Descartes por desarraigo Por Eduardo Wolfson
Confuso y con nauseas, temblando como un títere en función
eterna, regreso con los piolines atados a mis extremidades. Soy consciente que
encima de mí, escondido del público por un telón negro, está el titiritero, el
que mantiene mi cabeza gacha, obligándome a mirar de costado esos zapatones
salpicados con mi vómito. He vuelto, con debilidad propia y voluntad ajena. Los
rayos de sol que superan la parra son reemplazados por una bruma espesa, que se
empecina en diluir los tonos nítidos. El paisaje es borroso, y yo en él, un
fantasma. El desarraigo desmarcó mi territorio, en pago, me dejó algunas
ráfagas y todas las ausencias, y el pasado con ilusión de futuro, en el
presente gris de este barrio modesto, cuyas pretensiones de progreso caen como
un torrente sin fin en letrinas malolientes.
No ha cambiado mucho. El damero de mosaicos, blanco y negro,
que llega hasta la reja. La medianera, y la enredadera sumisa que se niega a
treparla. Al techo de la galería, lo sostiene columnas ganadas por el oxido con
pintadas perdidas. El conjunto degrada su coloratura, y mis pensamientos palidecen.
La bruma ya es niebla que atraviesa mi transparencia cargándome de recuerdos.
Las cuatro puertas que dan al patio y sus respectivas claraboyas. Avanzo,
invisible, hasta la última pieza, mi refugio de adolescente. Así como la veo la
dejé, mi cama, el ropero, el cajón de frutas usado como mesa de luz, el estante
con cinco libros desvencijados. Tomo el del extremo, hojas amarillentas que
amenazan desintegrarse. Mis manos torpes solo atrapan un cuadernillo
deshilachado, el resto planea como serpentina y aterriza sobre el raído cotín
del colchón.
Leo el título “El hombre de la camiseta calada”, reconozco
mi ejemplar agonizante de las aguasfuertes porteñas de Roberto Arlt. Aquí también
hubo un “guardián del umbral”, como le gustaba llamarlo a Arlt. El gordo
Ramieri. Sentado en su silla pequeña tapizada de paja. Cubría su corpachón
inmenso con musculosas de un blanco inmaculado, y pantalones grises con la raya
bien marcada. Le costaba movilizarse, se apoyaba en cercos, paredes y pilares
de ladrillo para llegar a su destino cotidiano, nuestro umbral. Tipo
voluntarioso que narraba con precisión lo que acontecía ante sus ojos, siempre
atentos, salvo en las horas de las comidas y del sueño. Su hijo, más o menos de
mi edad, trasladaba todas las mañanas hasta nuestra puerta, su sillita. Sin
cobrar un peso, Ramieri, colaboraba con el buen vecino, a algún proveedor le
cuidaba la bicicleta, e imponía detalles a un vigilante de la esquina poco
observador. Siempre tenía algo para comunicar, un coche sospechoso, demasiado
lustroso para merodear por el barrio. La hija del remendón de zapatos, que con
una falda cortina, unas medias de nylon con raya y una blusa abotonada con
perlitas, todas las tardes caminaba hacia la parada de ómnibus, y regresaba a
la mañana siguiente con los almidones caídos, la poca ropa arrugada, las
pinturas corridas y un andar que delataba, a la buena vecinita invadida por una
catarata de alcohol. De este tenor eran los informes de Ramieri, siempre con
final abierto, para que el oyente saque sus conclusiones.
En esos tiempos, yo adolescente, podía estar sobre una
ballena, y aunque se me moviera el piso, iba a seguir observando a los
pajaritos que revoloteaban entrando y saliendo de los árboles. Sin embargo hoy
lo olfateo todo, como queriendo recuperar otra vez mi territorio.
Desandando el tiempo pasa. La pieza, es lo único que
permanece igual en mis recuerdos. Sin embargo, camino por ella sin experimentar
el parpadeo de los tirantes de pinotea. Antes, al deslizarme sobrevenía la
sensación de hundimiento, mi respiración se detenía un instante, hasta que me
rescataba la nueva vibración.
Esa mañana, con un caño de fusil el tipo me pegó en la
espalda, me sembró boca abajo sobre el damero del patio, Ramieri mirando la
calle, no percibió ningún rastro que lo ayude a pronosticar la tragedia. Entre
mis piernas abiertas, sobre el mosaico, corría un pequeño hilo de sangre, proveniente de los
bajos de la segunda puerta que permanecía cerrada.
Otros tipos, se
entretenían a mí alrededor destrozando macetas con las culatas de sus armas.
Contra la pared y con los brazos en alto, temblaban las dos
mujeres, la modista de la primera sala, y mi madre, tratando de advertirme algo
en el resplandor de sus ojos. A los hombres, que eran tres, entre ellos mi
padre, los usaban de cicerones pegándoles con el fusil en los tobillos.
Yo temblaba, sentía como esa sangre ajena me mojaba. Miré
hacia el umbral, a Ramieri no lo habían tocado. Repté hasta él, me esperó con una risita desfachatada y unos molinetes fabricados
por sus brazos cortitos.
Cuando estuve a su lado, se despachó con un torrente de
preguntas: ¿Qué pasó en tu casa?, ¿Por qué hay tanto cana que sale y entra?,
¿Le robaron a ustedes? ¿Hay algún herido o algún muerto? Sin contestar, le
expresé mi desconocimiento levantando los hombros. Entonces me propinó unas
palmadas y dijo que corriera, que no vuelva nunca más, que todo estaba perdido.
Pensé, que el gordo solo veía la calle, y los indicios recolectados en ella, no
lo habilitaban para armar una hipótesis de lo sucedido en el interior de mi
casa.
De golpe tuve la sensación que el barrio descansaba. No
había vecinas chusmeando, las ventanas de ambas calzadas permanecían
atrancadas, los negocios cerrados. El
mandato de Ramieri, me arrastró primero por calles cercanas, en la estación de
trenes me refugié de una lluvia repentina. Viajé sin sacar boleto y sin conocer
destino. No sé cuantas jornadas pasaron para que pudiese estructurar mis
pensamientos. Tomé conciencia cuando ví la fotografía del frente de casa en
aquel diario. Estirados en la vereda, los cadáveres de mi padre y los dos
hombres que lo acompañaban, también yacían sobre el otro costado mi madre y la
modista. Ramieri aparecía junto a un policía señalando a los cuerpos.
Hoy el barrio se modernizó, sus servicios se reemplazaron con
nuevas tecnologías. Imagino que Ramieri no pudo dibujarse ese nuevo escenario
de patrulleros, cámaras, zonas liberadas e informantes, que volvieron inútil la
función de ese gigante deforme con vocación de alcahuete.
Abandono la habitación, los yuyos del fondo avanzan
anárquicamente sobre el cemento alisado de lo que en mis tiempos fue la cocina.
La escalera de chapa que va al cuartito, se ha convertido en una trampa de
escalones oxidados. En la puerta, como dos palos borrachos, están Ramieri y su
hijo, el viejo apoyado en el joven. No me reconocen, mi pelo se ha vuelto
blanco, uso lentes, luzco un traje de medida, si algo queda en mi de aquel
adolescente no se nota, son solo sentimientos encontrados, que pujan en el
interior de un hombre maduro. Ramieri en cambio está igual, salvo su frente,
las arrugas le marcan abismos que encierran incógnitas. Sus palmadas y la
exigencia que corriera se mezclan en mi memoria con la foto del periódico,
donde señala a los míos en el suelo ya sin vida Su acción salvó mi vida,
mientras que su dedo índice prueba su complicidad con los asesinos.
El hijo de Ramieri, dueño de un vozarrón agudo, me advierte
que el sitio que piso es propiedad privada. El padre pregunta sobre cual es mi
interés en esa propiedad abandonada. Sin tiempo para responder, el hijo propone
una visita guíada, y por unos pocos pesos, contarme la historia de aquellos
guerrilleros caídos en el enfrentamiento.
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