sábado, 25 de marzo de 2017

Inconmovibles

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LA CONMEMORACIÓN INMORTAL                
Por Eduardo Wolfson


Mi nuevo propietario es petiso, pelado y chicato. No hablo con rencor, solo con el sabor ácido del desengaño. Lo conocí, departiendo con el encargado de la casa de remates. El movimiento constante de sus brazos manteniendo la conversación, daba cuenta de un temperamento firme. Recuerdo la transfiguración de su rostro cuando me descubrió. Sus ojos brillaron expresando el nacimiento del deseo. Su acompañante, advertido sobre el impacto que ejercí, comenzó a enumerar mis múltiples cualidades. El petiso era ansioso, interrumpió las alabanzas que me prodigaba el narrador de las exhibiciones, y acto seguido extendió un cheque que le entregó. Al rato, dos muchachones rescataron mi pudor con una hermosa funda, me subieron a un camión y me trasladaron hasta un trasatlántico. Cuando volvieron a desnudarme me encontré en este hermoso y vidriado rincón, rodeado por el sol. El petiso me observaba junto a una mujer en bata, y como tratando de convencerla, con énfasis exclamaba: “¿Decime si no es un ébano?”. Ella me circundaba sin decir palabra, mientras él proseguía como un encantador de serpientes “Esta belleza se merece una inauguración. Hablo de una gran fiesta, invitaremos a clientes, gerentes de empresas conocidas, los ceos más importantes, funcionarios políticos de primera línea, y un caballero de honor, un gran concertista”.

El contador propietario se deleitaba cargando mi espalda de billetes. Noté que la mujer en bata cruzó sus brazos, me echó una última mirada, y aprobó la idea del ágape para presentarme en sociedad, aclarando no entender, la presencia imprescindible de la música clásica que ellos odiaban.

A pesar de la comodidad que me rodeaba, pisando una alfombra persa, un espacio con vista a un jardín cuidado, la soledad me abrumaba. La poca gente que durante el día atravesaba el salón, me miraba a distancia, y mormuraba, algunos con fastidio, y otros con desenfado, dos palabras, “nuevos ricos”.

Mi propietario y propietaria, la señora de bata, eran muy aburridos. Sus conversaciones giraban alrededor de un solo tema, “Como provocar la envidia de los demás, proporcionalmente al progreso de su fortuna”.

Un día la mucama me acercó a un señor con barba candado y unos pequeños lentes sostenidos en la punta de su nariz. Cuando quedamos solos, el hombre extrajo un estetoscopio de su maletín, y lo posó en varias de mis partes más íntimas. Por la forma en que sus manos me tocaban, yo no sabía si se estaba propasando. Al fin se alejó exclamando la palabra “maravilloso”.

Al día siguiente, las instalaciones de mis propietarios rebozaban de invitados. Algunos traían cámaras fotográficas o filmadoras, la mayoría de las mujeres lucían envueltas en telas brillantes, los hombres vestían elegantes frac, y otros, esmoking. Yo era la novedad, la sorpresa, por lo tanto los organizadores, me cubrieron con un raso impactante que retiraron cuando llegó aquel hombre. Hubo aplausos, y luego, como respondiendo a un mandato, se recogieron en un silencio profundo. El recién llegado con tersura, paseó sus dedos por mis partes más voluminosas. Ignorando a los presentes comenzó a recorrer mi boca, lo hizo con tal dulzura que me excité. Todas las sensaciones de mi primer amor retornaban después de siglos, hasta recordé que lo llamaban Shopin.


A mis propietarios, el contador y la señora de bata, les encantó el éxito que produjo en los convidados su piano de cola. Hablaron sobre el acontecimiento muchos días antes de retirarse a descansar a sus respectivas cajas fuertes. FIN 

domingo, 12 de marzo de 2017

El cuento que te cuento, es cuento.



Si los de abajo se mueven…          Por Eduardo Wolfson


            “Que se vayan todos”, el griterío es infernal, las calles se convierten en recipientes estrechos atosigados de  pueblo. En el parlamento, los legisladores de todos los partidos, corren y cumplen las órdenes que transmiten los ordenanzas, quiénes a su vez, sin darse cuenta, asumen el papel de líderes naturales de aquellos representantes con voto y mandato. Entre todos, derechas e izquierdas, hombres y mujeres, altos, petisos, gordos y esqueletos tapian puertas, ventanales y claraboyas. Nadie responde al tañer incesante de la campana que  aletea el presidente de la bicameral, su potestad aplastada cae debajo del estrado, aferrado al badajo de su instrumento.

            “Que se vayan todos a la cárcel” la consigna se extiende en palabras y en volumen frente al palacio del ejecutivo nacional. Los granaderos de la puerta, inmóviles hasta ahí, divisan una multitud que atraviesa la plaza echando fuego sin antorchas. Tiemblan rasos, y rompen filas sin esperar al sumbo que vocea el ultimátum  dado a conocer por el oficial superior de la guardia. Huyen por pasillos hacia el interior buscando refugio y trepando palmeras. El presidente y sus ministros, reunidos en el salón de truco, se sienten huérfanos al desaparecer los mozos. Algunos plantean suspender el conciliábulo, aludiendo que sin whisky y sin servicio les falta la herramienta imprescindible para articular la medida necesaria que concrete positivamente futuros negocios con el Estado. “Mientras las cosas se arreglan hagamos retiro espiritual” opina el primer mandatario perspicaz.

            “Hay que comunicar la justicia en lenguaje popular” sostiene el presidente de la suprema corte, frente a jueces y fiscales en emergencia, en el interior del palacio de los tribunales. La policía, auxiliar de la justicia, se entera por TV en su casino, que la horda avanza. Valientes, deciden preparar su escape. Ni togas, ni uniformes sirven para pasar desapercibidos en la multitud. Consultan a los presos de la alcaldía, apelando a su experiencia para trazar la huída. Mientras conversan, un sargento se justifica: “Policía que huye sirve para otra policía”

            “Con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes” Las calles abarrotadas vibran intensamente, un redoble de tambores construye un contrapunto con las palpitaciones de la multitud. Ya es tarde para levantar los puentes, piensa el secretario general de la CGT, un enamorado de Maryl Streep.

             “Es imprescindible crear, establecer, fundar, instituir, instaurar, organizar, implantar, erigir e introducir la enciclopedia de la justicia popular”. El mandamás de la corte suprema habla con vehemencia. Mientras calla para respirar, un fiscal soliviantado se rebela: “¿El magistrado clama acaso por modificar, cambiar, variar, alterar, mudar, transformar, perturbar y diferenciar nuestra legislación para que la entiendan esos negros, que no son capaces de comprender que la democracia, todo lo que ha hecho fue por su bien?” Los ujieres y el notificador de faltas desalojan la sala a grito pelado. Unos pocos togados que se quejan reciben palmadas en la cola, y la amenaza fehaciente de quedarse sin el sandwich de mortadela para el refuerzo. La insipiente rebeldía se esfuma, profesionales y magistrados son colocados en pequeños cuartos, disimulan sus presencias cubiertos de expedientes, presos en tapas de cartulina. Por las puertas, a medio cerrar para evitar la asfixia, huyen miles de ratas.

            “Nuestros sueños no caben en sus urnas” dice, en el salón de truco, con voz apagada y medio gangosa el asesor ecuatoriano del presidente. Ministros y secretarios le prestan toda la atención: “Yo creo queridos hermanos, que ha llegado el momento de  extinguir, apagar, ahogar, oscurecer, liquidar, suprimir” La ministra de seguridad deja el sorbete del tinto y erizada interrumpe: “El asesor es un temerario, imprudente, irreflexivo, inconsiderado, malaconsejado, insensato, bizarro, lanzado”.  De golpe, las mesas de juego vuelan como los mejores integrantes de un ballet. “¿Será el pueblo?” pregunta la de seguridad. La mayoría, vomita al oír “¡pueblo!”. Tratan de encontrar refugio patinando sobre las salsas productos de las nauseas. “Es la sacudida, el Cataclismo, la hecatombe, acierta a pronosticar el Ministro de educación antes de caer cubierto en la bandera norteamericana.
Mientras tanto, el primer mandatario observa unas imágenes de Islas Vírgenes, y permanece íntimo, inseparable, intrínseco, esencial, subjetivo, introspectivo, recóndito, secreto, apartado, disimulado, furtivo, subrepticio, guardado, callado, impenetrable, insondable, ininteligible, inescrutable. En fin: “off short”. Como guardando una profunda meditación, El ministro de energía, acordándose de su inagotable mayo francés, guarda en el bolsillo un envido de 33 para decir: “Si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”. Falta un ápice, para que el ministro de trabajo rechace “Por falso, malicioso e improcedente” lo dicho por su colega combustible”. La puerta doble del salón se abre, recibe la entrada, “a paso marcial”, de los jefes de las tres fuerzas uniformadas. El de ejército tiene la voz cantante: “Señores, la asonada ha sido diezmada. Todo vuelve a la más absoluta normalidad. “Señores, ¡vuelve el fútbol!”.




viernes, 3 de febrero de 2017

Secretos de confesión

            Sigilo sacramental                          Por Eduardo Wolfson
           

            Eugenia Urruchua Marticorena de López, avanza como todas las mañanas hacia la iglesia, se desliza sin pecado sobre la vereda del café. A su paso, los devotos del templo de la bebida, brindan tributo a su belleza inasible. Las miradas convergen en las curvas armónicas de la mujer. Registro un respetuoso silencio, se desvanece el traqueteo de las fichas de dominó sobre las mesas, se apaga el rumor metálico de las cucharitas en las azucareras, desaparece el gorjeo de alguna ginebra caída en la copa, y hasta el zumbido persistente de una mosca, reconocida como la "inquilina".
            Manchego, habitué respetado de tanto gastar los codos en el estaño, murmura molesto: “para ella no acontecen los años, su perfección inmaculada, trasciende la efervescencia de su imperturbable atuendo negro, insoportable en este verano. Pero ella luce siempre fresca ¿Será por sus baños de agua bendita?”.
            Algunos sonríen, otros escarban por laberintos retorcidos, pasillos que les mantiene atrapada la memoria. Se esfuerzan por recrear en lo virtual a ese López, enganchado en la prosapia de apellidos de la viuda. “Si existió, el pobre López debe haber muerto en su noche de bodas al tomar contacto con esos pechos aristocráticos” –agrega Manchego rencoroso. Unos ríen, y otros fruncen los ceños enfadados, consideran que esas palabras faltan el respeto para con una familia fundacional. Sin embargo, se cuidan de hablar sobre el episodio, que el verano pasado, tuvo como protagonistas a la viuda y al Manchego, a la sombra del paraíso que entolda la entrada del bar. El hombre dopado con sangría, no pudo detener su mano derecha hasta posarse y pellizcar la nalga de Eugenia Urruchua Marticorena de López. Los ojos azules profundos de la mujer despreciaron la insolencia, sin desviar la vista de las baldosas, continuando su camino hasta la iglesia.
            La tertulia se divide en dos bandos.
            Uno de los conspicuos, zalamero de Manchego, avala su ironía: “López es un fraude, un invento, un remanente que la Eugenia acopló a la elegancia del Urruchua Marticorena, para legitimar a su hija y mantener la respetabilidad de sus apellidos”.

            La duda, parida esta mañana tórrida en el grupo, revolotea el avispero. Hay quien exige mesura en el debate: “es solo respeto religioso, dialoguen con cautela, no es este el sitio para hamacar con decoro a una integrante de una progenie tradicional en nuestra comunidad”. Fedor, el pintor de las casas elegantes del pueblo, reflexivo, deja la aceituna sin comer en el plato, roza la lengua sobre la espuma que fabrica la hesperidina con soda, y comenta a viva voz: “Ahora que lo pienso, cuando pinté la casa de los Marticorena, bajé de las paredes cristos y santos a montones, pero nunca lo bajé al López”. Los oyentes no atinan a continuar con sus acciones. José, el de la verdulería, contrario a la tropa de Manchego, manteniendo desafiante una ficha de dominó en lo alto, le advierte: “cómo vas a saber si lo bajaste o no lo bajaste al López, si nunca lo viste” “Tenés razón, nunca lo ví, pero conozco a los cristos y los santos”- retruca Fedor. “¿No bajaste retratos de parientes?” -Pregunta José. “Solo mujeres”-aclara Fedor, después de otro trago de hesperidina. Un halo de misterio los envuelve, la mayoría repasa la lengua por los labios sintiendo la garganta seca. Plácido, el mozo, cuenta los dedos que piden ginebra, y ducho de su bandeja, calcula si la distribución alcanzará con una sola vuelta.
            Fedor reaviva su relato: “Les digo que esa gente tendrá mucha alcurnia, pero los cristos, eran de la misma firma que los dos que tengo en casa”. “¿Y de que marca son esos cristos tan ilustres?”, pregunta José con burla. Fedor, sonríe sin mostrar los dientes, revelando para sí, “cayó el chivo en el lazo”. Responde recorriendo las pupilas brillosas del auditorio: “INRI”. Mis cristos y los de la Urruchua Marticorena de López, son “INRI”.  Con la respiración paralizada los feligreses cruzan miradas, y un segundo después, al unísono, estallan en carcajadas. Fedor, enrojecido por la rabia, los observa sin comprender. Manchego, apoyado en el mostrador, con otra pregunta, hecha un manto de piedad sobre la burrada de su prosélito y apaga las risas: “si solo hay mujeres, ¿cómo hicieron para la descendencia?”. El interrogante aprieta como una mordaza todas las bocas, y el bar toma el aspecto de un campo santo.
            Manchego coloca la boina junto a su copa, y enfrenta a la concurrencia. Su lengua pesada, arrastra vocablos recriminatorios:”No se puede hablar livianamente de las familias fundadoras de este pueblo. Es idiota el que con un solo dato construye una historia falsa y perversa  en su cabeza. ¡Carajo!, que son maricas, chupa culos, eso son”. El improperio toca a todos, Manchego cierra el puño. El ultraje sonoro, armado con el volumen de su paladar abovedado, y su nueva postura, medio cuerpo sobre el mostrador, el rostro inflamado, los ojos cerrados, y un ronquido potente, nos convence a los presentes que su cultura alcohólica falla. El tema no concluye, pero queda más disperso, ceñido a cada una de las mesas. Las voces, también se vuelven menos audibles, restringidas al ámbito particular de oyentes.
            Esquilo y Ulises, ocupan la mesa de billar.  Esquilo en una esquina reproduce carambolas imperceptibles. Ulises se aburre, sacude el tedio marcando en el contador los puntos, y lanza una pregunta contaminada por un soplo de tiza, destruyendo la concentración de su adversario: “La vieja Eugenia ¿tiene una hija?” Esquilo confirma con la cabeza, sin quitar la vista del paño verde. “¿Y es chupa cirio como la madre?”, insiste Ulises. Esquilo se encoge de hombros, pifia el tiro. Lleno de bronca golpea el taco en el borde de la mesa: “No se puede masticar chicle y bajar la escalera al mismo tiempo”, y agrega: “La hija está fuerte como la madre, y es cierto que no se les conoce descendencia masculina”.
Los muchachos abandonan sus tacos y cruzan una barrera de humo, para ocupar una mesa junto a la ventana. Refrescan la garganta con un trago de cerveza, dejándose los labios maquillados con la espuma blanca. Ulises pone cara de acertijo “O sea, que la madre es Eugenia Urruchua Marticorena de López y la hija, Augusta López Urruchua Marticorena, siempre teniendo en cuenta que el López simboliza la paternidad”. Esquilo aclara:”López, un apellido tan poca cosa es el poder invisible, vigilando en los extremos al linaje Urruchua Marticorena”.
            La presencia imprevista del párroco funciona como un mandato. Todos callan. La visita inesperada se acerca al mostrador, secándose con un pañuelo las líneas de agua, que profusamente corren por el cuello entre el fin de su cabellera y el comienzo de la sotana. Plácido le acerca una ginebra con hielo, y se queda a su lado previendo un próximo pedido. Con un “los espero a todos, el domingo en misa” se despide. A coro, los presentes gritan “hasta el domingo Padre López”.
                            FIN