Relato corto de una estupidez con gorra
Por Eduardo Wolfson
El
energúmeno no nos quiere dejar en paz. Nos grita cada vez más fuerte, nos dice
cosas sin sentido. Que los del 47 somos los más numerosos pero también los más
flojos. Que justo a él le tocó una compañía de ignorantes. “¡Mucho mediquito!, ¡mucho mediquito!, pero para marchar son unos
gansos”. Se pone rojo, su nariz es un tomate para exportar. El uniforme de fajina se le plancha en el
cuerpo. La visera de su gorra le aletea en la frente, es señal que desde sus
entrañas nace un clamor previo al baile: “¡Reclutas!,
lo que no les entra por la cabeza les va a entrar por los pies –su voz brama -
¡alrededor mío carrera march, cuerpo a tierra, salto de rana!. Les aseguro que
van a desfilar como si fueran San Martín”. Tengo que pensar algo y pronto,
sino la bestia me mata. Ya sé, en el próximo cuerpo a tierra no me levanto. “El civil ¿está veraneando en el pasto?”.
Truena su sarcasmo mientras apoya su borcego en mi espalda.
“¡Lumbalgia aguda!”, diagnostico en voz alta de médico militar. “¡Internación inmediata!”, tratamiento
ordenado en voz alta por médico militar. Soy un eslabón en la fila india, en
una ventanilla firmo la entrega de un pijama gastado. Por pasillos que parecen
no tener fin, un sargento enfermero nos conduce hasta la sala general. Nos asigna
las camas, nos ponemos el pijama y nos ordena acostarnos. Giro la cabeza hacia
ambos lados, cabeceras de caño blanco que se repiten hasta el infinito. Miro
hacia el frente, como si hubiese un espejo gigante, separado por un pasillo el
panorama del otro lado es el mismo. Tomo conciencia de la concentración
extraordinaria de cuerpos accidentados y enfermos que me rodean. “la colimba
los hace hombres” dice un vecino de casa, “pero primero los hace mierda”,
agregaría yo. Son las seis de la tarde, treinta metros a mi derecha, sobre una
cama, un grupo juega a la baraja. En frente, un muchacho entubado con una
pierna en alto, enyesada, emite un quejido intermitente. El peso de la tarde,
esfuma la claridad que penetra por grandes ventanales que rodean la sala. La
oscuridad invade mi ánimo. Todos nos hemos callado, nadie putea, no hay
murmullos, no sé si se trata de silencio o vacío. El recogimiento espontáneo
cesa con la llegada de la comida. Desde lejos escucho un grito que se repite cada vez más cercano: “¡rancho!”.
Un gran carro forrado en acero inoxidable, avanza por el pasillo tirado por dos
colimbas que son guiados por un cabo. En ciertas mesas de luz, depositan en un
plato un mejunje humeante, es para los enfermos que no pueden deambular. El
carro acaba estacionado junto a dos mesas muy largas, flanqueadas por bancos de
cemento. Sigo al rebaño, con un jarro y un plato de lata. Otra vez puteadas,
algarabía, y risas que se necesitan cuando vuelan los panes. Hay cambio de
guardia, media luz y reposo. Algunos muchachos ayudan a comer a los impedidos.
Un pinchazo sumamente doloroso en la nalga derecha me despierta. “no putees pibe-me dice el enfermero- son
las intramusculares que mandaron a inyectarte todas las noches”. Creo que
me la dio en el ciático, mi pierna es un trayecto punzante, parece que mi avivada
no esta resultando. Un compañero me zamarrea, se que despierto porque
experimento el recuerdo de la inyección. Diviso a un grupo que rodea la cama
del colimba entubado. “Hace mucho tiempo
que dejó de quejarse”, mi despertador explica la situación en voz baja y
con timidez provinciana. Me incorporo, mientras su rostro se va definiendo a
través de mis ojos. “El suboficial de
piso desapareció, así que el pelado y el tucán fueron hasta la guardia para ver
si pueden traer a algún médico”. Todos despertamos, los que no pueden
movilizarse estiran sus cuellos como si se tratara de periscopios, es la forma
que tienen de hacer saber que están acompañando. El tucán y el pelado entran con un médico civil. La revisada dura
un par de minutos. “Está muerto”, nos
dice casi en un murmullo, y afirmándose agrega: “ahora todos se van a dormir y no le dicen a nadie que yo lo vine a
ver, me pueden meter en un lío. Mañana cuando se haga la recorrida, el médico
militar acreditará la defunción. Pero por favor muchachos, ustedes a mí no me
vieron”.
Pasaron 7 ampollas aplicadas por
manos brujas, con sus siete madrugadas. Me entregan el alta y un salvoconducto que
me prohibe realizar cualquier esfuerzo físico.
En manos del suboficial mayor de la
instrucción, el certificado es interpretado como diploma, que con honores, he
recibido como licenciado en inutilidad. “A
partir de ahora ya no es un recluta, ni será un soldado, para mi usted es solo
un civil, un civil trapo de piso, un civil escoria. Así que cada vez que yo
pronuncie la palabra civil lo estaré llamando, y usted, como un rayo acudirá
hasta mí, ¿entendido?, ¡Civil!”.
Un civil, muy
bien podría preguntarle Sócrates a Trasimaco: - ¿Para qué sirve?
- Para
sostener la bandera en el ensayo de juramento. Muy seguro contestaría el
sofista suboficial.
En su discurso otoñal, lleno de loas
a la patria, al ejército, a la escarapela, y por supuesto a la bandera, el
instructor anuncia que va a infundirnos espíritu de cuerpo. Para tal fin, nos
informa: “Dos granaderos, ataviados con
el uniforme victorioso de la batalla de San Lorenzo, recrearán en sus
instrumentos, trompeta y tambor respectivamente, los acordes indelebles de las
marchas precursoras de nuestra nación, entre ambos servidores de las fuerzas,
la bandera con su sol refulgente flameará, saludando nuestro paso marcial.
Cuando las ternas vibrantes pasen frente a ella, con la mirada serena y
tornando el rostro, elevarán su diestra para entregarle su hidalguía”.
Entre dos granaderos, mantengo
erguido un mástil inmenso en el cual flamea la bandera. La compañía, desfila a
paso redoblado a unos 150
metros de nuestra posición, con el energúmeno a la
cabeza. Aprovecho que el sumbo no me ve para relajarme, el mástil pierde su
erección, estacionándose en paralelo a la calle. Dejo que uno de los lados de
la bandera roce el asfalto. Los granaderos con su trompeta y tambor, producen
el fragor castrense, mientras yo les cuento algunos chistes verdes. Sincronizados
como un ballet ruso, los futuros juradores, rodean una rotonda para enfilarse
en la recta hasta nosotros y consumar el saludo.
A pesar de la detonación ensordecedora
que producen mis casuales compañeros músicos, escucho en la lejanía unos gritos
desgarradores, no alcanzo a percibir en que consiste el pedido de auxilio. Por
fin, a mi izquierda y casi a una cuadra, distingo al jefe con la espada en
alto, parece decidido a dar la orden de degüello. Sin polvareda, reconozco perfectamente
al gigante enfurecido. A medida que se acerca, su arenga se vuelve inteligible:
“¡Que el civil levante la bandera!” Tengo la impresión que su voz jadeante,
pero potente, nace en sus borceguíes: “¡si el civil no levanta la bandera, nos
vamos a estrellar! ¡Ese civil, nunca vio como se estrella un pelotón!”.
El granadero del tambor, lanza una
carcajada sin dejar de tocar, el de la trompeta trata de ahogar la risa en el
tubo del instrumento. A unos cincuenta metros, la marcha de la agrupación
recibe el impacto del exabrupto y se descuajeringa.
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