Sigilo sacramental Por Eduardo Wolfson
Eugenia
Urruchua Marticorena de López, avanza como todas las mañanas hacia la iglesia, se
desliza sin pecado sobre la vereda del café. A su paso, los devotos del templo
de la bebida, brindan tributo a su belleza inasible. Las miradas convergen en
las curvas armónicas de la mujer. Registro un respetuoso silencio, se desvanece
el traqueteo de las fichas de dominó sobre las mesas, se apaga el rumor
metálico de las cucharitas en las azucareras, desaparece el gorjeo de alguna
ginebra caída en la copa, y hasta el zumbido persistente de una mosca, reconocida
como la "inquilina".
Manchego,
habitué respetado de tanto gastar los codos en el estaño, murmura molesto: “para ella no acontecen los años, su perfección
inmaculada, trasciende la efervescencia de su imperturbable atuendo negro, insoportable
en este verano. Pero ella luce siempre fresca ¿Será por sus baños de agua
bendita?”.
Algunos sonríen,
otros escarban por laberintos retorcidos, pasillos que les mantiene atrapada la
memoria. Se esfuerzan por recrear en lo virtual a ese López, enganchado en la
prosapia de apellidos de la viuda. “Si
existió, el pobre López debe haber muerto en su noche de bodas al tomar
contacto con esos pechos aristocráticos” –agrega Manchego rencoroso. Unos ríen,
y otros fruncen los ceños enfadados, consideran que esas palabras faltan el
respeto para con una familia fundacional. Sin embargo, se cuidan de hablar
sobre el episodio, que el verano pasado, tuvo como protagonistas a la viuda y
al Manchego, a la sombra del paraíso que entolda la entrada del bar. El hombre
dopado con sangría, no pudo detener su mano derecha hasta posarse y pellizcar
la nalga de Eugenia Urruchua Marticorena de López. Los ojos azules profundos de
la mujer despreciaron la insolencia, sin desviar la vista de las baldosas,
continuando su camino hasta la iglesia.
La
tertulia se divide en dos bandos.
Uno de
los conspicuos, zalamero de Manchego, avala su ironía: “López es un fraude, un
invento, un remanente que la Eugenia
acopló a la elegancia del Urruchua Marticorena, para legitimar a su hija y
mantener la respetabilidad de sus apellidos”.
La duda,
parida esta mañana tórrida en el grupo, revolotea el avispero. Hay quien exige
mesura en el debate: “es solo respeto
religioso, dialoguen con cautela, no es este el sitio para hamacar con decoro a
una integrante de una progenie tradicional en nuestra comunidad”. Fedor, el
pintor de las casas elegantes del pueblo, reflexivo, deja la aceituna sin comer
en el plato, roza la lengua sobre la espuma que fabrica la hesperidina con
soda, y comenta a viva voz: “Ahora que lo
pienso, cuando pinté la casa de los Marticorena, bajé de las paredes cristos y
santos a montones, pero nunca lo bajé al López”. Los oyentes no atinan a
continuar con sus acciones. José, el de la verdulería, contrario a la tropa de
Manchego, manteniendo desafiante una ficha de dominó en lo alto, le advierte: “cómo vas a saber si lo bajaste o no lo
bajaste al López, si nunca lo viste” “Tenés
razón, nunca lo ví, pero conozco a los cristos y los santos”- retruca
Fedor. “¿No bajaste retratos de
parientes?” -Pregunta José. “Solo
mujeres”-aclara Fedor, después de otro trago de hesperidina. Un halo de
misterio los envuelve, la mayoría repasa la lengua por los labios sintiendo la
garganta seca. Plácido, el mozo, cuenta los dedos que piden ginebra, y ducho de
su bandeja, calcula si la distribución alcanzará con una sola vuelta.
Fedor
reaviva su relato: “Les digo que esa
gente tendrá mucha alcurnia, pero los cristos, eran de la misma firma que los
dos que tengo en casa”. “¿Y de que
marca son esos cristos tan ilustres?”, pregunta José con burla. Fedor, sonríe
sin mostrar los dientes, revelando para sí, “cayó el chivo en el lazo”. Responde
recorriendo las pupilas brillosas del auditorio: “INRI”. Mis cristos y los de la Urruchua Marticorena
de López, son “INRI”. Con la
respiración paralizada los feligreses cruzan miradas, y un segundo después, al
unísono, estallan en carcajadas. Fedor, enrojecido por la rabia, los observa
sin comprender. Manchego, apoyado en el mostrador, con otra pregunta, hecha un
manto de piedad sobre la burrada de su prosélito y apaga las risas: “si solo hay mujeres, ¿cómo hicieron para la
descendencia?”. El interrogante aprieta como una mordaza todas las bocas, y
el bar toma el aspecto de un campo santo.
Manchego
coloca la boina junto a su copa, y enfrenta a la concurrencia. Su lengua
pesada, arrastra vocablos recriminatorios:”No
se puede hablar livianamente de las familias fundadoras de este pueblo. Es
idiota el que con un solo dato construye una historia falsa y perversa en su
cabeza. ¡Carajo!, que son maricas, chupa culos, eso son”. El improperio
toca a todos, Manchego cierra el puño. El
ultraje sonoro, armado con el volumen de su paladar abovedado, y su nueva
postura, medio cuerpo sobre el mostrador, el rostro inflamado, los ojos
cerrados, y un ronquido potente, nos convence a los presentes que su cultura
alcohólica falla. El tema no concluye, pero queda más disperso, ceñido a cada
una de las mesas. Las voces, también se vuelven menos audibles, restringidas al
ámbito particular de oyentes.
Esquilo
y Ulises, ocupan la mesa de billar.
Esquilo en una esquina reproduce carambolas imperceptibles. Ulises se
aburre, sacude el tedio marcando en el contador los puntos, y lanza una
pregunta contaminada por un soplo de tiza, destruyendo la concentración de su
adversario: “La vieja Eugenia ¿tiene una
hija?” Esquilo confirma con la cabeza, sin quitar la vista del paño verde. “¿Y es chupa cirio como la madre?”,
insiste Ulises. Esquilo se encoge de hombros, pifia el tiro. Lleno de bronca
golpea el taco en el borde de la mesa: “No
se puede masticar chicle y bajar la escalera al mismo tiempo”, y agrega: “La hija está fuerte como la madre, y es
cierto que no se les conoce descendencia masculina”.
Los muchachos abandonan sus tacos y cruzan una barrera de
humo, para ocupar una mesa junto a la ventana. Refrescan la garganta con un
trago de cerveza, dejándose los labios maquillados con la espuma blanca. Ulises
pone cara de acertijo “O sea, que la
madre es Eugenia Urruchua Marticorena de López y la hija, Augusta López
Urruchua Marticorena, siempre teniendo en cuenta que el López simboliza la
paternidad”. Esquilo aclara:”López,
un apellido tan poca cosa es el poder invisible, vigilando en los extremos al
linaje Urruchua Marticorena”.
La
presencia imprevista del párroco funciona como un mandato. Todos callan. La
visita inesperada se acerca al mostrador, secándose con un pañuelo las líneas
de agua, que profusamente corren por el cuello entre el fin de su cabellera y
el comienzo de la sotana. Plácido le acerca una ginebra con hielo, y se queda a
su lado previendo un próximo pedido. Con un “los
espero a todos, el domingo en misa” se despide. A coro, los presentes
gritan “hasta el domingo Padre López”.
FIN
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