Fragmento de relato largo por Eduardo Wolfson
4º entrega
Estoy
decidido a pedirle un aumento de sueldo al Bebe. Van a cumplirse ocho meses que
estoy trabajando y sigo cobrando lo mismo. Se cree que me compra con los
chocolates que tiene en la caja fuerte. Cuando estaba Maruja era distinto, pero
ahora, encima tengo que aguantar a la Norma.
Esa mina no tiene idea de lo que es bañarse. La gorda despide
unos aromas añejos, prefiero a la fonda cuando bajan pescado. Ni bien llegue
Bebe lo voy a encarar. Tengo que pensar como se lo voy a decir y como lo voy a
justificar.
Necesito
pararlo antes que entre a la oficina, delante de Saúl y esa gorda pelotuda no
me voy a atrever. Voy a ser directo:
“Mirá Bebe vos me
estás pagando un 30% menos de lo que fija el convenio del gremio como sueldo
mínimo. Aparte, durante estos ocho meses las cosas no paran de subir, nada más
que de colectivo estoy pagando el doble. Quiero que me pagues como corresponde
¡o!…”
¿o
qué? No debo amenazarlo con que me voy, porque es capaz de aceptarlo. Tampoco
puedo decirle que voy a trabajar a reglamento, porque no sé cómo adaptar eso
acá. Ahí llega el Bebe, no me gusta la cara que trae, mejor se lo planteo
mañana.
Por
engancharme con los 7 locos me paso de parada. Cuando me lo
prestó el trosko, se lo acepté para que no creyera que soy un burro. Pero
cuando me dijo, que después de leerlo íbamos a comentarlo, entendí que me
zarpé. Pero no sé lo que me pasa, una vez que leí las primeras palabras ya no
lo pude largar. Ahora tengo que caminar seis cuadras de más por este siniestro
Villa Linch, gracias al puto de Arlt.
El
astrólogo me tiene fascinado. Eso de financiar una revolución con la guita de
los quilombos, prueba que el tipo la pensó Grossa.
Adolfo
me pregunta si sé algo de la
Maruja.
-Qué voy a saber yo de esa puta.
Se
me queda mirando, yo entro a la oficina. Después de todo, La Maruja puede ayudar a la
revolución ahora, más como puta que como obrera, pienso.
Le
digo a Saúl que hoy no tengo clases porque hay desinfección. Me propone ir
nuevamente al billar y acepto.
Saúl
no deja de llamarme la atención. Algo de él, me dice que es un tapado como
Erdosain. En el trabajo es desenvuelto y eficaz. Prácticamente todos los
negocios de M y M pasan por el orden que él les impone. Es apreciado igualmente
por clientes y proveedores. Muchos, me consta, le proponen que trabaje para
ellos, y le ofrecen remuneraciones y comodidades difíciles de rechazar. Saúl
nunca contesta, o lo hace con alguna broma. Cuando me habla de Minski o
Migdason, o de ambos, lo hace socarronamente, y hasta con un dejo de bronca por
las conductas non sanctas.
Me
pregunto, ¿por qué esa lealtad? ¿Por qué imagino que Saúl es Erdosain? En
cambio, no igualaría nunca al rufián melancólico con el Roje. No, el Roje se
parece más al Ergueta, y la
Norma a su mujer, la coja, una puta retirada. Pensándolo
mejor, y si Minski y Migdason resultaran los dueños de los burdeles, los
fasones sus putas, y nosotros, simplemente sus madamas.
Esta
vez no nos quedamos en Chacarita, tomamos el subte con destino a la estación
Callao. Saúl me explica, que en Montevideo y Corrientes, hay unos billares de
primera, que el nombre del lugar no lo dice porque es yeta. Estamos en un primer piso, las ocho
mesas de paño verde se encuentran ocupadas. Junto a las ventanas que rodean la
esquina, una clientela adicta al ajedrez marca su territorio. El mozo le trae
un whisky a Saúl, lo saluda con familiaridad y me pregunta que voy a tomar. Nos
acercamos a un grupo, que observan a su vez la posibilidad de un jaque. De
golpe, uno de los contendientes magulla la perilla del reloj, y como si se
tratara de un partido de truco, impone su vozarrón: “¡Qué me importa que la tenga corta!”, y tira el rey. Mingo el mozo, nos señala una mesa que se
vacía. Saúl generoso me da una raya y media de ventaja. Hoy sus tacadas son
precisas y yo empiezo a aburrirme, porque casi no tengo oportunidad de entrar
en juego. Otro, que se da cuenta que soy novato, me da indicaciones: “No tan fuerte, no cierres los ojos cuando
tirás, dale a tu bola de lleno aquí, pero para que pegue finito en la roja”.
Al fin me pudro, y los dejo a Saúl y a mi profesor hacer su partido.
El
lugar está irrespirable, tengo hambre, miro el reloj, las ocho y media. Le digo
a Saúl que me voy, y le recuerdo que él todavía tiene que viajar hasta Carupá.
Me contesta que se queda, que prefiere llegar a su casa cuando el pibe está
dormido.
Otra
vez el ómnibus y el último asiento. Las mujeres, a esta hora de la madrugada
están demasiado vestidas para saber si valen la pena.
Anoche
no pegué un ojo, no podía detener mi mente. Contra mi voluntad, se reproducían
las carambolas posibles que me perdí. Las reconstruía abstractamente para que
se dieran. Imaginaba la posición de las bolas en la mesa, el efecto, el
disparo, la trayectoria. Quería parar, y automáticamente volvía a empezar.
Trataba de traer a mi lado a la
Cardinale pero era inútil. Entre ella y yo, se imponía el
billar maldito y su física en acción. También Saúl, no sé por qué pienso tanto
en él. Será porque vive en Carupá, que es como decir en una nalga del mundo, y
que viaja todos los días hasta la otra nalga, o sea la de M y M. A Bebe, hoy
sin falta le pido el aumento.
El
coche de Migdason está en la puerta, qué raro, cuando viene no lo hace tan
temprano. Adolfo me para en el pasillo, me avisa que en la oficina, con
Migdason y Saúl hay dos felinos de impositiva. La Norma , que apenas entra en
el cuartito de la cocina, prepara café. Miro por la puerta vidriada. Los
desconocidos sentados en mi escritorio, revisan libros que Saúl les alcanza.
Migdason les habla y les habla, los tipos ni alzan la vista. Migdason me ve,
sale y me lleva hasta el cuarto en que se depositan las telas llegadas de
tintorería. Revisa unas cuantas y separa dos piezas. Me pide que corte tres
metros de cada una, las envuelva y se las lleve a la oficina.
Llego
con el encargo y Migdason finge sorpresa. Toma los paquetes y en su lenguaje
trabado se dirige a los inspectores: “señogres
inpetores, me harán un bien, si regalan a su esposa esta maravilla de telas”.
Cada
uno toma un envoltorio y lo deposita en una división de su respectivo
portafolio. Se levantan, estrechan la mano de Migdason, que los acompaña hasta
la puerta. Al volver dice: “Saúl, guarda
libro. Descargá seis metros de art 3141 como comisión. Ya se fueron”.
Bebe
me mira cuando le pongo sobre su escritorio el convenio textil, pero no dice
nada. Me siento forzado a romper mi timidez para continuar atacando. Las
palabras se me superponen, no sé cual soltar primero, al final descorcho un menjunje
indescifrable. Bebe expande sus bigotes, señal anticipatoria de la pregunta:
-Y
esto, ¿qué es?
-La
escala de salarios textiles
-¿Y
para que me lo das?.
-Porque
dice lo que debemos ganar.
-Eso
lo sé.
Me
quedo mirándolo, Bebe me devuelve los papeles. Retorno a mi escritorio, él
revisa unas facturas como si la conversación escueta no se hubiese producido.
Con bronca trituro el convenio que va a parar al cesto de basura.
Es
una mañana destemplada, nubarrones inmensos amenazan con juntarse para estallar
en la ventana. Norma se acerca a Saúl, pone en sus manos algo que no alcanzo a
visualizar. Ahora sí, parece una fotografía. Saúl la mira, Norma despega los
labios impregnados de un Rouge rojo brilloso:
-Es
mi hija, linda ¿no?
-Sí
-Ya
es señorita
-Qué
bien
-Es
muy inteligente, no sale a mí.
-No
diga eso
-Ahora
la anoté en la normal, quiero que sea maestra.
-¿Si
usted lo quiere?
-Usted,
¿tiene hijos?
Saúl
escruta el rostro de la gorda pero no contesta inmediatamente. Por fin devuelve
la foto, se levanta, toma el saco del perchero, y ya saliendo, en un susurro
dice:
-Sí,
uno.