La importancia
de un antepasado prominente
Camino marcial por la villa. Elevo la pierna, avanzo, y
desciendo lentamente, cuidando no levantar polvo para no raspar el calzado con
alguna piedra. Ignoro a los que me rodean, esos que chupan mate en el frente de
sus taperas, luciendo con orgullo unas musculosas bombardeadas en la última
guerra. Compulsivamente escupen la tierra, adictos a la Pacha Mama. Solo con
el que se la da de psicólogo intercambio algunas palabras, discurso mañanero cultivado
pero de contenido liviano, hoy le tocó al mandato que oculto en mi profesión. Me
llamo Bruno Ramirez, y según él, la misma gracia portaba el primer cartero del
Río de la Plata. Dice
que mis datos filiatorios, adheridos a la historia me delatan. No le contesto,
no le pregunto, lo saludo con un gesto, y huyo de su aliento despachando ajo.
Alcanzo el asfalto, la frontera, incluyo mi perfil en el
gentío. Con la franela me deshago de los últimos vestigios adheridos a mi ropa,
que evidencian mi mundo dormitorio, froto las botas hasta dejarlas espejadas
como el primer día.
En este universo todos pasan ligero, estoy seguro que mi
presencia, para ellos, no es más que una ausencia cosquillosa. Ayudándome con
el espejo que alguna vez tuvo su nido en una cartera femenina, franeleo la
visera y el escudo de la gorra. Ahora sí, ningún vecino o borrachín del otro
lado, podrá reconocerme.
¿Será cierto lo del psicólogo? Yo, ¿Pariente directo del
primer cartero en estos pagos?
Llego al correo, selecciono la correspondencia que debo
entregar, observo a mis colegas. Juntos, interpretan un cuadro del orgullo
perdido. Exhiben su fracaso en la ropa y en su postura, el que no está arrugado
tiene lamparones brillosos por la plancha, a la mayoría se le nota un zurcido
malo entre piernas gastadas con destino al pitucón. Les tengo bronca por
desmerecer con sus figuras desinfladas, la responsabilidad de un funcionario de
la correspondencia.
Ordeno las cartas, los folletos, las cuentas dentro de la
mochila, en su división correspondiente.
Imagino a mi antepasado, al
fundador de la dinastía “corre, ve y dile”, orgulloso, porque su
descendiente gana en Recoleta. Olfateo la zona y ya es otra cosa, saludo a los
encargados de los edificios señoriales, mi blanca sonrisa abre su persiana y
así la dejo hasta el fin de la jornada. Las mucamas admiran mi porte y
uniforme, y algunas tratan de llamar mi atención con sus contoneos. “Aquí pasa
Bruno Ramirez descendiente del primer cartero que tuvo la aldea”. Con simpatía
y formalidad hago mi trabajo. Sin embargo el invento de Internet se vuelve una
competencia fuerte. Cada día termino más temprano, menos papel, menos
direcciones. Poco más o menos, los únicos que reciben correspondencia en estos
tiempos, son los alojados en el cementerio. Destinatarios ilustres, muertos
pero con domicilio conocido. Sin embargo, los remitentes, testarudos que
insisten en escribir a quiénes no les podrán contestar, poseen en común la
delicadeza de perfumar los sobres y estampar en ellos algunas flores. En varias
oportunidades me sentí tentado a leer alguna esquela, si no fuese un emisario
oficial con voto sagrado de reserva, estoy seguro de haber quedado atrapado en
el pecado.
Abro la casilla que poseo en el correo central, contiene una
carta y un telegrama de despido sin causa. Antes de que mis ojos se obnubilen
con lágrimas, enfrento el contenido de la esquela, afiligranada con laureles. Me
nombran abanderado durante la ceremonia y desfile por nuestra independencia. La
posdata agrega que debo presentarme luciendo el uniforme y accesorios en estado
impecable.
Eduardo Wolfson