Tsunami
En la mesa hay cinco jarritos vacíos de café, pero estoy
solo. Puedo pensar que estaban en ella antes de que llegara. ¿Y cuándo llegué?
También que yo los haya tomado. ¿Pero cuando fue que no me di cuenta?
Claro, ¿Tal vez estuve con cuatro amigos? Imposible, ya no
tengo amigos. Sin embargo algo empaña mi visión.
Haber Ernesto, recopilemos, pero antes, colaborá con un poco
de voluntad. Vamos, agarrá la servilleta y pásasela a los lentes para ver más
claro. Efectivamente son lágrimas, ahora insinúate a vos mismo que desconoces el
motivo. Comenzá por poner excusas, dale. Que la conjuntivitis está mal curada.
No, mejor es la del cansancio visual, ese siempre te da lágrimas, y nadie va a
decir que te estás volviendo flojo, aunque algunos deben estar pensando que estas
hecho un viejo carcaman.
Dale Ernesto no te desarmes, confesate vos una verdad. Para
que te sea más fácil pásalas a tercera persona. “Esas lágrimas son llanto y ese llanto es la expresión de la angustia
profunda…” ¡Muy bien! ¿Y con eso punto?
Los rayos de sol se regodean en el mantel y brillan sobre el
logo dorado, estampado en las tazas de la confitería. Este lugar no tiene nada
que ver con mis lugares. Es un sitio esterilizado, “libre de humo”, como reza el cartelito de acrílico, muy coqueto,
colocado estratégicamente en las columnas.
Una chica entera, enfundada en media minifalda negra recorre
las mesas entregando y levantando pedidos. Muestra el culo que muy pocos miran,
la mayoría se entretiene con su teléfono celular.
Este sitio no tiene nada que ver con mis sitios, sin
embargo, reconozco este rincón. Aunque no es el mismo piso, ahora es una
cerámica que brilla, y en cada ángulo, muy pequeño, también resplandece el logo
de la confitería. Antes había un granito gastado, sobre él una mesa de madera
chueca, defecto que disimulábamos con una cuña de cartón.
Sin tomarlo en cuenta, el nuevo siglo me cayó como un
tsunami, palabra que, por otra parte, no podría haber acuñado sin la existencia
de este siglo recién estrenado. ¿Qué hubiese dicho si mi vocabulario no hubiese
agregado “tsunami” para describir la situación? ¿Torrente?, ¿Terremoto?, ¿Maremoto?
Ninguna sirve como “tsunami” para señalar lo que siento.
El nuevo siglo me dio la palabra, y en este lugar cibernético
la uso. Una escenografía, abarrotada de gente que comparte con otros la mesa,
hablando cada uno con su celular. En la mía cinco jarritos vacíos y mis
lágrimas que se desperezan sobre el cristal orgánico de mis anteojos.
¡Vamos Ernesto! ¿Por qué este estado de ánimo?, después de
todo las cosas han progresado. ¡Las cosas!, ¿Qué cosas?
Si se me ocurriera preguntarlo en voz alta nadie me
escucharía. Se envuelven en ese ruido infernal para no responder. Tengo la
sensación que confunden trasgresión con talento. Indudablemente se trata de un
progreso con mucha fritura, con anteojeras. Para la trasgresión sin talento el
ruido basta.
No hay caso Ernesto, siempre enroscándote con teorías, que te
antojas desarrollar para esconder en un laberinto de palabras, este dolor… ¿Crónico?
Otra vez esta puntada arriba de la boca del estómago. Haber
como disimulo. Respiro profundo, coloco mi dedo mayor sobre el punto doloroso y
masajeo. De apoco, así despacito voy largando el aire. Nadie se da cuenta, solo
la piba de la minifalda me mira, como exigiéndome que abandone la mesa o pida
otro café.
¿Qué habrá sido de la vida de José?, es muy probable que ya
sea hueso de cementerio, ese sí que era un mozo. Veía que cualquier tipo se
agarraba algo, y ya estaba el con su copita de coñac, ofreciéndote su
psicoanálisis a la mesa. Y aliviaba el gallego, como ¡aliviaba!
Claro, es muy probable que se tratara solo de una sensación,
todavía las cosas no me venían desde atrás, las teníamos colectivamente como
futuro. Experimentábamos para los otros con nuestras vidas, sin pertenecernos
la muerte. En nuestra juventud, no entraba ni remotamente la idea de cuan
sanguinarios llegarían a ser nuestros verdugos.
Todo lo intentábamos con ganas, con amor, con alegría, con
vehemencia. Fueron días de militancia y amistad indivisibles. Fue una ráfaga de
ilusión, oxigeno que se transformaba en ozono, vida que construía vida. Había
tanta potencia. Solo la noche de los perversos, pudo con la muerte silenciarla.
No necesitábamos estadios repletos para que una diva nos
enceguezca con las luces, nos aturda con la electrónica, nos separe con el
idioma y nos individualice con el precio de una entrada.
La cosa era mucho más humilde, sin estridencia. Una guitarra,
un fogón, manos que se encontraban, abrazos que se compartían y un vino tinto
danzando en la luz
Pero lo idílico, tal vez, no permitió que advirtiéramos la
llegada de esas otras noches. Cayeron sobre nosotros trayendo ausencias y
dispersión.
Al mismo tiempo, unos desaparecían, otros se exiliaban, y
muchos, nos mezclamos en el anonimato, obligándonos a la inmovilidad, para escondernos
del monstruo que nos arrojaba.
Después del terror, y el acecho de cobardes con hábitos
nocturnos, necesitaron limpiar, esconder y justificar la sangre. Entre otras
cosas cambiaron la cara al paisaje. Los viejos mozos del pucho en la boca
trocaron en adolescentes de diecisiete años con el culo agrandado. Los que no
están con el wi fi, lo hacen con su celular. Cada maestrito con su aparatito.
Nos han transformado en seres pasajeros que aliviamos
nuestra soledad con una página Web, capaz de traernos todo el peso de la nada.
El monstruo está instalado confortablemente, mientras los monstruitos quedamos
pendientes de la cuota del micro ondas.
En todo este gran canje que los políticos llamaron “progreso”, alguna gente del
pensamiento, “pos-modernidad”, y los
gurúes, financistas, tecnológicos, o latifundistas, “calidad de vida”, quedamos fuera los que no pudimos dar por
finalizada la historia, porque en ella habitan los amigos. Muchos, hace treinta
años desaparecieron en la noche, y otros, como el Gato, que creo que decidió
irse, al avizorar que su leucemia no se curaba con la democracia recién
estrenada. Algunos llegaron a estos tiempos, pero con una renguera vieja que no
los dejó avanzar. Luis, hastiado de la nada se pegó un tiro y Juan no pudo
resistir más que insulten a su inteligencia y le pidió a su corazón parar en
aquel taxi.
Llamo a la muñeca en minifalda y pago los 5 cafés, que solo
yo he bebido.
Eduardo Wolfson
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