Serie de unitarios
Cuarto Relato
Sin Título Por Eduardo Wolfson
Otro circo que se despedía;
los observé juntar sus cosas mientras el polvo se arremolinaba para escaparse
del presagio de lluvia. Terminaba la sequía, Del Castillo, el Intendente, no
solo engordó kilos y bigotes desde el paso del último coliseo romano, también
festejaba el acrecentamiento de su fortuna, pasando horas en la confitería del
club, con sus cómplices, el tano, el ruso y el gallego.
Cruzando la plaza, sobre
la diagonal que plasmaba en monumentos el eclecticismo de los gobiernos locales,
presenté mis respetos a un ecuestre general, deseando con vehemencia que algún
viento, arroje del pedestal a su brioso equino de bronce.
De golpe, en todos estos
años que el miedo nos enseñó a murmurar en voz baja, a comprar la soledad como
compañía, a pretender ser los desconocidos de siempre, descubrí que la gente
llenó siempre plateas y graderías. Me trastornaba pensar que después de tanto
movimiento, de mezcla entre foráneos y locales, no quedase una historia para
contar. La única prueba del acontecimiento fueron los agujeros dejados por las
estacas y huellas de los garrotes en el baldío. Encendí un cigarrillo tras
otro, solo fumaba la mitad y los tiraba encendidos sin pisotearlos. Aturdido,
miraba como alguna brasita de la ceniza, se desprendía y elevaba,
desapareciendo detrás de un árbol añoso.
Alfonsito, el “enano
negro”, se aferró a mi pantalón, y afirmó con ronquera:
-Vos buscás noticias y yo tengo una.
Sorprendido, hallé en la espesura del
monocromo el origen de su voz victoriosa
-me independizo, voy a
ser pupilo del burdel ¿qué te parece?
Creo que subí los hombros
mostrando desconcierto e ignorancia. Alfonsito no se amilanó.
- siempre discuto con mi
familia, en el circo ocupamos el ghetto, y dentro del ghetto, el patio trasero.
Provocó un silencio, se apoyó en un carromato
y expulsó un susurro:
-por nuestro color de
piel ¿entendés?
El padre abrazaba a la
madre que tapaba sus orejas tratando de no escuchar, y la hermana menor de
Alfonsito, se colgó a su cuello y besó su frente. Se despidieron, sabiendo que
las giras del circo, podían ser inversamente proporcionales a los recorridos
que Alfonsito tomaría. Ninguno explicitó
lo que colectivamente sentía, pero tuve la certeza que en aquellas vidas
comenzaba una ausencia irreversible. Detrás de los últimos rollos de lona, a la
cola de los animales, sobre un vagón playo, se acopló el trío oscuro, partiendo
con lágrimas, con las gargantas secas, sin nada para agregar. Alfonsito, en una
mezcla agridulce de sentimientos encontrados entre lo filial y la aventura,
divisó los brazos de los suyos agitando el último saludo. Tardaron en
desaparecer, lo hicieron cuando descendió el telón de una polvareda. Lo
acompañé a Alfonsito hasta el burdel. Callados, arrastramos juntos una valija
de cartón, yo pensando en la extraña demanda del prestigioso establecimiento
del amor solidario, requiriendo los servicios de un enano negro, no me atreví a
preguntárselo. Con sus ojos saltando casi fuera de las cuencas, Alfonsito, me dijo sin titubear:
–Se acabó el circo, desde
ahora yo construyo mi propio espacio.