"Sobre Ráfagas y ausencias"
Entrega semanal
1963 Por Eduardo Wolfson
Amanece, el colectivo atraviesa la General Paz hacia la provincia.
Soplo mis manos y me coloco los guantes de cuero. Froto el vidrio empañado para
tener mejor visión, pero es inútil. No hay paisaje, sólo una niebla densa.
Adivino a mi derecha el gran parque de la General Motors , en la próxima
parada tengo que bajarme. El vehículo se aleja anegándome con combustible mal
quemado. Tiemblo, castañeteo y al fin, cruzo la avenida para internarme en
estas calles sin acabar, tan habituales de Villa Linch. Paso por el bodegón, a estas horas el aroma
del café trata de ganarle, sin conseguirlo, al perpetuo de los guisos. El ritmo
monótono y lastimero de los telares crea la música inagotable. Con un poco de
imaginación, puedo pensarme en medio de un carnaval triste, eterno. Pero mi itinerario es corto, casas sin
revoque, ventanucos de contrabando en las medianeras, paredes enmohecidas,
galpones, luces mortecinas de tubos fluorescentes que se filtran por los
agujeros en las chapas. Lo veo a
Adolfo, raspando con una espátula la cara buena del viejo Illia en un afiche.
Si yo tuviese dieciocho años creo que lo votaría, pero solo tengo dieciséis.
Adolfo es el hombre orquesta de la fábrica. Eso de fábrica le quedó grande.
Ahora los empleados somos sólo cuatro. Adolfo, que cuando había obreros era el
encargado de mantenimiento de los telares. Saúl, que está en todo lo
administrativo y mantiene las cuentas prolijas. Maruja, que tiene mi edad, y
buena letra, sirve café y completa los libros contables como Saúl le indica, y
yo. Me llamo Ernesto, reviso las telas que traen los fasonieres, las envío a la
tintorería y, también, ayudo al fletero para entregarla a los clientes. Los
dueños del “establecimiento”, (como a ellos les gusta llamarlo), son dos:
Minsky y Migdason.
El
Bebe Minsky es un tipo campechano, y de pocas palabras. Nació en una colonia de
inmigrantes con campos improductivos. La familia fue instalándose en la capital
de a poco. Los hermanos fueron trayéndose unos a otros. Conoció a Migdason,
quien ya era un hombre de fortuna, cuando trabajaba de cadete en una mayorista
textil. Me contó Saúl que fue después de la segunda guerra, faltaba de todo, y
lo poco que había era malo y caro.
El
trabajo de Minsky y el capital de Migdason se complementaron perfectamente. Así
nació la fábrica de telas de camisa. Este Villa Linch, lóbrego y sórdido,
sirvió para ocultar el vellocino de oro de M y M.
Hoy
está Migdason, su presencia, no frecuente, nos inhibe. Por lo general, cuando
Maruja y yo nos cruzamos, reímos por cualquier tontería, pero hoy no. Migdason nos mira a través de sus lentes
gruesos y parece amonestarnos. El único que no se siente incómodo con su
presencia es Saúl que trabaja relajado. Pone en el escritorio de Migdason un
pilón de cheques para la firma y lo apura para que estampe su rúbrica. Luego le
acerca una cantidad de facturas para que les dé el visto bueno y después,
desaparece sin dar ningún aviso. Hasta Migdason sabe que fue a almorzar a la
fonda.
Es
mediodía. Migdason revisa papeles y el Bebe permanece con los brazos cruzados,
parado frente a él. Ambos están callados hasta que Migdason se sacude y encoge
los hombros de manera muy particular. Todos sabemos que expresa con ese gesto
un “qué se le va hacer”. Entonces se
levanta, desordenadamente arroja lo revisado en el escritorio de Saúl, a manera
de saludo masca como un rumiante y desaparece.
El
Bebe nos concede la luz del sol al dejar de interponerse entre la ventana y
nosotros. No habla, infla sus mejillas, expande sus bigotes y se acerca a la
caja fuerte. Con una llave corre el tambor, mientras la mano derecha juega en
vaivén sobre un disco cargado de números. Maruja y yo nos permitimos una mirada
cómplice, sabemos como acaba la ceremonia. La puerta de la caja se abre, y Bebe
extrae chocolates para todos.
A
Adolfo lo llamamos Penélope. El gran galpón hoy alberga solo un telar, en el
cual, el hombre orquesta mantiene desde el año pasado, una pieza de tela a
medio terminar.
Saúl
me contó, que antes de mí ingreso, Minsky y Migdason, reunieron a los 30
obreros que tenía la fábrica para comer un asado. Hubo buen vino, mejor carne.
La gente estaba incómoda y ansiosa por no saber que celebraban. Migdason esperó
que transcurrieran algunos chistes y también, algunas sutilezas graciosas que
su socio gastaba, por ser el que tenía más familiaridad con el personal. Antes
de que se reparta la naranja de postre, se levantó y pidió que lo escuchen. En
su dificultoso castellano hizo un poco de historia. Contó de los grandes
sacrificios hechos para llegar a la posición que ostentaban. Que se pasaron
momentos muy malos y algunos mejores, pero que en todo caso, siempre la firma
protegió a su personal, que no produjo despidos y que con esa actitud, cuidaban
el bienestar de muchas familias trabajadoras. Que las buenas intenciones y el
trabajo duro los ayudó a progresar. Que la reunión tenía el objeto de
comunicarles una decisión. Minsky y Migdason querían repartir el fruto del
trabajo con sus trabajadores. “Ustedes se
preguntarán ¿cómo?”, me contó Saúl que dijo Migdason, logrando un silencio
sepulcral, en espera de la revelación de la incógnita.
“Pues bien, con
Bebe vamos a ayudarlos para que se conviertan en empresarios”.
Me
refirió Saúl que la gran mayoría quedó paralizada como posando para un cuadro.
Luego se miraban entre ellos, pero ninguno se atrevía a preguntar. El Bebe
Minsky, con sorna, fue el que rompió el hielo:
“Vamos muchachos,
Migdason dijo que los iba a convertir en empresarios no en millonarios”.
“El Bebe siempre tan sincero”, discurrió Saúl.
Con
Maruja hablamos mucho en los momentos libres. No estoy acostumbrado a contarles
cosas a pibas de mi edad. En el colegio nocturno somos todos varones. Maruja no
es acartonada como las de la capital. Es alegre, me cuenta de los asaltos que
hacen en su barrio. Para la música es bastante mersa. La madre la acompaña a
los bailes de la Escala Musical.
Dejó en segundo año y empezó a trabajar. Me dice que ella no tiene cabeza para
el estudio. Cuando me trae el café me sonríe, me pone ojos romanticoides y
cariñosamente pero con burla, susurra:
“Con tres cucharitas de azúcar, como le gusta al jefe
gordito”.
Yo
quiero replicarle con algo irónico, pero no me sale nada. El repentismo no es
mi fuerte, y sobre todo, si creo que la piba me da calce. Empiezo a sudar,
siento como un garrote en el estomago, pongo cara de yo no fui, hasta que el
momento pasa. Después me doy como en la guerra, frente al espejo lo menos que
digo es bonito, recién ahí, es cuando se me ocurren las frases maravillosas que
deberían haber estado presentes tres horas antes.
A
pesar de todo siento que nos comunicamos. Ella me cuenta el contenido de una
novela que ve la madre. Parece que un muchacho rico quiere casarse con la
sirvienta y la familia se opone. A mi me gusta hablarle de Trotsky y de Roberto
Arlt, son dos tipos de los que chamuya un compañero en el colegio y que yo, le
debo poner la misma cara que me pone ella.
Maruja
tiene una familia muy distinta a la mía, viven en una casa vieja por Caseros.
Allí alquilan dos habitaciones. El padre es tornero, pero según ella un poco
borrachín, por eso lo echan de los trabajos. Dice que algún verano le gustaría
conocer Mar del Plata. Yo le digo que conozco, y haciéndome el modesto, le
menciono que me aburro cuando en verano voy con mis viejos. Me pregunta como es
el mar. A mí me gusta que sea obrera, fantaseo con casarme con una obrera, ser
trotskista y devoto de Roberto Arlt.
La
música de los telares de la zona se fusiona con la de las Siambretas, esa
especie de bicicleta con motor, que adoptaron los fason como medio de
transporte. Llegan trayendo una o dos piezas en crudo que yo les recibo. Saúl
me contó, que estos son los que eran obreros hasta antes del famoso asado, y
que ahora, dijo maliciosamente: “Gracias
a Migdason y Minsky, son patrones de su fuerza de trabajo”.
No
comprendo que es eso de la fuerza de trabajo, se lo digo. Saúl me mira, se
sonríe, mira para los costados y me explica: “Después de aquel asado se organizó todo. La mayoría, a pesar de
ciertos miedos, estaban contentos, otros no entendían un pepino, y dos o tres
querían seguir en sus puestos. La empresa les ofreció a los que disponían de
lugar en su casa, que se llevaran el telar que usaban habitualmente. A los que
no tenían esa posibilidad, les dieron un tiempo para que encontraran algún
galponcito, o un terreno prestado para construir una pieza”.
Adolfo interrumpió la
explicación, recordando una frase que el Bebe les decía con afectuosidad: “pero haber, quien no tiene un tío o una
querida que no sea capaz de prestarles un lugar, o cobrarles un alquiler
baratito. Piensen que se trata de que ustedes y su familia progresen”
Al
final, continuó Saúl: “todos se fueron
adaptando a la nueva situación. Se arrojaron de lleno en el cuentapropismo.
Migdason y Minsky les entregó en cuotas ridículas los telares con un año de
gracia para empezar a pagarlos, les vende la materia prima necesaria y les
compra toda la producción”.
Saúl
me cae bien, pero cada día tengo la sensación que lo conozco menos, así que no
me atrevo a preguntarle ¿Cuál es el negocio de Migdason y Minsky?
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