Serie de unitarios sin
título
Octavo relato por Eduardo Wolfson
Golpeó tres veces la
aldaba, entre golpe y golpe los mismos silencios. Alfonsito corrió el pasillo
con sus pasos más largos, en punta de pies alcanzó el picaporte, y colgado del
cerrojo, abrió. El cliente entró sin bajar la vista, ignorando un saludo de
cortesía se encaminó hacia el salón. Alfonsito, con el pie derecho descalzo, y
elevando el dedo gordo a la intemperie siguió los pasos del recién llegado.
Cruzando la plaza otra
vez, minutos de días consecutivos convertidos en años, sentí el horror
creciendo, produciéndome un desaliento pesado. Busqué refugiarlo en mínimos
recovecos de gente apretujada, que por adherencia, fue transformando el espacio
en un centro de peregrinación. Primero llegaron esas mujeres, todavía jóvenes,
las intimaron a no estar quietas, e hicieron rondas, cada vuelta, abría una
puerta a la ancianidad angustiosa. Los bancos se fueron cubriendo con los
ciento cincuenta, mote con el que bautizamos a los jubilados en el diario. No
tardaron mucho en aparecer los sin trabajo, y luego los que abandonaron los
parri-pollo, las canchas de padle y tennis. Hubo putas que entusiasmadas probaron
con el cuenta propismo, y acabaron llorando a moco tendido en un rincón, frente
a la iglesia, porque sus antiguos proxenetas no las aceptaban por desleales. La
anciana, sobreviviente del holocausto las observaba serenamente, mientras
hurgaba en su viejo maletín un trozo de pan que le mitigara décadas de hambre. Dos
filas de tanques avanzaron opuestas por las diagonales para encontrarse cara a
cara en su centro. Los camiones artillados se anticiparon por las
perpendiculares.
Por un altoparlante
instalado en el frente del templo, retumbó una voz grave y militar < finalizó la celebración de la fiesta
nacional> Los soldados fueron quitando las máscaras de cada cabeza en la
procesión. En sus manos había rostros de Disney, super heroes, pato donald,
todas caretas, ningún antifaz.
A mi, me sacaron un
tapujo con el rostro de nadie, dejamos de ser anónimos, aunque nos seguimos
vadeando sin reconocernos.
Ya en la redacción,
escuché en el despacho de Boris el editor, la voz de Del Castillo el Intendente
<Tuvimos una fiesta en paz>, realizó una pausa y finalizó <bien la
merecíamos>.
Frente a mi escritorio,
traté de recuperar el robo de mi historia personal. Realicé evocaciones que me
ayudaran a devolver imágenes borradas. Allí estaba la reina y las princesas
nacionales de la noche, los aplausos exigidos y ensordecedores, y un torbellino
de fuegos artificiales. Escuché decir que había una fila para los vertederos y
una mecha para encender la dinamita. Recordé la gran humareda, volaron trapos y
huesos que por gravitación volvieron a la tierra. <En una fiesta hay
festejantes, no victimas>, me dijo Boris al pasar, <En una fiesta las
victimas desaparecen> me advirtió De Castillo que lo acompañaba.
El título y subtitulo
surgieron mágicamente: “Se acabó la fiesta” “Volvió la alegría a las mayorías
populares”
Todo por dos pesos, pero
nadie los encontraba. La ley de oferta y demanda, solo quedaba activa en el
burdel.