lunes, 12 de diciembre de 2016

REMEMBRANZAS

Los porta retratos




             El sol separa las luces y las sombras de la manzana. Del otro lado, en la calle paralela, la arboleda se agita suave, verde, resplandece molesta encandilándolo en su fronda. Los lentes sucios, sus ojos irritados, lo obligan a agachar su horizonte. Con el índice y el pulgar, a cada lado de la nariz, refriega la picazón que aguijonea entre sus pestañas. La visión tan corta no puede dar crédito a la imagen difusa, será el espectro de una mujer se pregunta. A esta altura, distintas densidades avanzan juntas por la calle paralela. Mientras, su rostro construye un camino de arrugas, son como surcos labrados en una escultura de piedra. Hasta ahora camina lento por la plaza. Por culpa del rictus, su dentadura superior postiza se refresca a la intemperie. Se deja caer en un banco de madera, usa la mano como palanca con punto de apoyo en el respaldo. Se desplaza a lo largo hasta quedar completamente extendido. Casi sin sentido, advierte que su cabeza descansa sobre la falda de la mujer, la misma que le ofreció un té laxante a la salida de la pensión, y que él rechazó. La pensión, aguantadero, tugurio, términos sistemáticamente degradados que incorporó a su léxico para amortiguar el choque con la certeza del final. Aquel individuo que lo llamaba compañero, todo lo que hizo al fin es depositarlo en aquel espacio maloliente. Una cama desvencijada, un ropero de una hoja y sin espejo, y cuatro paredes, con una mixtura de pinturas y papeles, pretendiendo detener la humedad. Sin ventanas, solo una puerta angosta sosteniendo una claraboya, que muy de vez en cuando era penetrada por un rayo escuálido de sol, abanicado y acabado en la cabecera de la cama fundando líneas, que junto a la imaginación del que la padeciese, implantaba una figura.  Él, que si de algo se había jactado, era de su
agnosticismo, en ese sitio vio a la virgen.
Su vida se catequizaba en el efecto multiplicador de un cúmulo de ausencias que lo acompañaban transparentes por espacios verdes. En el hospedaje, sus ausencias eran presencias en una fila de porta retratos compartiendo el espacio estrecho. Cada anochecer Iluminaba el cuchitril con una lámpara enmarcada en telarañas, que por impotencia ofendían la intensidad casi nula de su luz. La ceremonia rutinaria, casi religiosa, consistía en pasar una franela desempolvando los vidrios que amparaban las imágenes cronológicas de amigos, novias, compañeros de lucha, y por fin, su árbol genealógico. Luego repasaba bajo la escasa luz y su poca vista, una por una las fotos. Sus ojos secos le impedían la lágrima y le inducían ardor. A la última noche, tuvo la certeza que un socavón minero la penetraba. Al día siguiente, la casera acompañó a los obreros municipales hasta el cuartucho. En el interior del cajón claveteado y sin cepillar, colocaron cuidadosamente los porta retratos. No hallaron cadáver. La mujer se asombró cuando depositaron el último, su inquilino desaparecido sonreía.
                                                                                  Eduardo Wolfson



domingo, 4 de diciembre de 2016

Remembranzas

Un gran lagarto verde                                      Por Eduardo Wolfson

            
                                   
 El avión comienza el aterrizaje, la azafata nos indica la temperatura en el aeropuerto José Martí. Me descubro llorando, entre lagrimones diviso la pista. Carreteamos, todos aplauden, yo no puedo. Experimento a mi cuerpo convertido en ovillo, tal vez, producto de la vergüenza que siento por el llanto. El mandato estúpido de mi infancia todavía intenta gobernarme: “los hombres no lloran”. Lo mando al demonio, y con él, esta carga de siempre cuidarme del ridículo. El aparato se va deteniendo, una pequeña ventana, me separa de los primeros hombres que veo en tierra. Tengo 43 años, apenas falta una década para que termine el siglo. Aún no estoy seguro que esto me esté pasando, quizá, solo se trate del mismo sueño, que en sustancia repito desde hace 30 años. Dos azafatas, paradas en la puerta de salida, nos despiden con una sonrisa aerocomercial. Sobre la escalera, una brisa cálida me pega. Poco a poco, mi ser bebe por sorbos el encuentro con el gran lagarto verde de Guillén. Cada escalón que desciendo, me retrotrae a episodios de mi vida. Los saqueos del 89, “la casa está en orden del 87”, las esperanzas democráticas del 83, el desarraigo, el exilio interno, el silencio y la muerte del 76, la decepción y la bronca del 74, la algarabía joven de un espejismo de 30 días, en el 73. Lo veo a Fidel comiendo un choripán en la costanera, y escucho una voz engolada diciendo por la radio Colonia de los 60: “Cuba, la perla de la Antillas, hoy convertida en el infierno de América”. Y aquí estoy, en este 1990, apoyando mis pies en esta pista de aviación, y llorando no solo mí llanto. En este momento, mi cuerpo es el desborde de muchos que quedaron en el camino, sobre todo del Gato, amigo entrañable, con el que planeamos muchas veces recorrer América, para poder llegar a esta tierra libre. En el 85 nos dijo chau. A mi lado, tengo la impresión que una mujer se está cayendo, pero no, se arrodilla sobre la pista y la besa. No se por qué, evoco cuatro líneas que conozco de un verso de Martí. “mi verso es como un puñal / que por mi puño echa flor /mi verso es un surtidor / que da un agua de coral”.