¡ Egresados a
triunfar! por Eduardo Wolfson
Atardece,
el sol en su caída, ramplonamente, ilumina el escudo oxidado del colegio.
La voz en
el teléfono fue un grito: “Jiménez”. Con
algarabía intentaba que lo recuerde: “Yo
era el que me sentaba en el primer banco, el petiso, el que llevaba el pelo
largo, el que la de geografía quería hacerle trenzas”. Al fin lo paré. Me
dio pena, simulé una carcajada y le mentí, dije que lo tenía muy presente. No
encontré excusa para negarme a la cena por los cuarenta años de bachiller, y
eso que siempre tengo alguna jugueteando en el bolsillo, como: “Justo ese día la editorial me manda de gira”.
Son cuatro décadas las que me distancian de esta gente.
“Tengo muchas ganas de estrecharte en mis
brazos” dijo Jiménez y cortó.
Mi estampa
se refleja en una de las puertas vidriadas de la entrada, mi traje continúa
planchado, los zapatos lustrados y el nudo de la corbata centrado.
“Soy escritor”, contesto a la
pregunta de un anciano encorvado, que para no caer, con esfuerzo me toma el
brazo. A su calvicie, la adornan tres pelos blancos, largos y finos, que como
veleta, saludan a las ráfagas, pequeñas corrientes que se cuelan en este viejo
salón, que sabe a renacimiento frustrado antes de parir. Lo ayudo a ascender
los tres escalones de mármol de Carrara, y puteo callado al auto defecto, mi
puntualidad. Faltan cinco minutos para la hora de la cita, y este viejo que
dice haber sido mi profesor de historia, y yo, esperamos. Lo arrimo a un banco
largo de madera. Apoyándose en un bastón, se sienta en cámara lenta. Temblando,
me alcanza sus lentes con marco dorado y una servilleta tissué. Se los friego, el fastidio lo expreso en mis manos. Con su
prótesis parejita, el viejo profesor me dedica una sonrisa babosa, agradecida.
Con hostilidad, exclamo unas palabras al vacío: “Siempre aborrecí la historia”. El viejo me mira, encoje los
hombros y busca alguna firmeza en su voz: “Es
como aborrecer la vida”, dice como para que algo quede.
Otro calvo,
gordo, petiso y con barba viene corriendo a nuestro encuentro: “Soy Jiménez”. Aúlla: “Mi querido profesor”, y abraza al
viejo intensamente. Lo deja agitado, desarmado. “Hoy, irremediablemente van a faltar unos cuantos”, me cuenta un
Jimenez dolorido. “De los profe, este es
el único que queda vivo” murmulla en mí oído. “¿Sabías que Trau se mató?” mostrando su vozarrón y bronca. Trato
de componer una mueca de pésame, y pregunto: “¿Cómo fue?”. “Se pegó un tiro, pero hace más de veinte años –insiste-¿Te
acordas de Trau?, éramos los tres muy compinches. El mejor de todos, solidario
y feliz, jamás supimos porque le dio por borrarse”
Unas manos
cubren por la espalda los ojos de Jiménez. “¿A
que no adivinás quién soy?”. El tipo es payasesco, boina ladeada con
escudo, una camisa estampada con un popurrí de colores. El motivo, un hongo
atómico en plena deflagración. Bombacha de campo negra y unos mocasines con una
hebilla dorada gigante aplicada al empeine. “El pesado de los Ortigoza”, grita
Jíménez , arrancándole las manos de sus ojos. Se abrazan efusivamente. “Hermano, no sabés cuanto soñé con esta
noche” lo dice Jímenez emocionado, y agrega: “dale un abrazo al profesor, mirá que solito está el pobre, y fijate
que no todo se pierde, recuperamos al Ernesto, abrázalo también, se querían
tanto”. Ernesto soy yo, Ortigoza, obediente a la voz autoritaria y
emocionada de Jímenez estruja al viejo con entusiasmo, y luego viene hacia mi,
no me da tiempo a extenderle la mano, me estrecha fregando su hongo nuclear
sobre mi pecho y comenta: “Yo te hacía en
la lista de desaparecidos, ¡La verdad que es una sorpresa!”. Le pregunto
por qué tenía aquel pensamiento y me contesta: “Sos escritor, y eso huele a zurdo, y en aquel tiempo, con el aroma
solamente les echábamos flit”.
Jimenez no
cree que venga alguién más: “saben como
es, los localizas, te confirman que vienen, pero después tienen algún
compromiso o se olvidan”, justifica. Ortigoza
y Jímenez llevan al viejo hasta una de las aulas, yo los sigo, el protocolo
dice que antes de ir a cenar, el profesor dará una clase magistral a los ex
alumnos.
Ortigoza
indica el que solía ser mi banco, para que me siente, y vuelva a repetir la
experiencia. Ellos dos se trasladan a los que fueron sus lugares, y el profesor
se apoya en el escritorio del frente, carraspea,
acomodándose las cuerdas vocales.
Estoy
incómodo, al pupitre le falta una de las tablas en el respaldo. Para colmo el
viejo golpea un borrador sobre la tapa del escritorio, y el sector se llena de
polvillo, me ahogo, toso. El hombre dispuesto a dar clase, pide silencio y con
voz temblorosa comienza: “Todos los días
me pregunto ¿para que sirve la historia? Y me contesto, para no olvidar”.
Me levanto,
esforzadamente dejo de toser, y me disculpo, les digo que los espero en el
pasillo, para ir a cenar cuando termine la clase. Jímenez y Ortigoza, insisten
para que me quede. Contesto de mal modo:
“Disculpen, pero aborrezco la historia”
El profesor
detiene mi huida con el bastón y exclama: “Entonces
me pregunto, para que sirve no olvidar? y me contesto, para no volver a repetirla.
¿Entendió joven Ernesto?”.
Ortigoza
coloca su manaza en mi hombro, obligándome a sentarme: “Aguantá Ernesto, es un ratito nada más, no podés hacerle un desaire al
profe”. Jímenez, desde la otra punta del salón me afirma que un escritor no
puede aborrecer la historia, porque para escribir hay que conocerla, y en tono
desafiante me dice: “¿vos sobre que tema
escribís?” Me vuelvo para mirarlo, y achicándome de hombros, bajando la
vista digo suave: “Guías turísticas”.
Ortigoza provoca:
“No hay tu tía, al final estos zurditos
terminan siempre haciendo buenos negocios, trabajándole a los otros el marote
como si fueran victimas. Nuestro Ernesto se dedicó hacer turismo, cagándose en
la historia”. El profesor vuelve a tocarme con su bastón, dejo las agresiones
verbales de Ortigoza en la atmósfera. Ante mi falta de reacción, Ortigoza lanza
una carcajada, su rostro se enrojece. Me siento, y le pido al profesor que
continúe con su clase magistral. “Decía
que la historia sirve para no olvidar, y no olvidamos porque resguardamos la
memoria, la misma que nos hace concientes, y nos permite recrear los hechos del
pasado”. El viejo sacude nuevamente el borrador, pero esta vez tose él. Ortigoza
sentado atrás, aprovecha para gritar: “Decíme
Ernestito vos, ¿tenés conciencia?”. Le contesto, pero mirando al profesor,
y tratando de suavizar lo que puede ser un mal rato. “Todavía la tengo, pero estoy buscando un cirujano psicoanalista que me
la opere” Jimenez lanza una carcajada artificial y exclama: “Hay que ser escritor para decir semejante
boludez y quedar como los dioses”.
El profesor
se disculpa con tono tembloroso, y dice: “Muchachos,
si ustedes no lo toman a mal, daría aquí por terminada la clase, y nos iríamos
a cenar. Ya no tengo el aguante de otros tiempos”. Los tres hacemos un
gesto de resignación, estoy seguro que todos nos sentimos aliviados.
Jimenez nos
lleva hasta el restaurant en su coche. Mientras picamos algo, previo al plato
fuerte, Ortigoza lo mira al profesor, con un pan untado con roquefort en su
mano derecha le pregunta: “Dígame profe,
¿dónde encontramos la verdadera historia?”. El viejo pincha temblando un
dado de mortadela, la mastica calmadamente, al final con voz suave contesta: “En las almacenes del tiempo Ortigoza”.
No creo que hayamos entendido cabalmente lo que aquel profesor terminal quiere
decirnos. Nuestras miradas se cruzan mientras pinchamos algo de queso, de
salame y aceituna, tratando de ocultar el silencio que nos avergüenza.
Jiménez una
vez más, intenta salvar la situación: “Traje
fotos de nuestros tiempos, son increíbles”. Del bolsillo interno del saco
extrae un sobre lleno de fotos en blanco y negro. Usando el dedo indice como
puntero, nos señala a sus personajes, y tratando de ser gracioso, sobre cada
uno rememora alguna anécdota: “Este es
Rojas, se acuerdan que lo llamábamos contraalmirante. Le daba una bronca
bárbara, en su casa eran todos perucas. Este del fondo es el gallego Litvin,
sobre su cabeza aparecen las manos de Ortigoza formando la cruz Svástica. Y
este de los rulos soy yo, ¿Te acordas ahora Ernesto de mí? Cuando tomo una copa de vino, soy más sincero, sobre
todo si mi estomago todavía no ha recibido el alimento suficiente: “Mirá Jimenez, ya les dije que la historia
me molesta, por eso como dijo el profesor decidí olvidarla, y lo logré, por eso
escribo guías turísticas y no te registro”.
Como si nada pasara, Ortigoza y
el profesor frotan sus servilletas en sus cubiertos, y Jimenez no se calienta,
es duro de domar: “pero Ernesto que
decís, solo unas gotas y te falla el embrague. A vos te molesta la historia,
pero lo quieras o no, estas fotos son un documento, es un recorte de la
realidad dónde estamos todos” Ortigoza
que como naipes baraja las fotos dice: “Ustedes
saben que en ninguna de estas reconozco
a Ernesto” . Jímenez toma los retratos de la mesa, y arranca las que posee
Ortigoza. Se coloca unos lentes gruesos y chiquitos que cierran sus fosas
nasales, y pasa contra el vidrio una a una buscando mi rostro. Culmina la
ceremonia arrojando las fotos en uno de sus bolsillos. Vemos como su optimismo
cae en un surco que le cruza la frente. Un”
no puede ser”, sin convencimiento, atraviesa sus labios casi pegados. Traga
un poco de vino, tanto para reponerse: “Son
muchas las fotos que tengo, no las traje todas, seguro que las que dejé en
casa, en alguna aparecés”.
No es mi
intención sembrar dudas o ser un aguafiestas, así que tratando de componer la
ironía insinúo: “Tampoco es el misterio
que siembra el tren”. Sin comprender, mis prójimos guardan silencio
esperando que continúe, o que explique lo que para ellos es un acertijo sin resolver.
“No te calentés Jímenes, no me vas a
encontrar en ninguna foto, ya ves que eso que vos llamás documento, y que
juntándolos, nuestro viejísimo profesor creerá que puede armar los hechos es
solo fantasía”. Resuelvo callarme y engullir los tallarines recién
servidos, pero Ortigoza me pregunta socarronamente: “¿Vos creés que sos un fantasma, un invento de este trío? Para crear no
podemos ser tan boludos, hubiéramos hecho un minón, mezcla de la Lolobrigida , la Cardinale y la Bardot cuando eran jóvenes.
Decime chichipío, ¿cómo estás tan seguro que no estás en las fotos? Hasta los
desaparecidos están”.
El profesor
interrumpe con voz conciliadora y un fideo colgando de su servilleta: “Muchachos, esta noche no hablemos de
política, recuerden con alegría que hace cuarenta años son bachilleres”.
Dispuesto a obedecerlo, envuelvo en mi cuchara un nuevo fajo de fideos, pero Jiménez
me obliga a prestarle atención: “Al no
tener ninguna foto con nosotros, cualquiera puede negar que fuiste nuestro
compañero. Dijiste que escribís guías de turismo porque aborreces la historia.
¿Qué quisiste decir con eso?”. Los fideos, como abrigándose quedan fríos
sobre el plato, un manotazo le doy a la
copa fuera de control, derramo el vino sobre el papel, noto que Jiménez es un
dragón disfrazado de corderito: “Hasta yo
niego que fui compañero de ustedes, y en cuanto a la historia, es una mochila
que te hacen cargar toda la vida, conteniendo fotos como esas, que van agregando
día a día y pesan y pesan, entonces te llega el momento que te ves obligado a
arrastrarte, cayendo en la fosa con todos los documentos profesorales. Yo mis
queridos, un día me pude arrancar la mochila, y descubrí a los turistas, que livianos
de equipaje, organizadamente pasean lo mismo por un shopping que por una
piramide, y ves en sus rostros que nada los penetra, ya que lo que están
viviendo es una vida prestada, muy movible, con un guión muy liviano”.
Ortigoza y
el profesor pisan sus voces tratando de contestarme, al advertir el cruce,
ambos callan, y para disimular beben de sus copas. Entonces Jiménez deja un lamento:
“Pero estas cosas me pasan a mí, de 30
tipos solo puedo reunir 4, y vos ni siquiera estás en las fotos”. Ortigoza
lanza una carcajada, lo mira a Jiménez, e imita a alguien que se compadece: “No seas boludo Jiménez, me hubieras llamado
primero, y yo te hubiese anticipado el resultado”. “¿Tirás el tarot?” le
pregunto. El profesor y Jiménez rien, Ortigoza
cambia su actitud, tensa los maxilares y sus ojos pierden brillo, el pulgar, índice
y mayor de su mano derecha, roen una bola de miga de pan perfeccionando sus
redondeces. “No, pero en otros tiempos me
ganaba la vida manejando destinos definitivos”. El profesor afloja el nudo
de la corbata, con asombro pide que Ortigoza explique un poco más que es
manejar destinos definitivos: “Se trataba
de un departamento con varias subdivisiones, entre ellos distribución de bienes
raíces y bienes muebles, traslados terrestres y aéreos, y también debimos
hacernos cargo de la disposición final de los residuos. Si nos hubiesen dejado
seguir, hoy tendríamos excelentes memorias con todas las columnas necesarias
especificando cada uno de los saqueos. Pero desgraciadamente tuvimos que salir por
la indiferencia de tipos como Ernesto que intentan el saqueo de las memorias.
Una vez
más, advierto la prótesis perfecta, brillosa y babosa del profesor dibujando
una sonrisa tonta, no expresa complacencia, es su pensamiento que huye a través
de sus tres pelos, a otros mundos más soportables. Nuestro profesor de historia
posee un rostro donde el futuro siempre esta ausente.
El mozo
abandona en el centro de la mesa un plato con sopressata. Intento agarrar una
feta, extiendo el brazo, y algo pesado golpea mi mano. Es la cabeza del
profesor. Continúa un grito solicito de Jimenes, tratando que el mozo nos dé
una mano. El bodegón esta lleno, en el bullicio se diferencia el choque de
vidrios ordinarios, caídas de papagayos de vino, y una música de rock cada vez
más elevada. El aire es irrespirable.
Ortigoza le tapa la boca a Jimenez, y aclara
la noticia: “Pasó a mejor vida. Hay que
ser macho y aguantar, tratemos de no arruinarle la noche a los demás, y la
recaudación al dueño del boliche” “¿Qué tenés pensado hacer?” interroga
Jímenez con desconfianza y cara de susto. Ortigoza nos llena de vino las copas: “primero chupate el vaso. Vos Ernesto
colocá la cabeza del viejo en el borde de la mesa y continuemos con la comida
que faltan varios platos”. Obedezco inmediatamente, los ojos de Jímenez son
un par de huevos duros. El mozo, deja uno que otro plato, y siempre repite la
misma frase: “Buen provecho”. Ortigoza agradece, y me provoca para que
coma, yo endurecido, Jímenez realiza
movimientos mecánicos sin sacarle el ojo de encima a nuestro muerto. Temblándole
la voz insiste: “Y ahora ¿qué hacemos?”
Ortigoza, con cara de experto entrega el plan: “morfaremos el postre y me das la llave de tu coche, ustedes dos
arrastrarán al profe como si se tratara de un borracho, lo metemos en el
habitaculo y lo dejamos en el riachuelo. Antes nos costaba menos trabajo, nos
alcanzaba con una calle oscura, pero ahora hay cámaras por todos lados”.
Jimenez y
yo quedamos callados, paralizados. Ortigoza lanza una de sus carcajadas, y
enfocándome continúa: “Es como dice un
escritor turístico, -Después de la playa siempre es bueno hacer cultura-“, y
perpetúa su risa estridente.
“¿Por qué no le avisamos a su familia?, así
lo vienen a buscar”, digo en un arranque de liberación. Jímenez, dice que no sabe si tiene familia, que él se conecta
dejándole el recado en una mensajería telefónica. Ortigoza murmura: “Pero no sean boludos, no se van a poner
como buenos samaritanos a buscar a la familia. Nuestro tiempo es valioso, y el
de él está finito. Vamos a tener que hacer reconocimientos, declaraciones, nos
vamos a ligar alguna cachetada en un careo, y yo quiero ir a veranear”.
Comemos
nuestros respectivos helados, más el del profesor, Ortigoza se dispone a salir,
anuncia que nos espera en el auto. Jímenez y yo pagamos la cuenta, arrastramos
el cadáver tomándolo por los codos, palmeándole de vez en cuando la espalda, y esfoliando
algunas frases muy gastadas para que los comensales no sospechen: “Fucuyama te pasaste festejando que se acabó
la historia””La historia sí, pero el vino lo guardaste en la panza como si
fuera un tonel”. Lo sentamos en el asiento del acompañante, Ortigoza le coloca
un pucho en la boca y arrancamos. En un monumento a la oscuridad, pasando la
vuelta de rocha, lo depositamos en el lecho del río, entre el muelle y un barco
hundido. Jímenez, compungido, con la cabeza gacha, argumenta: “era el último que nos quedaba, el año que
viene vamos a ser solo ex alumnos”. “Por lo menos no va haber clases
magistrales”, lo consuela Ortigoza.
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