El próximo 22 de agosto se cumplen 40 años de la masacre de Trelew.
El siguiente relato, extraído de mi libro "Sobre ráfagas y ausencias", trata de recrear como sentimos la tragedia de nuestros compañeros, quiénes concurríamos en Bahía Blanca a la Universidad Nacional del Sur.
¡Los fusilaron!
Abro los postigos. Un aire polar me violenta el rostro.
Cierro las ventanas, y atisbo el estremecimiento del sol entre las ramas. Desde
aquí veo el arroyo escarchado.
Carucha, extendida como una mina de la noche, parpadea sobre
la arpillera. Respiro hondo y estiro mis brazos. Me desperezo. Del lumilagro
sirvo el café de la noche anterior. Abrazo la tibieza de la taza con mis manos
heladas.
En el parque ya juegan los perros. Parece que mandinga le
tiene ganas a León pero no se atreve. Lobo intercede. Los tres corren
compinches para el lado de la universidad. No hay una sola nube en el cielo,
hace mucho frío, pero está claro. Carucha se me adelanta, yo camino sumergido
en mi anorak, disfrutando del andar chingado de la perra, de los primeros
verdes, de la ausencia de vientos.
Otros compañeros abandonan sus casas, todos vamos con un
andar tranquilo hacia el mismo lugar. Darío la llama a Carucha, y la muy turra
se le acerca haciéndole fiestas.
Entramos a las aulas por atrás, Carucha se nos separa, acude en busca de
Lobo. Vemos venir a Yuyo totalmente sacada:
-Hay
que llamar a asamblea urgente._expresa en un hilo de voz_
-Tan
temprano, con este sol, ¿a vos te pagan jornada completa por militar? _la jodo_
Yuyo grita, a pesar del brillo, sus ojos
son universos marchitos:
-¡Los
fusilaron!, ¡Los mataron a todos!, lo acabo de oír por la radio.
Darío y yo resistimos inmóviles, Yuyo, en cambio, no deja de
mezclar sus manos en la cabellera enrulada. La acompañamos hasta el salón de
actos, hay varios grupos intercambiando murmullos.
No caigo, casi no hablamos, solo cruzamos nuestras miradas.
¿Se tratará de una broma pesada? Uno reflexiona en mi oreja: “¿No habrán querido escaparse otra vez?”
Los compañeros siguen llegando, ya somos multitud. Un gentío
apesadumbrado, una muchedumbre asombrada, un enjambre aplastado, somos una
confusión descreída e inválida, abigarrada y abrumada, rodeando el escenario
circular vacío.
No caigo, no comprendo, o no quiero comprender. Pero si fue
en esta semana, aquí mismo seguimos por radio los senderos de la fuga. El
escenario estaba lleno, discutíamos como estrategas geniales los próximos
pasos.
Las noticias no son claras, los murmullos ascienden, escucho
pero no puedo definir palabras. Jorge se susurra a sí mismo: “Los vengadores de la patagonia trágica”.
Recuerdo el libro que leíamos hace 15 días sobre la matanza de obreros en 1921.
- Parece que hay sobrevivientes. _Informa una compañera_
- Y sabés ¿cómo están? _Le digo_
- No sé, dicen que los traen a Puerto Belgrano
-
¿Y cuántos son?
- Me dijeron que tres.
- ¡¿Murieron 16?!
Nadie contesta, un pozo de silencio, no quiero acostumbrarme
a él. La informante solo se encoje de hombros.
Universidad Nacional del Sur, aula magna, escenario vacío.
Enciendo un cigarrillo más. Tristeza y oscuridad. Presiento el desgarro de la
espera, traído por las noticias cruzadas.
Los vientos chocan contra las frondas de Parque de Mayo como
queriendo abatirlas. Fumamos, Gustavo y yo, sentados sobre unos troncos mirando
hacia el arroyo. Desgarbados, observamos las sombras erguidas de los árboles
empecinados en resistir.
La impotencia me gana, el desaliento es intenso, una
contracción aguda ataca mi estómago. Gustavo lanza una puteada, yo no puedo
acompañarlo, tengo atracada la garganta.
Veo desplazamientos, grupos de compañeros se movilizan
ágilmente hacia el aula magna. Los seguimos. Otra vez es Yuyo la que nos
despabila:
-Va
a hablar el padre de Camps
-¿Quién
es?
-Uno
de los sobrevivientes que trajeron a la Base.
-El
viejo es un gorila radical conocido._comenta Jorge_.
Desde lejos, y en aproximación, oigo aplausos. Se contagian,
llegan hasta nosotros como ovación. Palmeo mis manos con fuerza, con más y más
fuerza. Distingo a un hombre pelado, que con empeño, se abre paso a través de
un pasillo estrecho que ha formado la misma gente. No tengo dudas que es a él a
quien homenajeamos. Lo diviso tan distinto a nosotros. Ostenta un traje
impecable, una corbata lisa y una traba de oro cruzándola. Yuyo lo ayuda a
subir al escenario, ahora veo perfectamente su rostro sereno. Se desplaza con
naturalidad, se me ocurre que el tipo tiene parentesco con algún semidiós. Yuyo
acciona sus brazos clamando silencio. No lo logra. Un puñado de consignas nos
abrigan. Solo dos, como contrapunto de diferentes bandos, quedan dueñas de los
decibeles: “El pueblo unido jamás será
vencido”, “El pueblo armado jamás será aplastado”.
Ahora es el padre de Camps que nos pide calma. Acatamos,
ensayamos la quietud sepulcral. Nos cuenta que acompañó a su hijo herido en el
avión hasta Bahía Blanca y que fue operado, que las autoridades de la base lo
han tratado bien, y que se ocupan con corrección del herido.
-Para
mi, este tipo está amenazado y cagado de miedo _le digo a Gustavo_, como va a
decir “el herido”, por el hijo, y que los milicos los tratan bien.
-Te
dije que es radical. _Interviene Jorge_
-Pero
el hijo se está muriendo.
-Si,
pero él es radical.
El viejo señala que sobre el episodio, solo conoce dos
versiones oficiales, que difieren, y ninguna lo convence. La primera, del
General Betti el mismo 22 de agosto. Sostiene que en un control, Pujadas
arrebató un arma y usó como escudo al jefe de turno, quien al intentar
resistirse fue herido, iniciándose un tiroteo. Los demás se abalanzaban a la
salida. La segunda versión es la de un Mayor Laroca, que en una conferencia de
prensa del 24, comenta que en una inspección de rutina Pujadas, le quitó al
control un arma. Que un oficial, en las cercanías del pasillo donde estaban los
detenidos comenzó a disparar. Que en lugar de tirarse al suelo, los muchachos
avanzaban hacia los militares, mientras estos disparaban.
Domingo, día de pocos en el barrio, melancolía y festín. El
sol, casi primaveral, aturde por unas horas al frío, anunciando con su
presencia que el invierno todavía no acabó.
En el comedor no hay colas, comemos pizza sobrante de la
cena de ayer, lechón caliente con puré, vino y postre, que reemplazan al agua y
la fruta de todos los días. Son las dos de la tarde, con la panza llena,
caminamos lento entre el edificio de la facultad, construido con apetencias
faraónicas, y el club universitario. Los perros se acoplan a nuestro paso.
Ellos también están juguetones, satisfechos, es que los huesos del domingo
deben ser más grandes.
En casa las chicas preparan café. Gustavo y yo, sentados en
el living, amparados por los rayos que iluminan el ambiente, reímos cómplices,
alrededor de una mesa grande y muy ratona. Somos buenos burgueses en el exilio.
Fumamos y bebemos el brebaje que nos sirven. Llega Darío, proclama que hay
torneo internacional de golf en los campos del Palihue. Ver actuar a la gente
fina es un buen plan para la tarde y sobre todo, cuándo no hay que pagar
entrada porque se conoce la puerta de servicio.
Salimos en bandada, Lobo, Carucha, León y Mandinga son de la
partida. Avanzamos con ganas por el Parque de Mayo. Sobre un puente de madera,
ayudo a Gustavo, tiramos a Lobo y a Carucha al arroyo Napostá. Las mujeres
asombradas, protestan por nuestra
brutalidad. Los caninos, nadan en su estilo, vuelven a nuestro lado, nos
lengüetean con afecto, como pidiendo repetir la historia. Les damos el gusto.
El hueco en la alambrada se esconde de los bacanes gracias a
un árbol que lo cubre. Por él, nos escurrimos todos. No caminamos mucho, tal
vez doscientos metros por colinas que disimulan, para nuestra vista, diferentes
horizontes. En una hondonada, una muchedumbre, compuesta por damas elegantes y
señores gallardos, rodea a un hombre que, arrogante, mide su próximo golpe,
manteniendo en alto con ambas manos, el palo de golf. Nos entretejemos en el
público para no ser distinguidos. Veo a Lobo abandonar a la jauría, como una
flecha, desde la altura y por un hueco, se presenta en sociedad. Su boca trinca
el guante del jugador. Como un molino de viento y gimiendo, el golfista
sorprendido, da vueltas continuas con su palo, tratando de desprenderse del
perro, sin conseguirlo. Los presentes se dividen, están los que piden a gritos
que alguien haga algo, y los que dan rienda suelta a su risa por la escena
inesperada. Nosotros volvemos, pasamos por el árbol y cruzamos otra vez el
alambrado.
El goce contenido en el campo de golf, se transforma en
carcajadas en nuestro territorio. Gustavo opina que debemos festejar la epopeya
de Lobo. Veo un banco, necesito sentarme para seguir riendo. La vista se me
nubla, tengo lágrimas en los ojos. Eran tipos de nuestra edad, tenían toda la
energía para vivir.
¡Milicos asesinos!.- Grito-
pa excelente es esto! te quiero! segui escribiendo... segui incluyendo caninos en los relatos!
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