Por Eduardo Wolfson
Lo sacudieron para que
despierte. Sudado, colocó sus manos sobre el colchón tratando de erguirse. Un dolor
agudo recorrió su columna. Gimió, trató de abrir sus ojos, pero fue inútil, la
venda era la barrera que impedía su objetivo. Así, ciego, fue arrastrado y
enderezado contra una pared. Escuchó los insultos de esas voces graves hasta
que llegó el puñetazo que destrozó su tabique nasal. Aglutinó calor en su
rostro. Desde la nariz, acarició su propia sangre descendiendo, la degustó en
su boca. Completó su perturbación un baldazo de agua helada, que lo dobló. Las
trompadas continuaron hasta que cayó. En el piso, las patadas se ensañaron con
su cuerpo en un padecimiento infinito. Envidió a los que morían. Trató de pedir
que lo maten, entonces supo que no modulaba palabras, se había quedado sin voz.
Con algo parecido a unas pinzas le abrieron la boca. Primero vino el aroma a
mierda y enseguida el gusto. No pudo resistir, introdujeron materia fecal hasta
la primera convulsión. Lo dejaron enroscado en el suelo mojado. Alcanzó a
escucharlos nuevamente, primero fueron murmullos entre ellos, luego se
convirtieron otra vez en gritos e insultos para él.
Alguien le quitó la
venda, lo trasladó hasta la cama, arrulló sus llagas, le pidió que duerma, y agregó,
“es posible que tengas un buen sueño”.
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