Júbilo.
- Lo vi genial a Pascasio, te lo juro. Estaba feliz y
cambiado, parecía un purrete che. 40 años consecutivos de trabajo que llegaron
a su fin. ¿El premio?, la jubilación, ¿entendés? Recuerdo que Pascasio se acercó a la ventana y
aspiró un aire nuevo, me dijo: “Es el
primer día desde que tengo uso de razón que solo haré lo que quiera, y así,
todos los días que me restan de vida”. Créeme, desplegaba una sonrisa
abierta que jamás tuvo. En pijama, sin ponerse las chancletas, se desplazó por
el mosaico frío hasta la cocina, dispuesto a gozar el mate mañanero. En la pava
colocó más agua que de costumbre. Eligió el mate grande y la bombilla curva. “Tengo las horas que quiero para tomar mate”,
me dijo. Pascasio reía, caminó
practicando pasitos de baile alrededor de la mesa de la cocina. Se afeitó, me
dijo que había llegado el momento de usar un traje sin estrenar, que lo esperaba
acurrucado hace 25 años en el placard con todas las cuotas pagas. Estaba entero,
contento, joven. Hinchaba el pecho y se deleitaba, exhalaba lento, se esmeraba
por no apurarse, enamorado del diminuto soplido. Salió a caminar solo. Al día
siguiente le pregunté por el paseo, me contó, que la fuerza de la costumbre le jugó
una mala pasada. Aquella caminata libre le dio la sorpresa de un final
conocido. Se encontró de golpe en la esquina de la fábrica, ¿me podés creer? “Cuarenta años haciendo este recorrido, si
seré boludo”, dice que pensó en
voz alta, y me mostró un gesto obsceno que le hizo al edificio. Paró un taxi
con destino al centro. “A esta hora
tendría que estar haciendo el balance semanal”, habló solo el Pascasio, y no
pudo contener la risa que acabó siendo carcajada. Se dio cuenta del ridículo
cuando se percató de los ojos del tachero en el espejito retrovisor. Las mejillas
se le inflaban de satisfacción, cuando me mencionó que no recordaba haber visto
nunca las calles de la ciudad a esa hora. Eran las tres de la tarde, entró al
cine, y se dio el lujo de ver la última de terror. Un pibe che, un pibe gozando
de la adolescencia que no tuvo. Me contó que en la fila 15 vio con fantasma los
subtítulos en el cinemascope. Yo le dije que no se preocupara, que eso era una
boludez “Tenés razón, mañana pasaré por
la obra social de jubilados para hacer unos ajustes, y después me iré de
viaje”, me dijo. Al día siguiente se levantó a las cinco y
media de la madrugada para ir al hospital, la misma hora que lo hacía cuando
trabajaba. Así que la cosa no le costó mucho. Me contó que llegó silbando. Le
dijo a un tipo grandote en la puerta que necesitaba ver a un oculista. Sin
pronunciar palabra, con el dedo índice, le señaló una cola de una cuadra y
media. Una doña encorvada que pasaba, se le acercó al oído y murmuró: “a las
ocho menos cuarto comienzan a entregar los turnos”. Pascasio le agradeció, se
puso detrás del último, y para entretenerse escuchó la conversación de los que
tenía adelante. Una desdentada se quejaba de no poder estar parada por las
varices. Un hombre admitió que se cumplía un año pidiendo fecha para que lo
operen de próstata. Pascasio, siempre optimista, agradeció al cielo por tener
solo un poco de problema con la nitidez de las letras, y para no aguar el día,
se entretuvo leyendo un afiche de turismo que ofrecía la mutual.
Cuando llegó a la
ventanilla faltaba cinco minutos para las doce, así que la señorita se
reforzaba con un sanguche, mientras comentaba el casamiento de una prima con
una que estaba sentada en el escritorio de atrás. Pascasio me decía, que en su
vida fue invitado a pocos casamientos importantes, pero que se impresionó
mucho, cuando escuchó de la hambrienta que las sillas de la fiesta estaban
todas vestidas. Cuando masticó el último bocado del sanguche, la chica fina
cerró la boca, entonces Pascasio aprovechó y dijo:“ quiero ver al oculista”.
Dice que la piba hizo un gesto parecido al de un sargento norteametricano que
actuaba en la película de terror. Con un dedo señalando una tapa de madera en
el exterior de la ventanilla, le exigió:“ Credencial de jubilado, último recibo
de haberes, DNI, y para finalizar, orden del médico de cabecera”. Pobre
Pascasio, dijo que se sintió desnudo, cuando la princesa de la ventanilla, lo
sermoneó a través de un amplificador de voz recriminándole que le hacía perder
el tiempo, que sin la orden del médico de cabecera, ella no podía derivarlo a
un oftalmólogo, y que no tenía excusa, diciendo que él no lo sabía, porque como
jubilado estaba obligado a saberlo. Y agregó: “Claro, ustedes tienen todo el
tiempo del mundo y se vuelven vagos, indolentes e insolidarios con el tiempo de
los demás, que si vale”.
"Retinofluoresceinografía', fue la única palabra que
oyó Pascasio del oculista, y le extendió la receta. Pero él a esta altura del
partido ya se había acostumbrado, habían pasado cuatro meses de aquel primer
día que lo retaron. Del viaje a proyectar ni se acordaba. Todos los días hacía
una cola distinta para obtener turnos médicos y órdenes para análisis. Los
jubilados que compartían con él las filas, se iban pasando datos de trámites,
tratos y tretas. Pasos más, pasos menos, siempre se llegaba al mostrador. Allí,
una señorita histérica, o muy atenta,
masticando chicle o tomando mate cocido, luego de tener una charla con su
compañera sobre un casamiento, se dirigía a la gente de la cola, y decía cosas
como: “todavía no es el tiempo de sacar
turno”, o “que hay que venir más
temprano porque los turnos se agotan rápidamente “. Pascasio tomó el hábito
de presentarse siempre en ayunas, aunque nadie se lo había pedido, él lo sentía
como un rito necesario. Yo lo empecé a notar raro, el cabello se le caía más
que de costumbre y que una cumbre nevada de caspa se derramaba sobre su
indumentaria veraniega. Por fin obtuvo un turno para el 7 de enero del año
siguiente, fecha ideal, por otra parte.
Navidad y año nuevo, anidaron jubilosas en el alma de Pascasio, sabía que el 7
de enero por la mañana le harían el examen y esto le apetecía como un regalo de
reyes, con un solo día de atraso. Pascasio sintió en la noche previa la
ansiedad de la niñez, prácticamente no cerró los ojos esperando el sonido del
despertador. El amanecer lo encontró bañado y afeitado, estaba sin dudas
alegre, hasta los vecinos lo escucharon tararear melodías clásicas e
inolvidables. Su estado de ánimo era tan impecable, que no se mostró para nada
molesto, cuando la empleada simpática, masticando siempre chicle, luego de
charlar con su compañera sobre el gusto raro que tenía su suegra para hacer
regalos, selló unos papeles y se los extendió a Pascasio para que los entregue
tres pisos más arriba, comunicándole que el ascensor no funcionaba. La
secretaria simpática mascadora de chicle y siamesa de su computadora, le sonrió
fabricando un tímido globito bucal. La cola del tercer piso, dijo Pascasio que
le vino al pelo, para poder relajar la agitación que le trajo la escalera
La señorita de la ventanilla del tercero, miró la orden y
demás papeles y con voz chillona expresó: ¡Aquí falta el fondo de ojos! Pascasio
me contó que se puso colorado y levantó los hombros. La piba, que parece que
era gauchita, tecleó en la computadora y como de una galera, extrajo un sobre
turno para el15 de enero. Pero fijate lo que es la mala suerte. Ese 15, la
mutual se quedó sin gotitas para
dilatarle las pupilas.
Mientras intercambiaba opiniones con su compañera, acerca
del menú que iban a elegir para el mediodía, la secretaria le comunicaba al Pascasio
que era imposible en ese momento obtener así como así, un turno para aquella
orden, de tan pintoresca tecnología ocular. La joven, meticulosa, exploró su
teclado integralmente, se encontraba a un paso de darse por vencida, y de
pronto, gritó "¡Eureka lo encontré!". Le extendió al hombre un
papelito impreso, tenía turno para el 2 de febrero a las 9 Hs.,
El 2 de febrero, Pascasio
exhibió la orden a una señorita tal vez simpática, pero que lucía terriblemente
aburrida, ya que no disponía de ninguna compañera para comentar sobre el
reciclado de la cocina de su cuñada y tampoco, tenía el alivio de una goma de
mascar. La muchacha analizó el papel minuciosamente, luego observó a quién se
lo entregó y dijo como desinflándose, < acá, esto no se hace >. Pobre
Pascasio, tomó una coloración verde, que
a la empleada instruida e informada le recordó al descontrol del increíble Hulk
cuando algo lo trastornaba. Un poco atemorizada tomó un teléfono auxiliar,
exhaló un murmullo apenas perceptible y colgó. Señalando con su mano derecha un
pasillo amplio, atestado de personas, vociferó: <Siga por allí, hasta gastroenterología,
a las personas de su edad no les viene mal hacerse una videocolonocospía>.
Amansado, pálido, adelgazando y sin fuerzas, Pascasio
tuvo que caminar muchos pasillos durante meses y en distintos horarios, para
llegar a perder en definitiva su hombría. Unas enfermeras de blanco lo escoltaban,
boca abajo sobre una camilla, mientras el médico introducía una camarita en su
ano, sin anestesia.
A Pascasio lo dejaron en una silla de ruedas para que se
reponga, cerca de la entrada principal del hospital. La gente entraba y salía,
molesta por el objeto, corría un poco la silla, lo daban vuelta, y el que
seguía lo hacía avanzar un poco más. Al comenzar a rehabilitarse se dio cuenta
que era un estorbo en la mitad de la vereda. Trató de levantarse apoyándose en
el rodado, que al no estar frenado se le vino encima. Su cara contra el
mosaico, la prótesis dental fue a parar al agua estancada. Dos tipos que
pasaban, lo levantaron, comentaron entre sí “la indiferencia de la gente, que
mejor no morir de viejo”, lo apoyaron en la pared del hospital y se tomaron un
taxi. Pascasio avanzó apoyado en la pared, en la parada del colectivo se
sostuvo en el palo y sacó del bolsillo las monedas. Un grandote vino de atrás,
lo tomó del cinturón, el pendejo del primer asiento no pudo hacerse el
distraído, así que con la pachorra del mundo se lo cedió. Era de noche cuando
lo bajaron en la terminal, menos mal que vivimos a una cuadra. Yo estaba
tomando mate en el puerta, él venía tambaleándose entre árboles y postes, me
apresuré para ayudarlo. Cuando estuve cerca ví su estado, no lo pude creer, y
pedí auxilio a los vecinos. Lo pusimos en su cama, una doña le preguntó si lo
habían asaltado, él no tenía aire para contestar. Sin embargo a mi me guiñó un
ojo, tomándome el brazo para que me acercara. Desdentado y baboso me dijo: “me
violaron”, después creo que trató de dibujar una sonrisa. Lo dejamos durmiendo
y reponiéndose. Al día siguiente me contó, mientras lo escuchaba, se me ocurrió
un título para una obra de teatro, “peripecias de la mutual”. Bueno, hoy lo
velamos, y armar este velatorio, no es la historia vivida por Pascasio, esta la
estamos viviendo nosotros.
Eduardo Wolfson