domingo, 11 de noviembre de 2012

Otro cuento que te cuento


El profesional
            
            En el único punto iluminado, sus manos contaban el dinero. Desconfiaba con naturalidad. Mientras los dedos deshojaban con fluidez los billetes, sus pupilas, no se apartaban de las sombras, recortadas en blanco, sobre el rostro del consumidor de sus servicios.
            Era lo acordado, “mitad ahora, y el resto cuando cumpla el contrato”, dijo el cliente, conocedor que para su interlocutor no había otra forma de paga. Guardó el dinero en el sobre, y este en el bolsillo interno del saco. Al levantarse, todo su cuerpo se esfumó en lo oscuro. Dio varias vueltas por calles iluminadas y con gente, antes de tomar la ruta definitiva. Ya en su cuarto, colocó el efectivo en el interior de unos zapatos dentro de una caja. En el sobre quedó la foto, que después de algún titubeo dejó sobre la cama. La pieza estrecha lo oprimía, el ventanuco alto en la pared debía permanecer cerrado. “Son los gajes del oficio”, pensó. La ausencia de aire lo atontaba, necesitaba con urgencia terminar los preparativos, y salir a tomar el fresco del patio. Luego de secarse el sudor en el cuello, meticuloso, abrió el “berretín”, así llamaba a aquel hueco heredado, disimulado con tirantes de pinotea. Con una linterna iluminó el espacio, sacó tres paquetes envueltos en tela, los abrió, y metódico revisó las armas. Eligió la automática. La lustró regalonamente, vio reflejados sus ojos en el brillo de la cacha negra, la acercó a su boca, la llenó con su aliento, experimentó un sacudón frío, y la depositó en su espalda retenida por el cinturón. Volvió a la foto, la mujer lucía tostada. Con el mar a su espalda se la apreciaba espléndida, gozando una calidad de vida envidiable. Recordó, cuando una hora atrás, su contratante, con voz burlona, le confesaba la historia de su padecer. “Si decido no mantenerla más, me amenazó con mandarme al marido que es un cornudo, pero también matón. Disculpe - dijo arrugando por la metida de pata, y prosiguió: un amigo, el que me habló de usted, me aconsejó para recuperar mi tranquilidad, atacar primero y pronto. Últimamente, con la crisis se ha vuelto una carga insoportable, tengo que deshacerme de ella, usted comprende”.
            En un portarretrato colocó la foto, lo dejó sobre la mesa de luz y abandonó la habitación. Caminó pausado por las calles iluminadas hasta la terminal. Se alegró que el aire acondicionado del micro funcionara. Relajado, el viaje le pareció corto. Recorrió el centro del pueblo, para luego internarse por sendas de tierra que conducían a la laguna y a las quintas que la rodeaban. Amanecía cuando abrió el portón. Observó a través del ventanal del comedor, como un primer rayo de sol refractaba sobre el agua de la piscina. Subió al primer piso, la alcoba tenía la puerta abierta. Sobre la cama, la mujer dormía desnuda. La observó y se extasió en esos movimientos que expresan los sueños cargados de erotismo. Muchas veces, frente a la misma escena se preguntó, de cuanto eran capaces sus ojos, para soportar aquella belleza sin parpadear. Conocedor del terreno que pisaba, y de los seres y enseres que lo habitaban, caminó hasta un sillón individual que engalanaba uno de los ángulos, y extirpó de él un mullido cojín de plumas. Quitó el seguro de la pistola, la posó en el almohadón, admiró por última vez aquel rostro distendido, y vació el cargador. Después vino la limpieza de huellas. Lo último que hizo es despedirse del arma, la acarició con una franela, en ese instante sintió injusta a la vida, “porque nos separa de las cosas apreciadas”, finalmente la arrojó hacia el fondo de la laguna.
            A pesar del aire acondicionado, encontró a su cliente sudando, desde su calva caía agua a borbotones. “El trabajo está hecho, vengo a buscar la otra mitad” le dijo.
            El hombre, zigzagueando, se acercó a su escritorio, le señaló un sobre, Y con voz suplicante, imploró: “Por favor, no me mate, recién supe por quien me lo recomendó, que lo envié a eliminar a su mujer”.
            El contratado, como de costumbre contó el dinero, y lo depositó en su bolsillo interno. Piadoso, colocó su palma sobre el hombro de ese ser desarmado, y dijo: “no se preocupe,  soy profesional, no trabajo gratis”.
                                                           Eduardo Wolfson

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