El hombre de la cabina
Cacho tenía
hambre. La debilidad extrema lo obligaba a apoyarse en las paredes, tanto, como
para sentirse respaldado al aspirar la bocanada de aire, esa que lo salvara un
segundo más del desmayo.
“Son
tiempos de crisis”, escuchó decir al
tipo que lo tomó del brazo y lo arrastró hasta el bar. Cacho no alcanzaba a
reconocerlo, su mundo, convertido en tinieblas no le concedía fácil la
comprensión. Tomó conciencia de apoco, sintió temor por aquel sándwich de
mortadela apresado en sus manos. “¿Cómo vino
a parar aquí?”, se preguntó.
Ignorante
de sus aprensiones, José, el extraño, gestualmente lo invitó a comerlo, mientras
teorizaba, grandilocuente, un texto que tenía algo de ensayo, y mucho de
melodrama: La gente muta – decía- . Sobre todo, el fenómeno se vuelve evidente
en aquellas calles sumamente estrechas flanqueadas por construcciones muy
añejas. Los rayos de sol parecen estrangularse antes de llegar con su energía a
las veredas.
Cacho tragó
el último pedazo de pan y fiambre, lo afianzó con una tragantada de café con
leche. José, le indicó al mozo que repitiera la ración, y con el pulgar y el índice
en forma de “u” invertida, agregó al pedido un café. Sin respirar prosiguió con
su monólogo: Por las veredas
transitan hombres protegidos en conos de
sombras, como vos Cacho, logrando
ocultarse de los otros, esos que
atravesamos habitualmente la zona sin pertenecer todavía a ella, los que
ocupados por nuestros respectivos trabajos o ocupados buscándolos, nunca nos
detenemos, y aunque lo hiciéramos, no nos daríamos cuenta de presencias como la
tuya, casi invisibles. Hay que tener un buen olfato, como el mío, decidido a
llenarse de aromas agrios, fétidos, rancios, pestilentes, putrefactos, como el
que ustedes despiden. En fin, son todos actos de descomposición con el signo
inequívoco de la presencia cercana de la muerte.
La palabra muerte en los labios
de José, sacudieron a Cacho. Los presentes, advirtieron, sobre el zigzagueo del
segundo sándwich de mortadela, la conmoción. Abrió los ojos y trató de
articular alguna palabra para probarse vivo. La falta de fuerzas se lo impidió.
Dejó en el audio un balbuceo, apenas un murmullo. José encogió los hombros, y
continuó con suficiencia la disertación:
En estos barrios por lo general conviven los marginados, como vos, con los
límites que les imponen las vidrieras. Ustedes fueron dejando de reconocerse en su hechura
humana, soportando la indiferencia nuestra, recogidos en umbrales, disimulando
su presencia en el hueco que les ofrece un cartón corrugado. Enamorado de
sus palabras, José las atesoró, intentando medir el impacto en la semi-conciencia
de Cacho, pero aquel se conectaba de apoco con sus sonidos, sin importarle
todavía, la trascendencia de su contenido. Fue entonces que arremetió: Cuando cesan los ruidos del tránsito y se
apaga el bullicio del ajetreo urbano, un oído agudo como el mío, percibe esa
música extraña que denuncia la proximidad de tripas vacías. De lo único que al
final no los podemos excluir es del hambre, ¿me entendés?, que casi como la
amiga inseparable, te acompaña en ese cuerpo fantasmal. Orgulloso de su
oratoria, José respiró hondo, al mojar los labios en el café, advirtió que su
compañero de mesa sonreía y dejaba chorrear sobre su barba una línea de saliva.
Entonces, colérico proclamó: ¡No hay que
entregarles el pescado, debemos enseñarles a pescar! Los parroquianos del
bar enmudecieron, y Cacho borró su gesto sonriente, lo reemplazó por lágrimas
que surcaron profusas sus mejillas. José se le acercó corriendo su silla hacia
el ángulo vacío de la mesa. En esa posición más intima, pronunció en tono bajo
y menos discursivo: La salvación mi
querido amigo, está en abandonar la ciudad, avanzar por las rutas hasta
encontrar nuestro lugar. Lo que continuó fue una acción espasmódica. La
silla de José se disparó sobre el mosaico para estrellarse en la base del
mostrador. Sus manos fuertes se prendieron como garras a los brazos de Cacho,
lo arrastró como piltrafa. Abandonaron
el local, lo obligó a subirse a un coche que condujo por la ciudad, luego por
sus márgenes, y una autopista. Esperando el vuelto en la cabina de peaje,
observó a Cacho, y dijo sonriente: Vamos
a tener una de estas, y se acabaron nuestros problemas. Efectivo todos los
días, te das cuenta. Hasta vas a solucionar tu problema de vivienda. La cabina
es abrigada en el invierno, y con lo que vayas ganando, podés colocar un aire
acondicionado para el verano. La noche borró horizontes y el automóvil se
introdujo en otras carreteras. Al amanecer detuvo la marcha, dejaron el
vehículo en la banquina y descendieron. Cacho miró al cielo, respiró hondo, y dijo
con claridad: ¡Que aire puro! Sin
darle importancia a lo dicho, José agregó: y
el concierto de los pajaritos, el arrullo del viento en las copas de los
árboles. Cacho lo detuvo, y expresó con satisfacción: el escaso tránsito. A lo que José contestó contrariado: sí, esa es la desventaja, pero es uno de
los pocos lugares que podemos poner la cabina sin contratiempos. José notó
el interrogante en el rostro de Cacho, pero antes de desasnarlo, prefirió sacar
dos cervezas que traía acurrucadas en hielo, dentro de una heladera en el baúl.
Desde el pico de las botellas refrescaron el garguero. Se acomodaron en el
pasto, invadido a esa hora por el rocío. Cacho respiró hondo, y José, nuevamente
habló: Se terminó el cartón corrugado
Cacho, basta de ocultarse, desde ahora todo será transparente para vos. Vivirás
en una casa vidriada, con todo el sol y toda la noche, cómo es portátil la
podrás mudar a dónde más te convenga, Tiene una barrera que te convertirá en el
dueño de la procesión. Cacho sospechó del estado de los sándwich, ¿Tendría la mortadela una sustancia alucinógena?
¿Sería que las defensas bajas le pasaban una jugada falsa? José se mostraba
seguro, lo palmeaba y reía. Cacho pensó que su mecenas estaba loco. Pero no
quiso filosofar sobre la locura, como lo hubiese hecho en otros tiempos, ya que
necesitaría por lo menos la mesa del bar, un café, y sobre todo, fuerzas para
ligar su razonamiento con la lógica. Así que decidió despreocuparse, y solo
observar las acciones de José, quien bajaba del portaequipajes un embalaje rectangular de dos metros y medio
por uno y medio. Lo apoyó en la banquina, cuidando que la flecha estampada en
el cartón señale el firmamento. Se mantuvo un rato pensativo, acariciando los
laterales del bulto, como no sabiendo muy bien que hacer. Luego le gritó a
Cacho: Fíjate en la guantera, haber si
encontrás el manual. Armarlo es una pavada, yo ví como lo hacían en el stand de
Taiwan donde lo compré. Tenés que ver, el chino no tardó más de dos minutos. A
lo mejor la primera vez nos lleva algo más de tiempo, pero después es pan
comido. Cacho le alcanzó un librito con una linterna, y mantuvo la caja.
José buscó las páginas traducidas al español y leyó en voz alta: Primero: Lea estas instrucciones. Cacho lanzó una carcajada. José lo miró, y
luego dijo: ¿De qué te reís marmota?
Sin esperar la contestación prosiguió: segundo:
Guarde estas instrucciones. Esta vez, José atravesó el dedo índice a sus
labios, advirtiendo el mensaje, Cacho hizo silencio. Tercero (apercibiendo, gritó José) respete todas las advertencias. Cuarto: siga todas las instrucciones y
quinto: lo ideal es armar al aparato sobre la ruta. José quedó callado,
pensativo, sus pupilas dejaron de brillar delatando ausencia. Cacho lo sacudió,
y automáticamente José dijo: nosotros lo
vamos a armar en la banquina y después lo empujamos. Ambos abrieron la caja
y compararon los elementos con los gráficos exhibidos en el manual. Cacho
extrajo una barrera y José cuatro paneles. El manual contenía un sub-rubro que
explicaba la instalación. Comenzaba diciendo: “se recomienda instalar la cabina
cerca de un tomacorriente”. Pero si esto
es una ruta, de dónde quieren estos cosos que saquemos un tomacorriente
(protestó Cacho) Estos cosos son chinos,
así que seguro lo hicieron a batería también (contestó José). Durante una
hora aproximadamente, fueron organizando sobre el pasto las diversas piezas, de
acuerdo a su parecido, tamaño y encastre. Había llegado la hora de guiarse por
el manual. Una vez más José leyó: No
instale la cabina boca arriba, boca abajo, ni la apoye sobre un lateral.
Cacho lo escuchó rascándose la cabeza mientras que José, inexpresivo, propuso: Vos cuidá las cosas, que yo voy a ver si
encuentro un lugar para comprar sánguches. Estamos medios débiles, comemos algo
y después seguimos. Con José ausente, Cacho trató de seguir oteando el
manual para tratar de entender. El segundo punto de advertencia, indicaba: “No instale la cabina en lugares calurosos,
húmedos, o excesivamente polvorientos. Tampoco es conveniente exponerla de
forma directa al aire acondicionado, se podría condensar la humedad en su
interior, provocando una visión defectuosa del exterior”. Sin proponerse
comprender, Cacho siguió hojeando el manual para distraer el hambre. Igualmente
alguna frases le llamaban la atención :”Una
vez armada, no permita que los niños suban a la cabina, ni jueguen en ella,
pues se corre el riesgo de volcar” “Procure que el sitio elegido para armar la
cabina sea visible para evitar arrollamientos” “procure enrutar todos los
cables de alimentación de manera que los niños curiosos no puedan tirar de
ellos””ni el fabricante, ni el importador de la cabina se hacen responsables por
los daños que sufra la misma y su correspondiente barrera, si se la armara al aire libre :( lluvia, luz solar directa,
incendio o descarga eléctrica etc.)””El movimiento excesivo de vehículos o el
balanceo continuo de un barco puede provocar la caída de la cabina causando
lesiones a quien la manipula” “el habitáculo de la cabina no está preparado
para ser sumergido en el océano, de hacerlo, ni el fabricante, ni el importador
se responsabilizan por los daños internos, o sensación de ahogo de su
manipulador””no cuelgue la cabina del techo, podría caerse y causar graves
daños” José anunció su retorno con
un guiño de luces. Después de un refuerzo alimentario pusieron manos a la obra.
Con unas llaves plásticas, José apretó cientos de tuercas como rezaba el
manual, mientras que Cacho adhería paneles brillosos a las columnas
incorporadas, logrando medias paredes. ¡Eureka!-
gritó José- estos chinos son geniales, en
el mismo asiento del cobrador hicieron el inodoro. Cacho abandonó los
paneles y vio a José sentado sobre el único asiento en el centro de la cabina.
Se había bajado los pantalones, hacía fuerza con el rostro enrojecido. ¿Qué hacés? preguntó Cacho, no dándole
crédito a la realidad una vez más. Cago.
Aquí vas a cagar todos los días, y cobrar peaje al mismo tiempo, sin necesidad
de buscar un ñoba –explicó José-. Más tarde pusieron la barrera y las
cuatro camaritas grabadoras de imágenes. Faltaba el último paso, empujar la
estructura para que la cabina quedara en mitad de la ruta, y en unos pizarrones
magnéticos, anotar las cifras a cobrar, según el porte del vehiculo. José se
sentó en el pasto y miró orgulloso: Aquí
está nuestra empresa armada – dijo – pronto
vamos a escuchar la cantinela de las monedas al caer en el fondo de la alcancía.
Cacho, inocentemente le preguntó: ¿vamos a quedarnos mucho aquí? Antes de
responder, José se paró, sacudió su ropa, respiró hondo, ofuscadamente. Poco
después depositó su mirada en Cacho, y con tono tierno, pero con sentimiento de
mal trato, explicó: A lo mejor, en el
apresuramiento por auxiliar al amigo, dejé algunas cosas sin la explicación
debida. Prefiero creer que tu pregunta se genera en este error de mi parte y no en tu ingratitud. En unas horas,
gracias a los chinos si querés, somos socios en una empresa que te sacará de la
miseria. Yo puse la inversión, y ahora, cómo es lógico vos vas a poner el
trabajo. Con respecto a las ganancias vamos fifty fifty. Claro, en los primeros
tiempos no vas a poder retirar, hasta que no repongamos lo que me costó la
cabina. No te preocupes, cuando venga a recaudar todos los días, yo te traigo
la comida. La cabina es el capital, cuídala, y no se te ocurra quedarte con
alguna moneda, porque las camaritas cantan. José palmeó el hombro de Cacho,
subió al auto, y se despidió con un afectuoso: hasta mañana
Eduardo
Wolfson