sábado, 30 de enero de 2016

Cruzando la plaza

 Serie de unitarios sin título

Sexto relato                                              (A la memoria de Osvaldo Soriano)


A “Cuenta y Guarda Ganado”, el espacio que les dibujaron era el mismo, reducido, gris, aburrido y chato. Sin aspirarlo, vivían el infierno de permanecer adyacentes desde la niñez. Compartían el banco en el colegio primario, la habitación de la pensión durmiendo en camas gemelas, y extendían el hechizo a permanecer frente a frente en cada función de cine. Sus miradas solo dejaban de penetrarse al agacharse sobre el plato de sopa en el bodegón. Tenían la misma edad y un único burdel, y el mismo horario, para no caer en la abstinencia obligatoria.

Cruzando la plaza, aquel día no pensaba en “Cuenta y Guarda Ganado”, estaba obnubilado por la otra pareja, “El gordo y el flaco”, cuyos cadáveres, Del Castillo el Intendente, sarcástico, me los expuso agujereados como un colador en un zanjón de la ruta. Avancé por los caminos en zigzag de la plaza, creación de un paisajista ebrio que olvidó la regla. Los palos borrachos llenando caprichosamente de fronda los ángulos, esperaban demorados la caída del sol, ofreciendo una brisa a esos viejos tristes de tertulias auto censuradas, de miradas ausentes. En la redacción, no recuerdo quien los bautizó, pero comenzamos a llamarlos “Los ciento cincuenta” como referencia al precio inmóvil de su jubilación. La brisa fue el subsidio que les brindó la naturaleza, para ayudarlos a soportar una muerte lenta, solitaria pero deseada.

Como un tatuaje, grabado en mi torrente sanguineo, la presencia inerte de los cadáveres entrelazados no me abandonaba, tampoco el perverso sonido de la risa de Del Castillo, regodeándose con mi descompostura. Eran dos tipos pintorescos “El gordo y el flaco”, en busca de aventuras comerciales. Solía encontrarlos en el café, a veces los visitaba en un cuchitril, en el que apilaban libros de cocina que en cómodas cuotas vendían por los barrios. El flaco petiso y menudo, el gordo alto y exuberante. Los dos igualmente irresponsables, cómicos soñadores, pretendían encontrar la formula que les permitiera ser propietarios de la librería más surtida de la ciudad.

Yo me convertía en un observador no participante de sus discusiones sobre el sueño compartido. Se acaloraban  defendiendo cada uno su mejor plan. Si de algo estaba seguro, es que el “Gordo y el flaco”, vivían desinteresados de la política, de la democracia, del golpe, de las internas municipales. Les encantaba reírse de si mismos, creo que disfrutaban de su ignorancia suave, que con firmeza, les almacenaba el interés por desinteresarse. La fundación de la gran librería fue la excusa de sus vidas. Imaginaban el negocio, uno la imaginaba con vidrieras imponentes, el otro separaba el escaparate por colecciones exaltadas con distintos colores. En el salón, uno se inclinaba por juntar los libros según el género, mientras el otro quería hacerlo por editorial.

Una empresa con un catálogo atestado de pensadores marxistas les alquiló el local en pleno centro. Los condecoraron como únicos representantes del fondo en la región, sin pedirles exclusividad. “El gordo y el flaco”, que nunca habían leído alguno de sus libros de cocina ni otras yerbas, se sintieron plenos, realizados, como les gustaba decir a ciertas modelo en boga. No solo se les cumplía el sueño de la gran librería, sino que ganaban un nuevo mercado, el universitario.

En pleno mediodía, ordenando las vidrieras flamantes, a “El gordo y el flaco”, los apuntó el fusil del gallego, amablemente les pidió que los acompañe hasta el automóvil donde esperaban el ruso y el tano. Derraparon por el asfalto en aquel silencio bancario, borrándose del ejido urbano.
Las calles en zigzag de la plaza, la escalera de mármol de la redacción, el escritorio, y mis movimientos desarticulados de los sentimientos y acciones, tendrían que transformarse en palabras, para pintar un daño colateral de 132 balazos sin culpables.

                                                                 
Eduardo Wolfson



jueves, 7 de enero de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título
Quinto relato                                                               por Eduardo Wolfson


-Del castillo logró el sello de la fiesta nacional. (Le dije a Boris de improviso). Sosteniendo una copa, Boris giró su sillón dándome la espalda, y enfrentó al ventanal.
-Ese hijo de puta quiere llevarse los laureles, y seguro piensa que nosotros debemos glorificarlo. (Reflexionó al fin en voz alta).
Volvió a girar, se puso los lentes, y con desprecio, me observó como se hace con el cartero portador de malas noticias.
-Y vos ¿como te enteraste? (preguntó desconfiando)
-En el bar. (Contesté corto)
-¿Quién te lo dijo? (pretendía asegurar la fuente)
-Él mismo
-Y ¿cómo se lo veía?
-Contento (emití con aire ingenuo)
-Sí, eso lo imagino, pero ¿Te dijo algo que deba saber?
 Su rostro enrojecía tal vez por el efecto de la noticia, por el whisky, o por la presión alta. La reunión finalizó cuando largué textual el mensaje del Intendente:
-“Decíle al editor de tu pasquín que se ponga a tono con las circunstancias”.
Boris, casi atragantado, exhaló un “Hijo de puta”.

Cruzando la plaza hacia la catedral, por la perpendicular, me detuve a observar nuestro kilómetro cero de cuatro grifos, que en una plena mañana de primavera dominical se transformó en mito urbano. Sin explicación alguna, y por el término de tres horas, reemplazó el liquido incoloro, inodoro e insípido, y para muchos hasta termal, por otro rojizo, amarronado, y más denso. La primera voz del acontecimiento, circuló por la casa del señor. Los fieles abandonaron la misa recién iniciada, aprovechando que el Obispo estaba de espaldas hacia ellos. Corrieron hasta la fuente central, y al ver el fenómeno, a las antiguas mujeres cubiertas por mantillas, no les alcanzaron los brazos para persignarse. Algunos, tal vez más científicos, recordaron la sangre de Cristo o el vino de las bodas de Caná. Para otros el ambiente había tomado el aroma del milagro, pero la mayoría contemplaba callada, lucían agotados, con sus hombros abandonados a la ley de gravedad. Las fotos sacadas por Rogelio, y nunca publicadas, exhibían una multitud de ojos sin brillo, sostenidos por párpados rugosos y secos.

Hacia el mediodía de ese domingo, las fuerzas policiales rodearon el edificio de la editorial. El operativo, anunciaba con sirenas la visita oficial del Almirante y el intendente en un coche, y como escolta, otro vehículo ocupado por el ruso, el tano y el gallego revoleando escopetas fuera de la ventanilla. Boris salió a recibirlos, pero un empujón propinado por el gallego lo dejó girando en su sillón. Del Castillo avanzó con sus botas de carpincho, domingueras, haciendo resonar los tacos sobre la tirantería gastada. El Almirante Calvo Bueno, controlador de facto de la comunicación, de gala y con medallas en el pecho, sin decir palabra y firme como estaca, se plantó en el centro del salón. Alcancé a ver como rotaban sus pupilas abarcando la escena. Se llevaron a Rogelio y los negativos, para asegurarse que el pasquín no tenga fotos.
Antes de disolver el operativo, Del Castillo estrujó su dedo índice en el pecho de Boris y gritó: -“Dejá de cubrir hechos fortuitos y desagradables como el de unos grifos oxidados, alentá a la juventud a cantar y bailar, que gobernar lo hacemos nosotros”.
A Rogelio lo volví a encontrar en la inauguración de nuestra primera fiesta nacional.
- Me trataron bien, era el único fotógrafo que tenían para registrar la fiesta.
Lo vi callar, revisar el flash y el zoom, y luego, tomar la forma de un tirador de caza mayor frente a su presa. Entonces apuntó su cámara al escenario.