"Siempre que llovió..."
Capítulo XXXIX
Otra entrega semanal de la obra inaudita e inedita
de Eduardo Wolfson
-No doctor, no
puedo, pídame cualquier cosa, pero eso no.
Sentado frente al fiscal,
alarmado por el pedido, Juan Poeta de profesión testigo, se desconcertó.
Tratando de serenarse, puso en
marcha su método favorito, utilizado cuando algo lo desviaba de su parsimonia
acostumbrada. Consistía en mantener las piernas cruzadas y alisar a la altura
de su rodilla la raya de su pantalón.
Vestía como siempre un traje
gris, anticuado pero impecable. El saco cruzado, largo y con solapas muy
anchas, medias y zapatos negros llamativamente lustrosos.
Sus ojos oscuros penetraron el
rostro del fiscal, con su mano derecha se acarició entonces el bigote espeso,
construyendo el conjunto una mueca meditativa.
El fiscal volvió a insistir. La
contestación, esta vez tenía la impronta de una queja:
-Usted sabe que no
puedo doctor, está toda la televisión. Significaría el final de mi carrera.
Tanto el fiscal como los otros funcionarios
judiciales, y también los abogados particulares de la ciudad respetaban
profundamente a Juan Poeta, un hombre que se había ganado el afecto leguleyo
por la escrupulosidad en sus testimonios.
Cada vez que alguien alquilaba
sus servicios, Poeta se interiorizaba minuciosamente del caso. Si se trataba
por ejemplo de un accidente, él se trasladaba al lugar del hecho a la misma
hora que se produjo, estudiaba puntillosamente la escena, sus contraluces,
pensaba alguna coartada sin fisuras que explique su presencia en el sitio, y
luego, elaboraba los argumentos de su testimonio para terminar beneficiando a
su cliente.
En
varias ocasiones, tanto la defensa como la acusación, trataban de convenir sus
servicios para un mismo caso. Éticamente, Poeta, anunciaba a la parte no
elegida su decisión.
Su
notoriedad trascendía las fronteras de la ciudad, y en muchas oportunidades, se
lo vio partir hacia otros tribunales de la región para llevar justicia con sus
exposiciones.
-Lo
siento, -comentó el fiscal- pero en
esta oportunidad no puedo aceptar tu negativa Poeta. Con tu testimonio tenemos
que cagar al maquinista, lograr que sea imputado.
Poeta recibió imperturbable las palabras del
responsable del ministerio público, y casi en un ruego declaró:
-Pero
doctor, ¿no se da cuenta, acá me conocen y todos reconocen mi trabajo. Pero si
salgo declarando para todo el mundo en la televisión, no voy a poder testificar
más, aunque se trate de una riña de gallos.
El Fiscal retrucó:
-No
seas tan frío viejo, acordate que en este asunto se juegan muchas cosas, la
integridad amenazada de Virginia y la dignidad de los habitantes de la ciudad.
Al
amanecer del día siguiente, Poeta se acercó hasta la curva maldita. Admiró el
santuario que en forma espontánea construyeron vecinos y visitantes. Notó que a
la foto de Virginia, que servía como fondo al precario oratorio, la rodeaban velas
recién encendidas y otras, que luchaban por no consumirse. Las pequeñas llamas
iluminaban toda clase de ofrendas: rosarios, estampas y medallitas, muletas de diversos
tamaños, cáscaras secas de naranja, una muñeca de yeso luciendo un gran moño y
la mirada extraviada. También ocupaban anárquicamente el espacio cientos de
cartelitos, muchos escritos a mano y otros impresos, expresando deseos,
alabando la heroicidad de la niña, haciéndole pedidos de trabajo, de salud, y
uno muy original que despertó la curiosidad de Juan: “No sean hipócritas, AMARRETES, si quieren ganarse el reino de los
cielos dejen aunque sea una cadenita de oro. Yo se porque se los digo”.
El
futuro testigo, trataba de imaginar la puesta en escena de aquella trágica
jornada.
Se
agachó y acarició con sus dedos los rieles, tocó los durmientes que los atravesaban,
levantó un canto rodado, lo observó y lo arrojó, para que vaya otra vez a
hacerle compañía a los suyos.
Cuándo
oyó la bocina anunciando la llegada del tren, se apartó y dejó su vista fija en
un punto, que a priori pensaba, era el adecuado para visualizar alguna acción
del maquinista en el interior de la locomotora. El paso de la formación le
permitió comprobar su hipótesis.
Sin abandonar su posición giró sobre sí mismo
y divisó la villa. A unos cien metros, vio a la mujer en la puerta de una de
las casillas. Cuando se acercaba, comprobó que la señora de unos 30 años tenía
buenas formas.
La
vecina se sintió intrigada con su presencia, no resultaba común en esos parajes
ver a personas vestidas tan formalmente. Poeta le extendió su tarjeta con su
nombre y ocupación: “Idóneo en tareas
tribunalicias”. La dama le dibujó una sonrisa, lo invitó a entrar, aceptando
someterse a un pequeño interrogatorio.
El piso
era de tierra, en las chapas de uno de los laterales, una abertura funcionaba
como ventana. La mesa, cubierta por hule estampado con flores, fue donde la
dueña de casa depositó el equipo para mate, señalando al invitado la única
silla con respaldo en el ambiente. Ella tomó una lata de pintura y antes de
sentarse, colocó sobre su tapa un almohadón.
Se
permitieron un silencio y un cruce de miradas, ambos tomaron un mate, Poeta
comenzó con las preguntas:
-¿Conoce
a Virginia, la piba amputada?
-¡No!,
la vi en la televisión.
-¿Vive
sola?
-No sé.
-¿Cómo
no sabe?
-Hace
dos años que él se fue, pero no me dijo si volvía.
-¿Cómo
se mantiene?
-Limpio
por hora en la ciudad.
-¿Estaba
aquí cuándo a Virginia la arrolló el tren?
-Si.
-¿Vio
la tragedia, o salió cuando escuchó el estruendo?
-Ninguna
de las dos
-¿Cómo?
-Estaba
aquí pero no estaba sola, usted entiende. Soy una mujer y él hace como dos años que se fue y no dijo
si iba a volver.
-¿Pero
por qué no salieron?
-Es que
él está juntado con una que vive a dos casas y es muy celosa
-Entonces
prefirieron no salir para que no los encuentre la concubina.
-¡No!, la Rosa.
-¿Se
llama Rosa la que vive con él?
-Sí, a
esa concu... yo no la conozco.
Poeta
aprovechó una pausa para tomar otro mate, sacó un fajo de billetes, los puso sobre
la mesa y aclaró:
-Otro
montón de dinero te espera cuando finalice el juicio, siempre y cuando le digas
desde ahora en más, a todo el que te pregunte, que esa noche, yo la pasé con
vos y que me fui al amanecer. ¿Entendiste?
La
mujer se quedó sin palabras, solo pudo asentir con la cabeza. En el momento de
irse, Juan Poeta olvidó su amabilidad y le endosó:
-Ojo
con lo que decís, que si sale algo mal, yo voy a lo de la Rosa y le bato.
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