Serie de unitarios sin
título
Quinto relato por Eduardo
Wolfson
-Del castillo logró el
sello de la fiesta nacional. (Le dije a Boris de improviso). Sosteniendo una
copa, Boris giró su sillón dándome la espalda, y enfrentó al ventanal.
-Ese hijo de puta quiere
llevarse los laureles, y seguro piensa que nosotros debemos glorificarlo.
(Reflexionó al fin en voz alta).
Volvió a girar, se puso
los lentes, y con desprecio, me observó como se hace con el cartero portador de
malas noticias.
-Y vos ¿como te
enteraste? (preguntó desconfiando)
-En el bar. (Contesté
corto)
-¿Quién te lo dijo?
(pretendía asegurar la fuente)
-Él mismo
-Y ¿cómo se lo veía?
-Contento (emití con aire
ingenuo)
-Sí, eso lo imagino, pero
¿Te dijo algo que deba saber?
Su rostro enrojecía tal vez por el efecto de
la noticia, por el whisky, o por la presión alta. La reunión finalizó cuando largué textual el mensaje del Intendente:
-“Decíle al editor de tu
pasquín que se ponga a tono con las circunstancias”.
Boris, casi atragantado,
exhaló un “Hijo de puta”.
Cruzando la plaza hacia
la catedral, por la perpendicular, me detuve a observar nuestro kilómetro cero de
cuatro grifos, que en una plena mañana de primavera dominical se transformó en
mito urbano. Sin explicación alguna, y por el término de tres horas, reemplazó
el liquido incoloro, inodoro e insípido, y para muchos hasta termal, por otro
rojizo, amarronado, y más denso. La primera voz del acontecimiento, circuló por
la casa del señor. Los fieles abandonaron la misa recién iniciada, aprovechando
que el Obispo estaba de espaldas hacia ellos. Corrieron hasta la fuente
central, y al ver el fenómeno, a las antiguas mujeres cubiertas por mantillas,
no les alcanzaron los brazos para persignarse. Algunos, tal vez más científicos,
recordaron la sangre de Cristo o el vino de las bodas de Caná. Para otros el
ambiente había tomado el aroma del milagro, pero la mayoría contemplaba callada,
lucían agotados, con sus hombros abandonados a la ley de gravedad. Las fotos
sacadas por Rogelio, y nunca publicadas, exhibían una multitud de ojos sin
brillo, sostenidos por párpados rugosos y secos.
Hacia el mediodía de ese
domingo, las fuerzas policiales rodearon el edificio de la editorial. El
operativo, anunciaba con sirenas la visita oficial del Almirante y el
intendente en un coche, y como escolta, otro vehículo ocupado por el ruso, el
tano y el gallego revoleando escopetas fuera de la ventanilla. Boris salió a
recibirlos, pero un empujón propinado por el gallego lo dejó girando en su
sillón. Del Castillo avanzó con sus botas de carpincho, domingueras, haciendo
resonar los tacos sobre la tirantería gastada. El Almirante Calvo Bueno,
controlador de facto de la comunicación, de gala y con medallas en el pecho, sin
decir palabra y firme como estaca, se plantó en el centro del salón. Alcancé a
ver como rotaban sus pupilas abarcando la escena. Se llevaron a Rogelio y los
negativos, para asegurarse que el pasquín no tenga fotos.
Antes de disolver el
operativo, Del Castillo estrujó su dedo índice en el pecho de Boris y gritó:
-“Dejá de cubrir hechos fortuitos y desagradables como el de unos grifos
oxidados, alentá a la juventud a cantar y bailar, que gobernar lo hacemos
nosotros”.
A Rogelio lo volví a
encontrar en la inauguración de nuestra primera fiesta nacional.
- Me trataron bien, era
el único fotógrafo que tenían para registrar la fiesta.
Lo vi callar, revisar el
flash y el zoom, y luego, tomar la forma de un tirador de caza mayor frente a
su presa. Entonces apuntó su cámara al escenario.
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