1978
Con mis fantasmas,
trato de ver en la bruma. Los bares están llenos, la gente se amontona frente a
las vidrieras con televisión. Me siento en desventaja, no sé nada de fútbol, ni
me interesa. Hace días que intento mantener una conversación razonable, con
amigos, clientes, o simples compatriotas desconocidos. No lo logro, todos se
han puesto de acuerdo para que lo único, que tenga existencia y validez, sea el
fútbol y el bendito mundial.
Es la hora del partido,
la ciudad se ha convertido en un campo santo, camino solo por la Diagonal Norte , es mediodía. El
silencio más evidente se ha hecho cargo del territorio. Nada se mueve, ni la
brisa permite presentarse. Nada se vende. Me agobia el peso de novedades
jurídicas que se ensanchan en mi portafolio. Los abogados han desaparecido,
también los otros vendedores. ¿Será que he quedado en el planeta solo?, un
virus del que me mantengo inmune, ha desintegrado al resto. Desde los edificios
y los bares, me sobresalta un grito corto, ensordecedor y duradero, irrumpe en
la calle corrompiendo mis oídos: “¡Gol…!” y se duplica extendiendo la ele y se
reafirma marcando la ge. Bajo mis pies vibra la diagonal. Es una señal de vida
que habita cerca del desierto, aunque continuo solo en la calle.
Las escalinatas de la Catedral están vacías,
también la Plaza
de Mayo y los patrulleros que la cuidan. Necesito procesar una historia, ¿Cómo
justifico mi presencia en este lugar, si apareciera un botón? El cana va a
querer saber por qué no estoy mirando el partido. No me va a creer si le digo,
que estoy vendiendo libros.
“¡¿Vendiendo libros frente a la casa de gobierno?!”. Va a decir con la
mano en la culata del arma.
“¿A quién?, ¿A la pirámide o a las palomitas?”, va a agregar con sorna. ¡Cómo
voy a sudar la gota gorda! ¿Y si trato de mostrarle la última edición del
boleto de compra y venta para convencerlo? No, mejor voy a sacar el código de
procedimiento penal actualizado. Seguro que se lo queda como sueldo anual
complementario. ¡Ya está!, le muestro el Estatuto del Proceso de Reorganización
Nacional. ¡Me quiero morir!, ¡Que boludo soy!, no me digas que no lo traje.
¡¿Pero cómo salgo a la calle sin el Estatuto?
Otro “¡Gol…!”,
“¡Gol…!”, “¡Gol…!”. ¿De dónde salen todas esas gargantas tan bien entrenadas?
Un perro expandido en la vereda me mira con profunda tristeza. Otro compañero
más que no sabe nada de fútbol. En todo caso ya somos dos los sospechosos. ¿Qué
historia le inventará él, cuando la autoridad lo vea desnudo, sin documentos,
tirado, pulguiento, y sobre todo sin ladrar los goles?
Eduardo
Wolfson
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