Postigos
cerrados
Refugiada
detrás de su ventana, Rosa observa aquel movimiento inusual. Se ocupó la casa
de enfrente. Entre su mirada y la fachada de la vivienda se interpone el
camión. Sin embargo, el ajetreo, le da la posibilidad de configurar un primer
cuadro, se basa en las características de los muebles que se descargan, y en la
vestimenta tan extraña, que usan los chicos de los nuevos vecinos corriendo
alrededor del vehículo. En escena, aparece un perro bello. Es enorme, silueta
estilizada, pelaje plateado brilloso.
Rosa tiembla, en su vida vio un animal así.
Un
hombre alto y corpulento reprende a los pibes con atuendo tíroles, estos
agachan sus cabezas y sumisamente, junto al perro, desaparecen de la vista de
Rosa. Ella escucha la recriminación pero no la comprende. Son vocablos duros,
rígidos. "Como clavos golpeando en
el fondo de una olla", piensa.
El
sol impacta en la ventana. La novedad le hace pasar a Rosa el momento del mate.
Toma una bolsa y el monedero, su compañía inseparable de los días de feria.
Camina tres cuadras por el barrio, se le acoplan algunas mujeres con el mismo
destino. Es una mañana fresca. “No me dé
esos zapallitos, me da los del otro cajón”, le dice al verdulero, mientras
Chachi le susurra: "son alemanes,
¿vio el perro que tienen?”.
A
las 11, como todos los días, Rosa está esperando que salga el pan de la mejor
horneada. Braulio, el panadero, comenta: “Son
recién llegados, parece que ni la mujer, ni los chicos saben una palabra de
castellano”. “Dicen que él es ingeniero de una empresa alemana”, completa
Maruja, la empleada.
Frida
se queda con sus hijos en la casa nueva. Después de ayudar a descargar, su
esposo, de traje, se dirige hacia la parada del colectivo para la capital.
Rosa,
de nuevo detrás de su ventana. La ausencia del camión le permite espiar mejor
las actividades de sus flamantes vecinos.
Tratando
de airear, Frida abre los postigos del frente, presta atención al paisaje
nuevo. En el paneo visual descubre a Rosa, se le aparece fragmentada por los
rayos de sol que hieren los vidrios. Ambas se observan, por un instante sus
rostros perplejos, acaban dibujando una tenue sonrisa. Rosa piensa en idisch: "que joven que es, y tan blanca como
yo". Frida sorprendida, siente ternura en alemán: "esa mujer, podría ser perfectamente mi madre".
Es
mediodía, el nieto de Rosa llega del colegio, tira su delantal y portafolios en
el patio, antes de entrar en la cocina. Rosa escucha su alboroto. "se acabó la tranquilidad”, piensa.
El glotón se echa sobre la mesa y engulle el primer kreplaj. Recién entonces
mira a su abuela y le agradece con una sonrisa su plato favorito. La radio está
encendida. Rosa suspira cuando escucha: "por
las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya ". Pone el agua para el mate, el
previo a su almuerzo.
Frida,
mientras tanto, rendida por la mudanza y la posterior limpieza a fondo,
descansa en el sillón del comedor. Abraza a Ilona y Willie, sus hijos. Les
cuenta que al día siguiente comenzarán la escuela. En los tres se adivina el
temor a lo desconocido. Una ancestral canción de cuna alemana trae el alivio.
Rosa
entra en la verdulería, son las cinco menos cuarto de la tarde, está apurada
porque no quiere perderse el radioteatro de las cinco. Se olvidó por la mañana de comprar en la
feria la zanahoria para Lázaro, su esposo, que todas las noches, al retornar
del trabajo, las come ralladas como primer plato de la cena.
En
la verdulería está Frida. Hace gestos desesperados y repite una palabra en
alemán. El verdulero se esfuerza pero no la comprende. "quiere repollo", le indica Rosa. El semblante del hombre
se suaviza, mientras complace el pedido. Frida le agradece a Rosa en alemán. "No fue nada", le contesta
Rosa en idisch.
Esta
mañana en la escuela, el nieto de Rosa junto con sus compañeros recibe una
sorpresa. Se trata de Willie. Todos observan con recelo a ese flaco, rubio,
todavía sin guardapolvos y vestido de tirolés, que luce como un guiñapo entre
los brazos de la maestra: "Willie
habla solo alemán, les pido que sean buenos amigos, y lo ayuden a entender
nuestro idioma".
La
presencia del intruso los obliga a cambiar sus sitios habituales, y dejarle a
su disposición el pupitre del centro del aula. La desconfianza inicial se
transforma en rabia colectiva, al apreciar, como los ojos de la señorita son
invadidos por un brillo de ternura que nunca exhibieron para ellos. En el
recreo se produce la venganza, primero lo dejan solo, luego lo rodean, lo
escupen, y a coro le recitan: "¡alemán,
alemán culo de pan!". Willie es rescatado por la directora.
El
sol otoñal de las dos de la tarde, predispone a Rosa a tomar mate sentada sobre
el pilar del frente del chalet. Frida la ve desde su ventana. Recuerda el
episodio por el repollo de la tarde anterior. La conmueve aquella presencia. Se
estira el cabello, hábilmente perfecciona un rodete, se sacude la pollera y se
vuelve visible en el porche. Rosa
agita su brazo para que se acerque. Con paso apresurado Frida cruza la calle.
Rosa ceba un mate y se lo extiende. Frida sonríe, pero con su cabeza niega el ofrecimiento.
Se sienta al lado de Rosa, a ambas las ilumina el sol. Se miran, quedan
calladas. Permanecen juntas casi dos horas. Rosa acaricia un malvón que se está
marchitando, Frida señala las hojas que se precipitan de los árboles. Una nube
inesperada tapa al sol. Las mujeres sienten frío. Frida se levanta y dice: "hasta pronto", en alemán,
Rosa le contesta: "adiós",
en idisch.
En
la escuela Willie ya es uno más. Aprende aceleradamente el castellano gracias a
sus nuevos compañeros. Primero son las malas palabras. El nieto de Rosa se
entretiene en el camino de regreso porque ahora tiene compañía. Camina junto a
Willie, ambos revoleando sus respectivas carteras. El nieto de Rosa lo invita
para la tarde a tomar Toddy, y escuchar juntos a Poncho Negro.
Frida
espera ansiosa que Rosa salga a tomar mate en el Pilar. Cuando la ve, sin
pensarlo, corre a su encuentro. Esta vez las dos mujeres se besan. Ambas tienen
la piel blanca-lechosa y los ojos claros. El alemán de Frida surge fluido de
sus labios. Rosa capta solo algunas palabras que suenan parecido en idisch. Con
la mano le hace señas para que hable más pausadamente. Frida cuenta su historia
en alemán, Rosa le relata la suya en idisch. A veces ríen como dos
adolescentes, porque no se entienden o le dan otro sentido a las frases. Las
dos se sienten contentas, relajadas, las horas en el pilar se convierten en
necesidad.
El
nieto de Rosa decide aceptar el ofrecimiento de Willie, este mediodía después
de almorzar juegan en su casa. Willie le promete que va a mantener al perro
atado en el árbol del fondo.
Entrar
inesperadamente del sol a un comedor oscuro lo deja ciego. Poco a poco va
recuperando la visión, y con ella, la definición de los objetos. En las paredes
hay fotos colgadas y un distintivo plateado que tiene la forma de alas de un
pájaro.
Mientras
Willie entra en el patio para asegurar al animal, el nieto de Rosa inspecciona
los cuadros. Adivina en uno al padre de Willie, más joven, vestido de militar
junto a un avión bombardero. En otro, está el retrato de ese tipo con bigotitos
como Chaplín, pero que Lázaro, su abuelo, aborrece en idisch cada vez que sale
en el diario. En la habitación de Willie se entretienen con soldaditos de
plomo.
Lázaro
llega del trabajo. Ha viajado en tren y dos colectivos, se siente cansado. Al
ver a su nieto sonríe, coloca su sombrero sobre la repisa y deja que el chico
le revise los bolsillos del traje, busca en cual está el milkibar que le trajo.
Terminada
la ceremonia cotidiana entre nieto y abuelo, Lázaro se cambia para cenar. Rosa
deposita sobre la mesa el vino y la zanahoria rallada. Comen juntos.
Después
de escuchar a los Perez García, el matrimonio discute en idisch. El nieto de
Rosa escucha sin entender, pero sabe como termina el intercambio de palabras.
Ella le dice con bronca,"lituano",
en idisch y él, bajando sus brazos en señal de vencido, pronuncia
resignado:"Condesa Potovski ".
Es
día viernes, y en el cine dan tres películas de cowboys. Willie apesadumbrado,
le comenta al nieto de Rosa que su padre no lo deja ir.
Los
chicos del barrio saltan de contentos. Todos llevan el importe de la entrada y
algunas monedas para el colectivo y las golosinas. Desde su ventana Willie los
saluda con tristeza.
Se
apagan las luces y en la pantalla principia la aventura. La diversión se matiza
con gritos, risas y algún que otro proyectil que vuela por las plateas.
El
silencio consigue instalarse por un instante, y deja percibir que desde el
pullman proviene un chistido. El nieto de Rosa mira: ve asomado en la baranda,
medio cuerpo de Willie saludándolo.
El
esposo de Frida está en casa. Rosa no tendrá a su compañera por la tarde en el
pilar. Con el mate entre sus manos observó a su nieto irse al cine. Previamente
lo ha llenado de recomendaciones. Piensa en el marido de Frida: “Un hombre extraño, desde su llegada que no
lo ha visto”. Doña teresa, la mujer de al lado, le ha contado que de noche
siempre cenan solos ella y los chicos. Que sabe cuando él está, porque todos
los postigos de la casa se encuentran cerrados. Rosa explora y confirma,
efectivamente, la casa de Frida parece tapiada.
El
nieto de Rosa deja que sus compañeros se vayan, él decidió volver con Willie.
Una vez terminada la función lo aguarda en el hall esperando verlo descender
por la escalera del pullman. El cine se vacía, se cierra la ventanilla de la
boletería, pero Willie no aparece. El nieto de Rosa sabe que no se confundió,
le resulta extraño que se fuera sin contactarlo.
A Lázaro lo sorprende el sonido del
timbre a esta hora. El reloj le confirma que es las once de la noche. En el
dintel de la puerta Frida tiembla. En un alemán desesperado explica su
angustia. Rosa trata de consolarla en idisch mientras Lázaro, callado, observa
a esa mujer desvalida en su puerta.
"Así que a los alemanes se les escapó
el hijo” -dice Chachi a la espera de una confirmación-. Rosa se encoge de
hombros y sigue su camino hasta la panadería. "Yo, anoche escuché como ella lloraba y él la puteaba"
-insiste Chachi para tentarla-. "¿vos
hablás alemán?" -pregunta Rosa-. Chachi niega con la cabeza. "Entonces ¿cómo sabes que la puteaba?”.
Rosa apura el paso y se distancia.
Los
postigos de la casa de Frida permanecen cerrados. Es mañana de sábado. Lázaro
le pregunta a su nieto si vio a Willie. El pibe niega con la cabeza, sus labios
están sellados. Es un día nublado y frío, solo algunos chicos salen detrás del
carro de la panificación para comprar el lactal, los boyitos y las fugazzas
gigantes fresquitas. La puerta de la
casa de Frida se abre de golpe, los que están en la calle quedan paralizados.
El
ovejero alemán parece liberarse de la mano de su dueño. A una velocidad
monstruosa avanza seguro por la calle. Salta sobre el hijo del carpintero, otro
de los nuevos compañeros de Willie. El chico cae al suelo ensangrentado. El esposo
de Frida sin alterarse, pronuncia precisa, una orden en su idioma, y el perro
suelta al chico para volver mansamente a su casa.
Es
noche de domingo, Willie retorna. Está hambriento y asustado por el castigo que
le impondrá su padre. Al entrar se cobija en Frida, esconde el rostro en su
pecho para parar posibles golpes. Se sientan a la mesa, no hay preguntas. El
jefe de familia imperturbable, come, el resto hace lo mismo manteniendo sus
cabezas gachas.
En
el pilar, Frida le levanta a Willie el sweater y la camisa. El chico no se
resiste pero tensiona su rostro por el dolor. Rosa se toma la cara con las dos
manos, no puede creer lo que está viendo. La espalda de Willie exhibe lonjas en
carne viva.
Frida
le cuenta en alemán que a las 6 de la mañana el padre lo despertó, le ató los
brazos al árbol del patio, lo llenó de latigazos y luego, se fue inmutable a su
trabajo. Rosa se niega, en idish, a comprender lo evidente.
Rosa
no ha abandonado la costumbre mañanera de asomarse a la ventana. Su cabello se
ha vuelto blanco, su nieto ya es un muchacho y Lázaro le habla cada noche de
jubilación. El esposo de Frida sale más temprano que de costumbre, en esta
oportunidad, ha reemplazado el portafolio habitual, por una maleta marrón,
grande y rígida, parece pesarle.
Rosa
tiene un presentimiento, sus sentimientos se cruzan. Por un lado adivina la
destrucción de una familia y eso la hiere, por otro, sabe que aquel déspota ya
no molestará a los suyos, y eso la alegra.
Frida
corre hacia el pilar poco después del mediodía. Con el tiempo, también ella se
ha acostumbrado a tomar mate y compartirlo con Rosa. En esta oportunidad sus
ojos brillan. Su rostro sufrido trata de dibujar una sonrisa, para dedicar a su
amiga. En alemán, ansiosa, le cuenta que él no volverá. Rosa calla, teme que
cualquier comentario suyo, en idish, sea
perjudicial.
En
la puerta de Frida aparece la figura de Willie, se ha vuelto un muchacho alto
de espaldas muy anchas. Mira hacia las mujeres, enfurecido le grita a la madre
en alemán. Rosa se asombra, cree estar escuchando al esposo de Frida. Recuerda
la sensación que tuvo de aquellos vocablos, el día que llegaron: “son como el sonido de un conjunto de
tornillos cayendo en una olla de cocina”.
Frida tiembla, no besa a Rosa, apenas consigue ponerse de pie y
zigzagueando, cruza la calle hasta desaparecer detrás de su hijo. Willie cierra
la puerta y al rato, frente a los ojos de medio barrio, se cierran los
postigos.
Eduardo
Wolfson
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