Sexto relato (A la memoria de Osvaldo Soriano)
A “Cuenta y Guarda
Ganado”, el espacio que les dibujaron era el mismo, reducido, gris, aburrido y
chato. Sin aspirarlo, vivían el infierno de permanecer adyacentes desde la
niñez. Compartían el banco en el colegio primario, la habitación de la pensión
durmiendo en camas gemelas, y extendían el hechizo a permanecer frente a frente
en cada función de cine. Sus miradas solo dejaban de penetrarse al agacharse
sobre el plato de sopa en el bodegón. Tenían la misma edad y un único burdel, y
el mismo horario, para no caer en la abstinencia obligatoria.
Cruzando la plaza, aquel
día no pensaba en “Cuenta y Guarda Ganado”, estaba obnubilado por la otra
pareja, “El gordo y el flaco”, cuyos cadáveres, Del Castillo el Intendente,
sarcástico, me los expuso agujereados como un colador en un zanjón de la ruta. Avancé
por los caminos en zigzag de la plaza, creación de un paisajista ebrio que
olvidó la regla. Los palos borrachos llenando caprichosamente de fronda los
ángulos, esperaban demorados la caída del sol, ofreciendo una brisa a esos
viejos tristes de tertulias auto censuradas, de miradas ausentes. En la
redacción, no recuerdo quien los bautizó, pero comenzamos a llamarlos “Los
ciento cincuenta” como referencia al precio inmóvil de su jubilación. La brisa
fue el subsidio que les brindó la naturaleza, para ayudarlos a soportar una
muerte lenta, solitaria pero deseada.
Como un tatuaje, grabado
en mi torrente sanguineo, la presencia inerte de los cadáveres entrelazados no me
abandonaba, tampoco el perverso sonido de la risa de Del Castillo, regodeándose
con mi descompostura. Eran dos tipos pintorescos “El gordo y el flaco”, en
busca de aventuras comerciales. Solía encontrarlos en el café, a veces los
visitaba en un cuchitril, en el que apilaban libros de cocina que en cómodas
cuotas vendían por los barrios. El flaco petiso y menudo, el gordo alto y
exuberante. Los dos igualmente irresponsables, cómicos soñadores, pretendían
encontrar la formula que les permitiera ser propietarios de la librería más
surtida de la ciudad.
Yo me convertía en un
observador no participante de sus discusiones sobre el sueño compartido. Se
acaloraban defendiendo cada uno su mejor
plan. Si de algo estaba seguro, es que el “Gordo y el flaco”, vivían
desinteresados de la política, de la democracia, del golpe, de las internas
municipales. Les encantaba reírse de si mismos, creo que disfrutaban de su
ignorancia suave, que con firmeza, les almacenaba el interés por desinteresarse.
La fundación de la gran librería fue la excusa de sus vidas. Imaginaban el
negocio, uno la imaginaba con vidrieras imponentes, el otro separaba el
escaparate por colecciones exaltadas con distintos colores. En el salón, uno se
inclinaba por juntar los libros según el género, mientras el otro quería
hacerlo por editorial.
Una empresa con un
catálogo atestado de pensadores marxistas les alquiló el local en pleno centro.
Los condecoraron como únicos representantes del fondo en la región, sin
pedirles exclusividad. “El gordo y el flaco”, que nunca habían leído alguno de
sus libros de cocina ni otras yerbas, se sintieron plenos, realizados, como les
gustaba decir a ciertas modelo en boga. No solo se les cumplía el sueño de la
gran librería, sino que ganaban un nuevo mercado, el universitario.
En pleno mediodía,
ordenando las vidrieras flamantes, a “El gordo y el flaco”, los apuntó el fusil
del gallego, amablemente les pidió que los acompañe hasta el automóvil donde
esperaban el ruso y el tano. Derraparon por el asfalto en aquel silencio
bancario, borrándose del ejido urbano.
Las calles en zigzag de
la plaza, la escalera de mármol de la redacción, el escritorio, y mis
movimientos desarticulados de los sentimientos y acciones, tendrían que
transformarse en palabras, para pintar un daño colateral de 132 balazos sin
culpables.