Y otras yerbas...
por Eduardo Wolfson
Cardoso echa una vez
más desodorante de ambientes en la recepción. Lo hace siguiendo el cronograma
de rutina. Su figura resignada se desplaza lentamente por los rincones, perpetrando
en cada uno la ráfaga de aerosol. Lleva seis meses jubilado, pero aún continúa
trabajando por pedido de los propietarios del consorcio. Su productividad no es
la misma, lo siente en las articulaciones y en los huesos.
Nadie le anunció que el
fin de sus servicios estaba cerca, se enteró por esos papeles que la
administración le hizo distribuir anunciando la asamblea. El punto tres del
temario no dejaba dudas: “selección del nuevo encargado, en reemplazo del
actual”. No sintió nada extraño, la
frase le resultaba tan impersonal y ajena como el resto de los puntos a tratar.
Recién al mediodía, sentado frente a la mesa, encerrado en ese departamentito
oscuro de la planta baja con aroma a guiso recalentado, desplomó medio cuerpo
sobre la cubierta de hule para amortiguar un repentino dolor de pecho y una sensación
horrible de tripas anudadas.
La gran angustia y el
desconcierto se apoderaron del cuerpo gastado de Cardoso. La humedad del ambiente
aquel, a través de los años, acabó por invadirlo. Sin embargo, no lograba
explicarse, el por qué de semejante estado de ánimo.
“Siempre
soñé con el día de mi jubilación”, se decía. Recordó los días francos. Desde
el principio, los dedicó a construir en el terreno de Moreno la casa de
material. Cada ladrillo colocado, representaba la prepotencia de verse algún
día, como el único dueño de su faena. Aquel sacrificio, era la posibilidad
futura de tragarse todo el sol en su propia huerta. Aceptó ser servil en pos de
comprar algún día su libertad.
El aerosol se preocupa
ahora por esparcirse en el perímetro de los canteros, donde las múltiples
mascotas del edificio suelen dejar, con mal gusto, su sello territorial.
El dolor artrítico en las
manos, obliga a Cardoso descansar. Apoya su espalda sobre la pared revestida en
mármol, se le antoja que el frío de la piedra le hace bien. Recuerda la primera
vez que durmió en el departamento destinado a la portería. Era un joven de
veintitantos años, no tenía inflamaciones, y hasta la oscuridad de su nueva
vivienda le resultaba más clara. Aprendió muy pronto a cumplir con sus tareas
rutinarias, un poco más de tiempo le llevó sonreír a todo el mundo, y decir que
sí, frente a cualquier pedido.
Después vinieron las
propinas, algunas changas, algunas sidras, y pan dulces, de arriba, para las
navidades y fin de año. Su esposa, ya muerta, era en aquellos días una joven
llena de salud. A pesar de no figurar en la nómina salarial, para los
propietarios pasó a ser la portera, que para no ofenderla, llamaron
familiarmente por su nombre, “Carmen”.
Cardoso, a modo de revancha,
fue consolidando una pequeña cuota de poder. Los proveedores, por ejemplo,
abonaban rigurosamente en especias el peaje hacia los departamentos. Algunas
empleadas domésticas costeaban la omisión de posibles desvíos, frente a sus
patronas, sufragándole servicios de todo tipo y sin cargo.
A las 20 horas el
presidente del consejo de administración, un arquitecto barbado y muy miope,
solicitó a Cardoso, que se encargue de avisar a los propietarios rezagados, la
necesidad de su presencia en el hall, para conformar quórum e iniciar la
reunión.
Fueron bajando en
tandas de a cuatro, coincidiendo con los ocupantes que albergaba el ascensor.
Todos pasaban frente a Cardoso, algunos lo hacían con el saludo habitual,
otros, acostumbrados a su presencia en aquel lugar, lo ignoraban, como se
ignora a una escultura mala, rutinaria, deteriorada, típica de las recepciones.
A las veinte y treinta,
el administrador aplacó el bullicio de los reunidos, anunciando, que según su
conteo, se había logrado el quórum para discutir el temario. La propietaria del
4° G, oculta entre la multitud, gracias a su baja estatura, interrumpió con su
vozarrón. Era una mujer canosa, soportaba una joroba pronunciada, que la
obligaba a inclinar la cabeza, y sostener su mirada permanentemente sobre el
piso. “Yo quiero que solucionemos urgentemente
la construcción del canil”, dijo la copropietaria en tono grave y
provocativo. Luego de interpretar el silencio de la audiencia como una
aprobación, prosiguió: “Aquí parece que
hay vecinos que no aman a sus mascotas, lo digo porque en pleno invierno, nos
vemos obligados por la ausencia del canil a sacar a nuestros pichichos a la más
cruda de las intemperies, haciéndoles correr riesgos de salud, de accidentes, y
hasta de deslices callejeros con graves consecuencias que todos conocemos. A
ver señores, si hoy nos ponemos los pantalones largos, y de una vez por todas,
les damos a nuestros angelitos, ese lugar lúdico, que tanto se merecen”. De
un grupo apiñado en la escalera llegaron aplausos burlescos.
Cardoso, ya en su
departamento, adivinó el advenimiento del primer torbellino, e imaginó, como en
cada reunión el vaivén de las cabezas de los consorcistas, produciendo una
brisa refrescante para el recinto ahogado.
Mientras el
administrador suplicaba a la concurrencia, tratar cada punto según el orden del
día, voces superpuestas mocionaban por discutir otras prioridades: “el
revestimiento del ascensor”, “la rampa para discapacitados”, “el uso de las
cocheras”. El primer silencio fue aprovechado por el propietario del 5°F , para contestar a la
primera oradora: “no digo que lo del
canil no sea importante, pero no solo hay perros en el edificio. Sin ir más
lejos, yo mismo albergo una parejita de gatos siameses”. Otro, apoyando a
su vecino añadió: “y yo un papagayo”.
Cada uno de los
presentes nombró entonces su fauna adscripta, entre la que no faltaron cobayos,
un perezoso y una cigüeña. La confesión en masa los dejó más relajados, estado
que le permitió al presidente del consejo, exponer sobre la terna seleccionada
de potenciales encargados, reemplazantes de Cardoso. El primer candidato era
soltero, de 55 años, no se le conocían vicios, poseía referencias de distintos
trabajos, pero ninguno específico de portería. El segundo era casado, sin
hijos, de 30 años, poseía una pareja de dogos, y se destacaba por su
experiencia de los últimos 10 años como jefe de seguridad en edificios. El
tercero, era un hombre de 40 años, casado y con un hijo. Poseía muy buenas
referencias como encargado de edificios. Su ficha destacaba conocimientos en
plomería, electricidad, pinturas y calderas, entre otras especialidades.
La representante del
10° “E”, convencida de ser la voz del común denominador de aquel imaginario de
vecinos, irguió su pecho, aseguró la hebilla en su nuca, que disimulaba su
última extensión platinada, y expresó la síntesis con tono firme pero
desganado: “Para viejo lo tenemos a
Cardoso. Para colmo nunca fue portero. Así que para mí el primero está
descartado. En cuanto al segundo, supuestamente puede cuidarnos, pero mientras
tanto ¿Quién hace los trabajos específicos de la portería? A ese yo también lo
borro. Creo que no hay duda que el tercero es el indicado. Maduro pero no
viejo, encargado de vocación, y completito en cuanto a los oficios que sirven
para el mantenimiento del edificio”.
Fue el vozarrón de la
del 4° “G” la que llenó el instante: “No
estoy para nada de acuerdo con las deducciones de la señora. El primero no
habrá sido portero pero registra experiencia en varios oficios. Pero yo elijo
al segundo que tiene una pareja de dogos, y eso muestra una jerarquía. En
cuanto al señor administrador, le tengo que advertir, porque parece haberlo
olvidado, cuando nos presenta en la terna a un individuo con descendencia. Ya
en su oportunidad, le recuerdo, la mayoría de los copropietarios, hemos
acordado en no aceptar jamás, personal con hijos”.
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