Serie de unitarios
Segundo Relato Sin Título
Por Eduardo Wolfson
Segundo Relato Sin Título
Por Eduardo Wolfson
Subí las viejas escaleras gastadas de mármol de la redacción, José el sereno
me sirvió una taza de café humeante. El inminente parto diario del matutino, puso
mis nervios en tensión derrotando cualquier hechizo. A mi ingreso, las órdenes
de Boris, propietario y director, fueron claras, “no se publica nada sobre
madres llorando por hijos desaparecidos”, “lo insoslayable, se relata con las
palabras enfrentamiento, subversivos, cadáveres, fuerzas del orden Etc. Etc.”
“Tener siempre a mano notas de color sobre personajes de la localidad para
rellenar”. Hasta allí, sus instrucciones habían servido para esquivar y
preservar nuestras vidas. El mundial de fútbol, fue un derrame de agua bendita,
y salir campeones, la cereza que coronó el postre. Ese mes, lo recuerdo como el
más sencillo para escribir y completar cada número, sin necesidad de bucear
para transformar el dolor en tibio entretenimiento. Pero esa tarde, seis años
después, golpeé la puerta de su despacho, no era rutina, necesitaba consultarle
acerca de como ocultar una Plaza de Mayo llena, con un muerto, y obreros
pidiendo pan y trabajo. Me senté frente a él, escuché su discurso, sus
reproches, esperando el momento de la copa de whisky, el de la ternura. En esa
reunión, Boris agregó un mandato ahorrándome preguntas “Las Malvinas son
nuestras, las ocupamos, echamos al invasor, inventamos batallas y nuestros
oficiales y soldados son héroes” De golpe la guerra. La Plaza del pueblo masacrado
dos días antes, se convirtió en territorio de cantos, banderas, y una voz
borracha, uniformada en el balcón, aplaudiendo a la próxima sangre.
Cruzando la plaza, en aquel abril cuando las hojas caían,
advertí que en el pueblo desaparecieron los horizontes abiertos. Habitábamos el
interior de un gran sarcófago, sus muchas puertas y ventanas, encerraba el
llanto y el gemido desgarrador de mis vecinos, algunos adivinando la muerte sin
lápidas, y otros, el terror de la guerra amputándoles a sus hijos.
Del
Castillo, el Intendente, exultante llegó al club. Agitaba un papel exhibiendo
un aire triunfador. Los popes, como solía llamar a aquel conjunto de viejos un
poco próceres, y otro poco, dueños del pueblo, se sorprendieron.
-Acaban de declarar a
nuestra fiesta, "fiesta nacional". (Exclamó el Intendente)
Arrojó
la nota con membrete del gobierno, el sello y la firma del general a cargo de
la presidencia sobre la mesa, se arrepintió, y volvió a tomarla para refregarla
en mi nariz, interrumpiendo el trago de mi fernet cotidiano, en la mesa junto a
la ventana.
No me sorprendió la actitud de Del Castillo, sus
exabruptos me eran familiares, desde aquel día, que ha su pedido nos reunimos
en la sacristía, cuatro años atrás. Mientras el párroco, tercer habitante del
recinto beatífico, simulaba desatención frotando una platería, el intendente me
acercó a un rincón haciéndome una propuesta que acepté. Quería que piense y
escriba sus discursos. Cuando estrechamos nuestras manos, me advirtió que nadie
debía enterarse del trato, incluido Boris.
- Ponete a tono con las
circunstancias pibe. (El intendente desplegó una sonrisa abierta que percibí como
advertencia).
Fui periodista del diario local, también escribiente,
mandadero y alcahuete del mandamás político, elegido democráticamente por una
junta de las tres fuerzas. Sentí que era un comodín de comodines. Flotaba en
una nube que se deslizaba sobre el fango, y más allá de un juego que tomaba
aspecto de querubín, supe que el paseo podía terminar en una fosa.
Los popes festejaron como si fuesen chicos que les salió
bien la travesura. Lorenzo, el mozo, sin esperar el pedido, les depositó el
cinzano y unas cuantas copas, simultáneamente el pibe, colocó los platitos
tradicionales, aceitunas negras, queso mar del plata cortado en daditos y maní
con cáscara. Hubo brindis, mucha alharaca y disolución de reunión.
El Intendente, callado, pensativo, e inflando los bigotes
se sentó frente a mí. Su brazo detuvo a Lorenzo que se acercaba pensando que
había un pedido en ciernes. Al fin me habló:
- Prepárame una reunión urgente
en la sacristía con el tano, el ruso y el gallego, también voy a necesitar al
escribano, pero lográ que no se crucen. Como siempre, esto queda entre nosotros.
Del Castillo se fue, no sin antes saludar a Lorenzo con
un estruendoso ¡Viva la patria!
Al
tano, el ruso y el gallego se los veía muy poco por el pueblo. Cuando yo
terminaba la primaria, ellos pisaban los 30. El tano fue contador, el ruso
viajante y el gallego cana en la
Federal , desplazado por la fuerza, según él, debido a un
dolor insoportable, provocado por
sabañones que cultivaba en sus dedos, durante los fríos intensos de patrulla en
el invierno capitalino.
Cuando
se juntaban, cada vez con menos asiduidad, lo hacían en el boliche o el
burdel. El tano leía La Prensa , decía que era un
diario serio con periodistas de raza e información objetiva. El gallego opinaba
que el tano hubiese deseado ser oligarca, dueño de campos luciendo apellidos bostosos.
En cambio el ruso tenía todas las materias aprobadas de su profesión: contar
chistes, jugar póquer, y levantarse una mina en cada pueblo para asegurarse
compañía y no pasar necesidades. Los tres disfrutaban en común, todo aquello
que involucraba lo que reconocían con la sigla (PRP) picana-retorno-peaje.
Esa semana, mi pluma se permitió pintar con lujo de
detalles el hundimiento por parte de nuestra armada del sheffield. En las noticias locales, como pie de página,
mataba a nueve subversivos en un enfrentamiento, sobre campos aledaños escriturados
recientemente por el Intendente, especificando que no tuvimos que lamentar
bajas en las fuerzas del orden.