La cuchilla ensangrentada Por Eduardo Wolfson
Los rayos del sol estallaban sobre el vidriado de la
carnicería. Don pancho, como todos los mediodías, se aprestó a cerrar la
persiana metálica, anhelando y oliendo el puchero del almuerzo, gozando con la
idea de la siesta hasta la hora de abrir nuevamente el comercio. Sus manazas,
en alto, se aferraron a los goznes de chapa en los extremos, solo una rutinaria
flexión más, y bajaría la persiana, apresando a la sombra en el local. De
golpe, Don Pancho sintió que atenazaban su nuca, y que empujón mediante, su cabeza
se estrellaba en la heladera. Cayó hacia atrás sobre el enrejado de madera. El
tipo cubierto por una gorra le pateaba las costillas y trompeaba su cara
exigiéndole que le diera todo el dinero. Don pancho, sobre el piso, palpaba con
una de sus manos la parte baja del mostrador, se detuvo al encontrarse con el
mango de la cuchilla y la aferró. A pesar del dolor por los golpes recibidos,
se sentó ágilmente, y apoyado contra el mostrador, tiró un puntazo hacia el
abdomen de su agresor, que huyó sangrando. Porota, la esposa de Pancho, quedó
paralizada al encontrar a su esposo caído, con el rostro deformado por los
golpes y manteniendo con fuerza, en actitud amenazante, la cuchilla
ensangrentada. Al reponerse llamó al 911. Ni el mediodía, ni el aire caliente,
ni la comida servida en las mesas, impidieron a los vecinos reunirse en la
puerta de la carnicería Las mujeres
mayores, con los dedos en la boca, cuchicheaban entre ellas: “Así ya no se puede vivir” “Esto
pasa desde que vinieron los del asentamiento” “son todos narcotraficantes, los
ví por la televisión”. Un vecino viudo agregó: “Yo vivo aquí desde que nací, en aquel tiempo dejábamos las puertas sin
llaves, nos conocíamos todos, existía la educación”. Gente más joven, con su celular reiteraban las llamadas al 911,
pero la llegada del patrullero no se producía. Una vecina, que como las demás
curioseaba, quedó perpleja al ver unos paquetes de acelga de hojas grandes y
bien verdes, así que le pidió a Porota, que si no era molestia le corte las
pencas, que una tarta esa noche, la salvaba. Don Pancho se pasaba hielo por los
moretones de la cara, vio que su esposa intentaba agarrar la cuchilla para
cumplir con el pedido de la clienta. El hombre pegó el grito, y todos callaron:
“No agarres esa cuchilla mujer, no seas
ignorante, no ves que es evidencia. Todo el santo día viendo La ley y el orden,
y no aprendes nada”.
Don Braulio, enfermero retirado, opinó que Don Pancho necesitaba urgente
atención médica. Una mujer joven y esbelta, propietaria nueva del chalecito de
la esquina, se acercó al grupo, avisando
que llegaban los móviles de Crónica y
los de América que ella misma llamó, y aclaró: “Soy productora de medios free-lance”. La pequeña multitud se
impresionó frente a esta nueva e inesperada presencia. La productora dijo
llamarse Dora Cané, aprovechó el instante de confusión para impartir reglas
efectistas: “Algunas de las señoras tomen
sábanas viejas y pinten cartelones con la leyenda –¡Queremos justicia ya!-
acuérdense que justicia va primero con s y después con c. No me hagan pasar
papelones. Cuando lleguen los periodistas se agrupan y vocean lo escrito en los
carteles. Ellos van a querer hacer preguntas, así que elijan a dos desdentados
para contestar. No importa lo que pregunten, a esta hora puede que salgan en
directo en algún programa de chimentos. Así que ustedes siempre contesten lo
mismo: que acá no hay seguridad, que los chorros entran por una puerta y salen
por la otra, que vienen de la villa y que están todos drogados”. Acto
seguido, Dora Cané se abalanzó sobre Don Pancho, arrancándole la bolsa de hielo:
“Pero hombre, no sea bruto, usted acá es
la victima, cuanto más inflamado esté, para el cameraman mejor”. Cuando
llegaron los medios, el vecindario los recibió coreando el consabido queremos
justicia ya. La cámara de Crónica efectuó una toma del gentío para acabar con
un travelín, en un primerísimo primer plano del rostro de Don Pancho, que
cualquier televidente pudo confundir con un morrón gigante en proceso de
putrefacción. Transcurrieron más de dos horas desde que se produjo el hecho. De
todos los avisados habían concurrido los medios televisivos y algunas radios.
Los demás, policía, salud y bomberos brillaban por su ausencia. “Hay que agrandar el cuadro, sino esto no va
a medir audiencia”, dijo la
Cané a un cámara que sudaba profusamente. “A dos cuadras y media está el destacamento
policial, manifestemos hasta allí”. Colocaron a Don Pancho al frente de la
escuadra, en un papel llevaba envuelta la cuchilla ensangrentada. La Cané le exigió que caminara
descalzo sobre el asfalto caliente, buscando una carnadura dramática para la
escena.
Los
policías del destacamento, escucharon a lo lejos, un desafinado y estridente ¡Queremos justicia ya! El sargento
pensativo, tomó el mate que le alcanzó el cabo, y admitió: “estas
no son horas de pueblada”. Sin embargo, el bullicio se volvió cercano. El
detenido se asomó a una ventana lateral, y con desesperación exclamó: “Se vienen en bandada, son capaces de
quemarnos en este agujero”. Mientras el cabo sacaba los fusiles de la
vitrina para encerrarlos en el calabozo del fondo, el Sargento pedía ayuda
urgente a la infantería. “Preservar al
destacamento de la turba inconsciente, es como salvar a la institución policial
misma”, arengó el comisario general a sus halcones. Los camiones azules, a
modo de muro de contención, estacionaron entre la gente que ya casi alcanzaba
su objetivo, y el edificio de la comisaría. Dos agentes del orden entrenados,
desplegaron una cinta plástica amarilla y roja, de esas que en las series
sirven para aislar la escena del crimen, y arrastraron hacia ella a la prensa.
El público enardecido por el calor y la falta de servicio cambiaron su canción
por insultos hacia el personal uniformado. Escoltado por dos ursos con escudos
habló el comisario: “Les pido que se
calmen, que si existe alguna negligencia por parte de nuestros hombres, la
misma será investigada hasta la última consecuencia, y esos hombres tendrán el
castigo digno por parte de la justicia. Ahora quiero que la presunta victima,
el señor carnicero, ingrese al escritorio, que yo mismo he de tomarle la
declaración, y que los otros elementos del vecindario, prosigan con sus tareas
habituales”. Don Pancho, sosteniendo su cuchilla, se agachó traspasando la
cinta, los demás, fueron concentrándose en pequeños grupos de chismes. Don
Pancho, con lujo de detalles narró lo sucedido, mientras el escribiente trataba
de recopilar sus palabras en una destartalada lexicon 80. Luego el comisario
habló para notificarle las diligencias procesales en las que tendría que
colaborar: “1) debe llevar la cuchilla a
la policía científica para extraigan la filiación de la sangre y las huellas
dactilares”. El carnicero se sintió desatendido y lanzó el exabrupto: “¿Por qué no la llevan ustedes? La
autoridad furioso respondió: “Con gusto
lo haríamos si tuviéramos móviles disponibles para hacer mandados, pero los
escasos vehículos que nos entrega el gobierno son para defenderlos a ustedes, y
solo están al servicio de la comunidad”. Don Pancho impactado no tuvo
respuesta, y el comisario continuó: “2)Al
auxiliarlo su esposa, no queda otro remedio, que ella haga su descargo en la
comisaría femenina, y que la misma disponga una revisación exhaustiva, para
saber si la señora fue violada por el delincuente prófugo”. El declarante
no pudo contenerse e increpó: “Sí mi
mujer ni vio al delincuente, ¿de que violación me habla?”. Con la cuchilla,
el comisario golpeó la tabla del escritorio: “Por favor no se soliviante, yo no hice la ley, estoy para cumplirla.
La mayoría de las veces las mujeres mienten, se lo digo por experiencia. Muy
bien pudo ser su amante el que salió de su casa, pero se entusiasmó con el
dinero de la caja, y lo asaltó. En ese caso su conyuge sería cómplice del
suceso. Y todo eso hay que investigarlo”. Don Pancho miró el reloj en la
pared. Pensó que en una hora tendría que abrir la carnicería, y que todavía ni
siquiera había almorzado, así que prefirió escuchar al comisario sin
interrumpir: “3) Se nos ha llenado de
agentes del orden el destacamento por su caso. Así que sería bueno compensar a
esta gente, ¿no le parece? Con el calor que hace no vendría mal hacer un asado.
Seremos como 30, así que calcule usted. Nos manda unos buenos vacíos, bastante
chorizos, y las otras achuras se las dejo a su discreción. Ahora puede
retirarse, no se olvide de los trámites, y por supuesto de la carne”. A pesar de sus dolencias, esa misma tarde Don
Pancho cumplió con todas las diligencias encomendadas, lo único que no pudo
abrir el comercio, porque el comisario le advirtió, que eso sería posible una
vez hechos todos los peritajes, y que un trabajo bien hecho llevaba su tiempo.
Al día
siguiente, un patrullero y un camión con tropa de fajina estacionaron junto al
local y a la entrada de la casa del carnicero. Media docena de personal con
escudos, mirando hacia a la otra vereda se pegaron en fila, cubriendo el
exterior de los vehículos. 4 uniformados avanzaron por el pasillo, y con
sus brazos esposados atrás, y medio desnudo sacaron a Don Pancho. Los siguió su
esposa, que a los gritos pedía saber que iban a hacer con su marido. En la
comisaría el carnicero se enteró por boca de un inspector que se encontraba
detenido e incomunicado, acusado de asesinato alevoso de un menor, que se había
desangrado, esperando que lo atendieran, cosa que nunca ocurrió, en la guardia
del hospital. Las pruebas obtenidas eran irreprochables, la cuchilla presentada
poseía sus huellas digitales y sangre del occiso en la punta. Un oficial
ayudante advirtió: “Mire Don pancho,
nosotros sabemos que es un buen vecino, pero para justificar la defensa propia
nos está faltando evidencia que este mismo lunes va a pedir el fiscal, ¿me
entiende? Don Pancho se rascó la cabeza, respiró hondo, dijo que no tenía
mucho tiempo, que debía limpiar la carnicería y abrir el turno tarde. El
oficial se dio cuenta que el hombre estaba muy confuso, y que si pretendía que
entendiera tenía que ir más al grano: “Escúcheme
si fuera por nosotros estaría en su casa, pero sus vecinos llamaron a los
medios, hicieron un escándalo en la puerta, entonces nosotros no nos podíamos
quedar inactivos. Y justo el pelotudo que lo quiso robar, sin armas eligió el
hospital para rajar de este mundo. No hubo más remedio que un parte médico, y
la intervención de la justicia, tampoco pudimos evitar a los halcones para
ahuyentar a los vecinos, y usted, bastante cagado llevó la cuchilla a la
científica, y ahí mezclaron resultados, y se enteró el juez, en la cuchilla
estaban sus huellas y la sangre del cadáver. El hombre no lo pensó un minuto e
hizo inmediatamente la carátula:-asesinato con premeditación y alevosía- y ahí nomás me entregó la orden de captura.
Lo que le quiero decir es que no tuvimos oportunidad para plantarle al fiambre
una pistola que justificara la defensa propia. Y ahora somos muchos, pero usted
tiene una linda carnicería, así que yo pensé que algo íbamos a poder hacer,
aunque le salga bastante plata, no hay nada como la libertad, ¿no le parece?
Don Pancho se lo quedó mirando en silencio, unos segundos más tarde se dio
cuenta que el discurso oficial había acabado, y que se esperaba de su parte una
respuesta, entonces preguntó: ¿de cuanta
tela estamos hablando? El oficial ayudante y el inspector se miraron, este
último dijo: Tendríamos que hacer una
lista de toda la gente que metió mano de alguna manera, y después borrar a los
salames, separar a los que tienen caché fijo, y dividir el resto para los
baratos y los gastos de representación”. Su compañero asintió, pero de
golpe recordó algo de suma importancia, miró al detenido y habló: “No debemos olvidarnos, que para que todo
funcione, y para que nuestras espaldas estén cubiertas, Don Pancho debe
contratar a un abogado con mucho prestigio, respetado por el hampa”. Un
cabo le alcanzó a Don Pancho un celular y le murmuró: “Hable tranquilo con quien sea necesario, el gasto de las llamadas van
por nuestra cuenta. Cuanto más pronto haga los trámites, más pronto se va a la
calle”. El carnicero miró al teléfono, luego a su carceleros, sus ojos
lagrimosos se posaron en el teclado como tratando de recordar un número, al fin
marcó: “Si estoy bien, llámalo al pelado
y decile que urgente, nos hipoteque el negocio y la casa, y que te de lo que
pueda por la chatita. Ni bien te encontrés con la guita tráemela al
destacamento y se la entregás al cabo Villegas, ¿entendiste? Otra cosa, tenés
que conseguir un abogado, de estos que vuelta a vuelta aparecen por televisión,
y la llamás a la señora Cané para que el cuervo cuente mi historia en todos los
programas de chimentos. Sí ya se que me querés, cuando salga vamos a arreglar
lo nuestro”.
“Carnicero justiciero”, fue el título más logrado, premiado
en su asociación por los propios tituleros. El fiscal, después de cruzar unas
palabras con el cabo Villegas, comentó en un programa vespertino de chimentos: “Si bien no hay evidencia hasta ahora, tengo
la seguridad que la victima se deshizo de un arma de guerra camino hacia el
hospital. Si comprobamos esta situación, su señoría podría caratular la causa
como exceso en defensa propia, entonces el carnicero no purgaría pena alguna”
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