impresión, detuvo por segundos el grito: “Son filetes de pescado”. Aristóbulo llegó corriendo a su lado y comprendió todo, el ayudante de Giovanni fileteo prolijamente el cazón para hacer tiempo, como él dijo, y para congraciarse con el cliente lo envolvió para regalo.


                                                  Eduardo Wolfson 

sábado, 16 de julio de 2016

Narración sobre una jornada inconmensurable


La importancia
de un antepasado prominente


Camino marcial por la villa. Elevo la pierna, avanzo, y desciendo lentamente, cuidando no levantar polvo para no raspar el calzado con alguna piedra. Ignoro a los que me rodean, esos que chupan mate en el frente de sus taperas, luciendo con orgullo unas musculosas bombardeadas en la última guerra. Compulsivamente escupen la tierra, adictos a la Pacha Mama. Solo con el que se la da de psicólogo intercambio algunas palabras, discurso mañanero cultivado pero de contenido liviano, hoy le tocó al mandato que oculto en mi profesión. Me llamo Bruno Ramirez, y según él, la misma gracia portaba el primer cartero del Río de la Plata. Dice que mis datos filiatorios, adheridos a la historia me delatan. No le contesto, no le pregunto, lo saludo con un gesto, y huyo de su aliento despachando ajo.


Alcanzo el asfalto, la frontera, incluyo mi perfil en el gentío. Con la franela me deshago de los últimos vestigios adheridos a mi ropa, que evidencian mi mundo dormitorio, froto las botas hasta dejarlas espejadas como el primer día.

En este universo todos pasan ligero, estoy seguro que mi presencia, para ellos, no es más que una ausencia cosquillosa. Ayudándome con el espejo que alguna vez tuvo su nido en una cartera femenina, franeleo la visera y el escudo de la gorra. Ahora sí, ningún vecino o borrachín del otro lado, podrá reconocerme.


¿Será cierto lo del psicólogo? Yo, ¿Pariente directo del primer cartero en estos pagos?

Llego al correo, selecciono la correspondencia que debo entregar, observo a mis colegas. Juntos, interpretan un cuadro del orgullo perdido. Exhiben su fracaso en la ropa y en su postura, el que no está arrugado tiene lamparones brillosos por la plancha, a la mayoría se le nota un zurcido malo entre piernas gastadas con destino al pitucón. Les tengo bronca por desmerecer con sus figuras desinfladas, la responsabilidad de un funcionario de la correspondencia.

Ordeno las cartas, los folletos, las cuentas dentro de la mochila, en su división correspondiente.

Imagino a mi antepasado, al  fundador de la dinastía “corre, ve y dile”, orgulloso, porque su descendiente gana en Recoleta. Olfateo la zona y ya es otra cosa, saludo a los encargados de los edificios señoriales, mi blanca sonrisa abre su persiana y así la dejo hasta el fin de la jornada. Las mucamas admiran mi porte y uniforme, y algunas tratan de llamar mi atención con sus contoneos. “Aquí pasa Bruno Ramirez descendiente del primer cartero que tuvo la aldea”. Con simpatía y formalidad hago mi trabajo. Sin embargo el invento de Internet se vuelve una competencia fuerte. Cada día termino más temprano, menos papel, menos direcciones. Poco más o menos, los únicos que reciben correspondencia en estos tiempos, son los alojados en el cementerio. Destinatarios ilustres, muertos pero con domicilio conocido. Sin embargo, los remitentes, testarudos que insisten en escribir a quiénes no les podrán contestar, poseen en común la delicadeza de perfumar los sobres y estampar en ellos algunas flores. En varias oportunidades me sentí tentado a leer alguna esquela, si no fuese un emisario oficial con voto sagrado de reserva, estoy seguro de haber quedado atrapado en el pecado.

Abro la casilla que poseo en el correo central, contiene una carta y un telegrama de despido sin causa. Antes de que mis ojos se obnubilen con lágrimas, enfrento el contenido de la esquela, afiligranada con laureles. Me nombran abanderado durante la ceremonia y desfile por nuestra independencia. La posdata agrega que debo presentarme luciendo el uniforme y accesorios en estado impecable.
                                                                                                    Eduardo Wolfson

                                                                                                     







miércoles, 27 de abril de 2016

El cuento que te cuento…


Es un sueño


            Con el telegrama estrujado en mi mano, solo en el andén, soporto la espera disimulado en la niebla, sublime condensación de película en la campaña francesa. La sirena mal humorada anuncia la llegada del tren. Con el cuello alzado del gabán tapo mi boca. Una columna de humo blanco espesa avanza lenta, la formación se estaciona paralela a la plataforma. Vapor, frío húmedo y helada son los elementos principales con los que cuenta el escenario esta madrugada. Son pocos los pasajeros que descienden, él lo hace desde el primer vagón. La condensación del humo de la locomotora lo incluye, siento escalofríos como si fuera al encuentro de un fantasma. Deja la valija en el piso, temblando se envuelve en un gran poncho. Cada paso que doy hacia él, menos lo reconozco. Por fin el encuentro, abro mis brazos para estrecharlo, los afianzo lentamente y al fin lo contengo. No sé si es una sonrisa o una mueca, su barba descansa en mi cara, sin embargo sus ojos claros mantienen el brillo del pibe sorprendido. El ferrocarril se aleja, hay cambios en la coreografía, una ráfaga de viento nos obliga a rumbear para la sala de espera. El vendedor de pasajes nos ignora, cierra la ventanilla detrás de la reja, y desaparece. Mi compañero sorprendido exclama  -es un tallador de juego fracasado, esa visera charolada y ajada que usa, seguro que conoció mejores tiempos.
            Ambos reímos sin dejar de mirarnos. Del bolsillo del saco extrae una petaca, comenta que lo que me da a probar es un elixir macerado por él en sus montañas. Primero yo y luego él, pegamos tragos a esa ginebra, volvemos a reír. –Destilada en Constitución- digo yo. Él permuta su risa por un ataque de tos.
            La boletería vuelve a abrirse, él se apresura para sacar un pasaje. – Tomo el próximo tren- me avisa. Con una mano toma mi rostro y besa mi mejilla. Se va haciendo invisible en la bruma, sin embargo todavía veo su gorra que se asoma desde el último vagón. El individuo de los pasajes ha cerrado, no tengo a quien preguntarle por el destino de aquel tren. He quedado solo en la sala de despedida. Noto que en el apuro olvidó su maleta, la abro y comprendo. En ella están todos sus muñecos, los ha dejado para que me hagan compañía hasta que pueda despertar.
                                                                Eduardo Wolfson


sábado, 9 de abril de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título

Décimo primer relato     
                                                      por Eduardo Wolfson

De apoco, nos vamos acostumbrando a ganar la calle. Paladeamos como una gota de miel espesa la llegada de la democracia, la que nos dispara una bruma a los ojos para convertirse en lagrimón. Es el fin de una etapa de paso más lento que el cronológico. Una bestia prehistórica pisó y enterró a una sociedad victima, obligándome cotidianamente a publicarla como victimaria. La democracia en cambio es atlética, de paso ligero, el tiempo en ella huye como arena inasible. Yo continúo redactando versiones cambiadas, pero con otro signo. Gracias a la “democracia” oculto, que aparte del diario, ahora Boris es propietario de la papelera, de la AM y FM, y del canal de televisión. Pero el nuevo héroe es Antunez, aquel que sufrió el exilio, dejando en el diario una vacante que ocupé. Él maneja todos los medios, y habla con voz propia en contra de los ingleses, a favor de la patria recuperada. Insinúa las trapisondas de Del Castillo el ex de facto Intendente, del Almirante censor, del Obispo pedófilo,  de escribas serviles, de médicos inventores de partidas de nacimiento, todos huidos. También se abraza a las viejas de los grifos en sus rondas eternas, y enciende un discurso, recordando a los hijos que entregaron su vida por un mundo mejor. Sus finales resultan apoteóticos, todos con el mismo eslogan, “será justicia”. Al único que no nombra es a Boris, nuestro patrón.

Cruzando la plaza confiado. En el centro una murga se contonea con el ritmo de sus tambores, panderetas, platillos y redoblantes. Llenos de diversidad en sus disfraces, nos recuerdan que vivimos en democracia. Ocultos, en el entramado del caos de la comparsa, marchan oficiales con caras maquilladas, travestis de las fuerzas armadas. Luego de levantar vuelo algunas plumas de las muchachas del carnaval, aparecen en el aire las mariposas rasantes. Los que me rodean cambian sus gestos amargos, ahora son sonrisas que se vuelven risas, se abrazan y un canto chico nacido con vergüenza, se transforma en estruendo que ruge la multitud: “El pueblo unido jamás será vencido”

Así pasa la democracia, la del paso ligero. Los representantes elegidos polemizan en el concejo, que por algo es deliberante. El nuevo intendente viaja sin cesar a la capital provincial, y de ahí a la nacional. A veces puede endeudarse, a veces no lo dejan. Es un titiritero sin maestría, un hombre bueno, vecino conocido. Dialoga con la oposición y con sus correligionarios buscando el consenso. Lo principal para él es que la casa esté en orden, y se decide por los despidos. En el Palacio Municipal solo quedan los empleados antiguos, los que entraron en época de Del Castillo. En cada una de las bancas de concejales, el ujier, antes de iniciar la sesión coloca bandejas de plata conteniendo un sobre blanco. Para que haya orden en la casa, el que preside el salón de acuerdos toca la campana de partida, recién entonces cada concejal procede a guardar el sobre, en el bolsillo interno del traje los caballeros, y en sus carteras de diseño el cupo constitucional de damas.

Cruzando la plaza en democracia transgénica, advierto que el vuelo rasante de mariposas ha finalizado. Los ex empleados, por desacatados, son desalojados con balas de goma que dispara una nueva policía local, entrenada por el ruso, el tano y el gallego. Por una diagonal veo avanzar a Del Castillo, ahora secretario general de la asociación de sojeros y por la otra, a los hombres del glifosato. El encuentro es cordial, en la puerta principal se abrazan con el Intendente.

La nota, la titulo “El gran acuerdo”, y en la bajada, “Nuestro intendente electo ha prestado su conformidad. El municipio subsidiará al sector de la soja de  la región, presidido por el ex intendente de facto Del Castillo, a comprar el glifosato necesario para poner en valor y mercado cosechas esplendorosas. Luego de una recepción austera en el club social, el obispo bendijo en los campos a este nuevo revitalizador de cultivos.


Cruzando la plaza, el cielo se desploma, me refugio de un vuelo rasante de buitres, nuestra ciudad ha quedado fumigada.

sábado, 19 de marzo de 2016

Cruzando la plaza



40 años de la noche más oscura, de la conspiración trágica tramada por genocidas, algunos de guante blanco, otros con purpurado cuello, y los serviles, mucamos de uniforme cumpliendo órdenes.
Con el fin de contribuir a que no haya olvido, ofrezco el décimo relato de la serie de unitarios sin título.

Serie de unitarios sin título

décimo relato por Eduardo Wolfson

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.Del Castillo, el intendente interventor, el almirante, el obispo, Boris mi editor, y otros, parafrasean el eslogan de la teoría: “Hay que achicar la ciudad para agrandar el cementerio”. Hoy ensayan buches con miel para aclarar la voz, y sobre todo pronunciar la palabra tantos años guardada. Nunca pensaron que por esas islas del sur, en un abrir y cerrar de ojos tendrían que desempolvarla. Para no aburrirse, realizan un concurso interno, de secta cerrada. Frente a un gran espejo colgado en la sacristía, uno por uno separa aquellas sílabas dormidas en sus cuerdas vocales. En tonos graves y más agudos relajando cualquier discurso tratan de nombrarla. DE MO CRA CIA. El primero que prueba, naturalmente es el obispo. Los demás no logran disimular su risa, cuando escuchan que el esfuerzo de su eminencia acaba en un cacareo, producido por los diques construidos en su garganta. Pide un vaso de agua, lo bebe de golpe, tose atragantado, descansa practicando un ejercicio respiratorio antes de volver a intentarlo.
Cruzando la plaza del otoño. Ya no pasan uniformados, solo las viejas tercas de los grifos insisten en su calesita. Pañales cubriéndoles el cabello, sábanas pinzadas por sus manos, y otras fraternales, abrigan las fotos de los ausentes. La mayoría muestra respeto y una sonrisa escondida en la palidez de sus rostros, palidez lograda en ocho años de encierro, tiempo que me sentí perseguido por el espejo. En mis cruces, me defendí de él dejándolo a mi espalda, nunca tuve el coraje suficiente para frenar, sorprenderlo, y quedarnos cara a cara. A la altura de los grifos, con ocho años más a cuestas, lo hago. La última vez que vi a su habitante teníamos la misma edad, dos muchachos rubios que dejaban la adolescencia. Ambos, con pupilas brillantes asombradas de futuro. Ahora me cuesta darme cuenta que es él. Perdió pelo, engordó, lleva lentes, y una vestimenta arrugada. Impresionado miro hacia otro punto cardinal. Noto la ciudad empequeñecida, y el cementerio loma abajo, inconmensurablemente agrandado. Me pregunto, si yo admiro el panorama desde la urbanización de los vivos, pero no obtengo respuesta. Lo veo a Boris acercarse a una de las viejas y abrazarla, y continúa junto a ellas el desfile. Descansa en un banco, me llama. Fatigado, me observa con sus ojos pequeños y enrojecidos. Encoge sus hombros y dice en voz alta, pero como para si mismo: <Se acabaron los festejos en los cuarteles, tendremos que acostumbrarnos a comer asado en algún patio de tierra y a cantar con los comensales la marchita durante algún tiempo>
La plaza se convierte en parque, son ocho años de película en negro que se queman, como un día los dueños de la película quemaron libros. Avanzan con sus rostros desencajados el ruso, el tano y el gallego. “Ahora son mano de obra desocupada”, dice Boris con ironía.

domingo, 6 de marzo de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título
Noveno relato por Eduardo Wolfson
La estancia resplandecía por sus mujeres pintarrajeadas a medio vestir. Las figuras inquietas se paseaban entre hombres, que amenizaban su presencia con alguna copa o charla minúscula, disimulando sus miradas furtivas hacia la mercadería que les era exhibida, algunas, habían participado con distintas suertes en la elección de la reina para la fiesta nacional. Alfonsito, vestido de smoking, con agilidad torpe, saltó colocando sus nalgas sobre la mesa rodeada de pupilas. A ellas se las adivinaba cansadas, el maquillaje acumulado, degradado por las horas, precipitaba en surcos imprevisibles que apagaban un otrora, efímero, lápiz labial escarlata. El dedo gordo del enano, se balanceaba como un péndulo enorme entre algunas tetas enfrentadas. Una pobre puta, casi inconciente, consecuencia del aire enrarecido y la bebida, apeteció aquel falo atlético, como si se tratara de una fruta carnosa que se le ofrecía. Abrió su boca, humedeció los labios, e introdujo muy lentamente aquel dedo, hasta que la uña tocó su úvula bífida. La aldaba volvió a repetir tres veces su sonido hueco, tanto como para recordarles a sus relajados habitantes, que aquello era un quilombo. Dando un salto desde la mesa, y una vuelta carnero sobre un banquito tapizado en pana, Alfonsito trató de apurar su carrera, fue la madame que lo detuvo con un grito -¡Está cerrado!
Cruzando la plaza por caminos habituales, mi realidad se desvanece en un reflejo, una serie de cuadros de celuloide ocupan mi mismo espacio, me transitan imágenes conocidas, frívolas y macabras, mezcla de músicas carnavalescas y acompañamientos fúnebres. Mi memoria deshilachada, producto de la batalla que por años mantiene con el olvido, arma un rompecabezas. La película en blanco y negro comienza con la explosión, un hongo gris plomo se agranda sobre el fondo negro, construyendo al fin un número muy nítido “1975”, después figuras, esa mujer vestida de negro y voz de tecla desafinada, ese ser brujo, pálido, bajo. Cruzan sus cabezas, giran como un trompo, y otro número “1976”. Botas lustrosas que caminan al principio solas, luego las acompañan trajes de alpaca inglesa, se adhieren a la multitud una horda de sotanas y manos que en forma de lluvia echan aguas que bendicen. Un hombre corre por el perímetro, lleva una valija, lo reconozco, es Antunez, y ahí estoy yo, subiendo las escaleras de la redacción para ocupar su puesto. Las mujeres claman por sus hijos, caminan en ronda. Uno les grita viejas locas, y otro, les asegura que los pibes están paseando por Europa. Un uniformado ebrio en posición de descanso espera que lleguen los soldados ingleses, me dice. En el celuloide otro hongo se agiganta y cambia el número “1982”. Atraviesan los caminos banqueros abanicados por sus bancarios, llevan maletines que desbordan dólares. Por el otro camino corren a llenar estanterías, asiáticos ansiosos listo para principiar el remate, la gente compra muchos paraguas, hablan de lluvia letal. Otras mujeres caminan en ronda, piden por sus nietos, otro vendedor ofrece grabadores del tamaño de una uña. Aparecen comerciantes de los alrededores, portan baldes de brea que vierten en las entradas bancarias. Los camiones de caudales entregan y apilan corralitos.
Alfonsito, abrió la puerta del túnel que conduce a las espaldas del altar parroquial. Agachó la cabeza, y se mantuvo inmóvil hasta que escuchó el paso del último invitado. Se refugiaron en el salón VIP del quilombo, ya custodiado por “Cuenta y Guarda Ganado”, el ruso, el tano y el gallego. Alrededor del Obispo, en las sillas de pana se sentaron el almirante, Del Castillo el Intendente, el general del cuerpo que tiene su sede en la ciudad y Boris, mi jefe y editor. Con máscaras sobrantes de la fiesta, colocaron al papelero y al especialista en papeleo.
La putita temblando, y con el filtro del cigarrillo pegándosele a los labios me lo contó. Ella estaba sola en su habitación, escuchó un grito desgarrador con origen en el túnel, luego vio entrar a Cuenta, Guarda, al tano y el gallego, arrastrando al papelero que arrojaba una baba ensangrentada. Lo tendieron en su cama pidiéndole que abandonara su lugar de trabajo. Así, con poca ropa la arrojaron a la plaza. Las demás muchachas desocupadas callaron sin dejar sus lugares.
Lo ví a Boris, al intendente, a los uniformados y al escribano, abandonar alegres la parroquia por la entrada principal. Boris abanicaba una escritura, y al pasar a mi lado me dijo con sorna <Pibe ahora vas a tener que escribir mucho, mirá que soy el dueño del papel del país>

Los ocho relatos anteriores sin título de Cruzando la Plaza, podés hallarlos y compartirlos 
en mi blog
el que va contando

domingo, 21 de febrero de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título


                                                    
                                                     Octavo relato por Eduardo Wolfson

Golpeó tres veces la aldaba, entre golpe y golpe los mismos silencios. Alfonsito corrió el pasillo con sus pasos más largos, en punta de pies alcanzó el picaporte, y colgado del cerrojo, abrió. El cliente entró sin bajar la vista, ignorando un saludo de cortesía se encaminó hacia el salón. Alfonsito, con el pie derecho descalzo, y elevando el dedo gordo a la intemperie siguió los pasos del recién llegado.

Cruzando la plaza otra vez, minutos de días consecutivos convertidos en años, sentí el horror creciendo, produciéndome un desaliento pesado. Busqué refugiarlo en mínimos recovecos de gente apretujada, que por adherencia, fue transformando el espacio en un centro de peregrinación. Primero llegaron esas mujeres, todavía jóvenes, las intimaron a no estar quietas, e hicieron rondas, cada vuelta, abría una puerta a la ancianidad angustiosa. Los bancos se fueron cubriendo con los ciento cincuenta, mote con el que bautizamos a los jubilados en el diario. No tardaron mucho en aparecer los sin trabajo, y luego los que abandonaron los parri-pollo, las canchas de padle y tennis. Hubo putas que entusiasmadas probaron con el cuenta propismo, y acabaron llorando a moco tendido en un rincón, frente a la iglesia, porque sus antiguos proxenetas no las aceptaban por desleales. La anciana, sobreviviente del holocausto las observaba serenamente, mientras hurgaba en su viejo maletín un trozo de pan que le mitigara décadas de hambre. Dos filas de tanques avanzaron opuestas por las diagonales para encontrarse cara a cara en su centro. Los camiones artillados se anticiparon por las perpendiculares.

Por un altoparlante instalado en el frente del templo, retumbó una voz grave y militar    < finalizó la celebración de la fiesta nacional> Los soldados fueron quitando las máscaras de cada cabeza en la procesión. En sus manos había rostros de Disney, super heroes, pato donald, todas caretas, ningún antifaz.

A mi, me sacaron un tapujo con el rostro de nadie, dejamos de ser anónimos, aunque nos seguimos vadeando sin reconocernos.

Ya en la redacción, escuché en el despacho de Boris el editor, la voz de Del Castillo el Intendente <Tuvimos una fiesta en paz>, realizó una pausa y finalizó <bien la merecíamos>.

Frente a mi escritorio, traté de recuperar el robo de mi historia personal. Realicé evocaciones que me ayudaran a devolver imágenes borradas. Allí estaba la reina y las princesas nacionales de la noche, los aplausos exigidos y ensordecedores, y un torbellino de fuegos artificiales. Escuché decir que había una fila para los vertederos y una mecha para encender la dinamita. Recordé la gran humareda, volaron trapos y huesos que por gravitación volvieron a la tierra. <En una fiesta hay festejantes, no victimas>, me dijo Boris al pasar, <En una fiesta las victimas desaparecen> me advirtió De Castillo que lo acompañaba.
El título y subtitulo surgieron mágicamente: “Se acabó la fiesta” “Volvió la alegría a las mayorías populares”

Todo por dos pesos, pero nadie los encontraba. La ley de oferta y demanda, solo quedaba activa en el burdel.



martes, 9 de febrero de 2016

Cruzando la Plaza


 Serie de unitarios sin título

Séptimo relato             
  Por Eduardo Wolfson

Alrededor de los cuatro grifos, las mujeres, cubriendo el cabello con un pañal de gasa, daban en silencio su vuelta sin fin. Policías al acecho rodeaban el círculo, parecían pibes listos para treparse a una calesita en funcionamiento. Unos metros más atrás, sentado en un banco, el subcomisario masajeaba sus bigotes tupidos, echando sombra sobre el labio inferior, a punto de emitir el grito capanguesco, ordenando represión.

Cruzando la plaza por surcos, trazos desdibujados entre canteros, me esforzaba por almacenar el aire puro, necesario para permanecer lúcido las próximas horas en la redacción. Anochecía sobre el espacio verde. El cielo claro, comenzaba a lucir sus estrellas, titilando como lentejuelas baratas. Pegada a un palo borracho, una pupila del burdel tomaba aire fresco, casi invisible, mimetizándose en esa naturaleza urbana. Uniendo sus manos temblorosas, intentaba ocultar la llama que encendía un cigarrillo.

Se acercaba la hora de probar, que los ánimos ciudadanos lograron disciplinarse. Para ello, un General aficionado a la dramaturgia, ordenó el aumento de la actividad colectiva. Cada civil debió colocar gustoso, su granito de arena para la organización de la fiesta nacional.
En la sacristía actué como Secretario de un acta no escrita. Se encontraban La totalidad de los miembros de la secta. Presidía el Obispo con su atuendo purpúreo. En las sillas en círculo aposentaban, el Almirante, el Intendente, el Editor de mi periódico. El cupo femenino era cubierto por la Directora de la escuela Normal. Me sumé a los custodios de la entrada, El ruso, el tano y el gallego. Relajé mi tensión, concentrándome en  los comunicados de prensa que haría para el municipio. Mis relatos apelarían a la creatividad de los vecinos.
-         La respuesta a la convocatoria fue entusiasta (aseguró el Intendente).
-         Poco a poco el programa toma forma (indicó el prelado uniendo sus manos a la altura de las ingles)
-         Desfile de carrozas, carrera de bicicletas rodeando la localidad, función de gala con la orquesta sinfónica de la capital, feria de degustación, comidas típicas de las colectividades afincadas en el territorio, triatlon. (Agregó mi Editor satisfecho)
-          Para no olvidarse de la tradición, no pueden faltar campeonatos de juego de damas, truco y tenis de mesa. (Subrayo el Almirante)
-         ¿El cierre consistirá en la elección de la reina, no? ( Preguntó el Obispo, esperando la respuesta afirmativa)
-         Nuestras jóvenes son niñas de familia, decentes y portadoras de una gran pureza (Advirtió a los presentes la Directora del Normal)
-         Una reina no tiene nada de impuro señora, en todo caso propongo colocarle a las jóvenes que participen pasamontañas, para ocultar al público su identidad (Añadió condescendiente y desde atrás el Gallego)
-         Disculpen, pero este punto deberemos confirmarlo en la próxima reunión (Dijo el Intendente mirando con malos ojos al Gallego, reprochando su participación indebida, y su verborrea resfriada)

  

Al abandonar la sacristía, me detuve para observar la plaza desde otra perspectiva.
Los viejos renunciaban a su modorra, se acercaban, y tomaban del brazo a su vieja alejándola de la ronda. Los veía esfumarse en pareja, por las diagonales, callados, casi reptando. El subcomisario levantaba su machete, y los policías venían a su encuentro. Por el camino que acaba en la catedral dejaban la zona liberada. 



sábado, 30 de enero de 2016

Cruzando la plaza

 Serie de unitarios sin título

Sexto relato                                              (A la memoria de Osvaldo Soriano)


A “Cuenta y Guarda Ganado”, el espacio que les dibujaron era el mismo, reducido, gris, aburrido y chato. Sin aspirarlo, vivían el infierno de permanecer adyacentes desde la niñez. Compartían el banco en el colegio primario, la habitación de la pensión durmiendo en camas gemelas, y extendían el hechizo a permanecer frente a frente en cada función de cine. Sus miradas solo dejaban de penetrarse al agacharse sobre el plato de sopa en el bodegón. Tenían la misma edad y un único burdel, y el mismo horario, para no caer en la abstinencia obligatoria.

Cruzando la plaza, aquel día no pensaba en “Cuenta y Guarda Ganado”, estaba obnubilado por la otra pareja, “El gordo y el flaco”, cuyos cadáveres, Del Castillo el Intendente, sarcástico, me los expuso agujereados como un colador en un zanjón de la ruta. Avancé por los caminos en zigzag de la plaza, creación de un paisajista ebrio que olvidó la regla. Los palos borrachos llenando caprichosamente de fronda los ángulos, esperaban demorados la caída del sol, ofreciendo una brisa a esos viejos tristes de tertulias auto censuradas, de miradas ausentes. En la redacción, no recuerdo quien los bautizó, pero comenzamos a llamarlos “Los ciento cincuenta” como referencia al precio inmóvil de su jubilación. La brisa fue el subsidio que les brindó la naturaleza, para ayudarlos a soportar una muerte lenta, solitaria pero deseada.

Como un tatuaje, grabado en mi torrente sanguineo, la presencia inerte de los cadáveres entrelazados no me abandonaba, tampoco el perverso sonido de la risa de Del Castillo, regodeándose con mi descompostura. Eran dos tipos pintorescos “El gordo y el flaco”, en busca de aventuras comerciales. Solía encontrarlos en el café, a veces los visitaba en un cuchitril, en el que apilaban libros de cocina que en cómodas cuotas vendían por los barrios. El flaco petiso y menudo, el gordo alto y exuberante. Los dos igualmente irresponsables, cómicos soñadores, pretendían encontrar la formula que les permitiera ser propietarios de la librería más surtida de la ciudad.

Yo me convertía en un observador no participante de sus discusiones sobre el sueño compartido. Se acaloraban  defendiendo cada uno su mejor plan. Si de algo estaba seguro, es que el “Gordo y el flaco”, vivían desinteresados de la política, de la democracia, del golpe, de las internas municipales. Les encantaba reírse de si mismos, creo que disfrutaban de su ignorancia suave, que con firmeza, les almacenaba el interés por desinteresarse. La fundación de la gran librería fue la excusa de sus vidas. Imaginaban el negocio, uno la imaginaba con vidrieras imponentes, el otro separaba el escaparate por colecciones exaltadas con distintos colores. En el salón, uno se inclinaba por juntar los libros según el género, mientras el otro quería hacerlo por editorial.

Una empresa con un catálogo atestado de pensadores marxistas les alquiló el local en pleno centro. Los condecoraron como únicos representantes del fondo en la región, sin pedirles exclusividad. “El gordo y el flaco”, que nunca habían leído alguno de sus libros de cocina ni otras yerbas, se sintieron plenos, realizados, como les gustaba decir a ciertas modelo en boga. No solo se les cumplía el sueño de la gran librería, sino que ganaban un nuevo mercado, el universitario.

En pleno mediodía, ordenando las vidrieras flamantes, a “El gordo y el flaco”, los apuntó el fusil del gallego, amablemente les pidió que los acompañe hasta el automóvil donde esperaban el ruso y el tano. Derraparon por el asfalto en aquel silencio bancario, borrándose del ejido urbano.
Las calles en zigzag de la plaza, la escalera de mármol de la redacción, el escritorio, y mis movimientos desarticulados de los sentimientos y acciones, tendrían que transformarse en palabras, para pintar un daño colateral de 132 balazos sin culpables.

                                                                 
Eduardo Wolfson



jueves, 7 de enero de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título
Quinto relato                                                               por Eduardo Wolfson


-Del castillo logró el sello de la fiesta nacional. (Le dije a Boris de improviso). Sosteniendo una copa, Boris giró su sillón dándome la espalda, y enfrentó al ventanal.
-Ese hijo de puta quiere llevarse los laureles, y seguro piensa que nosotros debemos glorificarlo. (Reflexionó al fin en voz alta).
Volvió a girar, se puso los lentes, y con desprecio, me observó como se hace con el cartero portador de malas noticias.
-Y vos ¿como te enteraste? (preguntó desconfiando)
-En el bar. (Contesté corto)
-¿Quién te lo dijo? (pretendía asegurar la fuente)
-Él mismo
-Y ¿cómo se lo veía?
-Contento (emití con aire ingenuo)
-Sí, eso lo imagino, pero ¿Te dijo algo que deba saber?
 Su rostro enrojecía tal vez por el efecto de la noticia, por el whisky, o por la presión alta. La reunión finalizó cuando largué textual el mensaje del Intendente:
-“Decíle al editor de tu pasquín que se ponga a tono con las circunstancias”.
Boris, casi atragantado, exhaló un “Hijo de puta”.

Cruzando la plaza hacia la catedral, por la perpendicular, me detuve a observar nuestro kilómetro cero de cuatro grifos, que en una plena mañana de primavera dominical se transformó en mito urbano. Sin explicación alguna, y por el término de tres horas, reemplazó el liquido incoloro, inodoro e insípido, y para muchos hasta termal, por otro rojizo, amarronado, y más denso. La primera voz del acontecimiento, circuló por la casa del señor. Los fieles abandonaron la misa recién iniciada, aprovechando que el Obispo estaba de espaldas hacia ellos. Corrieron hasta la fuente central, y al ver el fenómeno, a las antiguas mujeres cubiertas por mantillas, no les alcanzaron los brazos para persignarse. Algunos, tal vez más científicos, recordaron la sangre de Cristo o el vino de las bodas de Caná. Para otros el ambiente había tomado el aroma del milagro, pero la mayoría contemplaba callada, lucían agotados, con sus hombros abandonados a la ley de gravedad. Las fotos sacadas por Rogelio, y nunca publicadas, exhibían una multitud de ojos sin brillo, sostenidos por párpados rugosos y secos.

Hacia el mediodía de ese domingo, las fuerzas policiales rodearon el edificio de la editorial. El operativo, anunciaba con sirenas la visita oficial del Almirante y el intendente en un coche, y como escolta, otro vehículo ocupado por el ruso, el tano y el gallego revoleando escopetas fuera de la ventanilla. Boris salió a recibirlos, pero un empujón propinado por el gallego lo dejó girando en su sillón. Del Castillo avanzó con sus botas de carpincho, domingueras, haciendo resonar los tacos sobre la tirantería gastada. El Almirante Calvo Bueno, controlador de facto de la comunicación, de gala y con medallas en el pecho, sin decir palabra y firme como estaca, se plantó en el centro del salón. Alcancé a ver como rotaban sus pupilas abarcando la escena. Se llevaron a Rogelio y los negativos, para asegurarse que el pasquín no tenga fotos.
Antes de disolver el operativo, Del Castillo estrujó su dedo índice en el pecho de Boris y gritó: -“Dejá de cubrir hechos fortuitos y desagradables como el de unos grifos oxidados, alentá a la juventud a cantar y bailar, que gobernar lo hacemos nosotros”.
A Rogelio lo volví a encontrar en la inauguración de nuestra primera fiesta nacional.
- Me trataron bien, era el único fotógrafo que tenían para registrar la fiesta.
Lo vi callar, revisar el flash y el zoom, y luego, tomar la forma de un tirador de caza mayor frente a su presa. Entonces apuntó su cámara al escenario.