Mis palabras
Camino por calles mezquinas,
polvorientas, tristes. Se desdibujan. Mi presente las convierte en niebla de lo
tangible para ocultar el principio del olvido.
Fricciono las encías,
mientras apoyo mi mano izquierda en el muro, con la derecha sostengo débil el
bastón, que hasta hoy, es el que me ayuda a marchar. Ahora me doy cuenta que
fricciono automáticamente las encías, pero sin bronca, sin dolor.
Repican las campanas, y las
palomas cagando, huyen en masa.
Las cejas me han crecido, se
han convertido en viseras sobre mis ojos.
Antes, con que facilidad
entraba en las sombras y salía a la luz. No dudaba, era el dueño de la verdad,
el hacedor de mi vida. Ahora en cambio dudo, pero se me está convirtiendo en
certeza, que soy el hacedor de mi muerte.
La densa humareda en la
entrada del boliche, ¿acceso a la eternidad?, tal vez. Escucho el entrechocar
de bolas de billar, llego al mostrador arrastrándome. La copa me espera como
siempre, con la yapa.
Extasiado veo como las que
fueron mis palabras huyen por la puerta. Para atraparlas necesito poseer la
voluntad de pronunciarlas. No solo no tengo voluntad, tampoco experimento
necesidad. Hasta ayer me servían para el intercambio. Las pronunciaba, y desde
mi entorno las lanzaba en un orden para que el otro capte el sentido, y
dándoles otro orden, me las retornaba. La puerta está cerrada y aún así la
traspasan. Vertiginosamente se escabullen de mí, saben que estoy solo.
La artrosis se ha convertido
en una compañía no querida. No me deja digitar los billetes que tengo que dejar
por la copa. Observo mi mano, y a los que me rodean. Lentamente, logro
introducir los cinco dedos en el bolsillo del pantalón, y fricciono las encías.
Al hacerlo, se que mi prótesis dental compone una sonrisa poco convincente. Lo
veo en el gran espejo, que reproduce detrás del estaño, al infinito, una
exposición de bebidas pobres, cañas y otras aguas ardientes.
Un muchacho rueda un taco
sobre el paño verde, se lo ve satisfecho con la elección. En la otra mesa,
palmean tres veces sus bordes, celebrando una carambola de tres bandas. Envidio
no poder probar el taco, ni convertir una raya de carambolas en una esquina. Es
un sentimiento que me disgusta porque no me pertenece. Viene de ese parásito
que está en mí, decidido a no reflejar nunca más mi cabellera lacia y tupida en
el espejo.
Recuerdo cuando me alegré
por estar enfermo. Fueron hermosas vacaciones pagas y sin culpas, que me
ofrecía un empleo tedioso y repetitivo. A mi lado, los amigos apilaron una
multitud de libros. Los disfruté página por página esperando al médico laboral,
que certificaba semana a semana, otra más de permiso, para saborear mundos de
lectura que mi imaginación profanaba, miles de letras que formaban palabras,
cobradoras de sentido en multitud de personajes que surcaban otras tantas
ciudades, indiferentes a sus subsuelos de perdedores, a los rascacielos con
ganadores y a las mujeres hermosas que las habitaban.
Pero este parásito no es una
enfermedad virtuosa, ni siquiera despreciable. Fue creciendo aquí, dentro mío,
no sé ni como, ni cuando entró. No hace falta que pase lista para conocer su
presencia. Es el enemigo realizando su guerra de zapa. Se me ha metido en los
ojos para arruinarme la lectura, puso pesas en mis pies para violentar mis
caminatas, endureció mis articulaciones para tenerme consiente cuando deseo
tomar una copa.
Hay menos billares porque
los tiempos han cambiado, me confirma un mozo. Pasa con una bandeja repleta de
cervezas pero no lleva un solo vaso. Ya no se usan me dice. Oigo el destape, es
un dolor gaseoso, una queja poco perceptible de fermentaciones en
transferencia.
No se gana por merecer, se
merece por ganar
Eduardo Wolfson
No hay comentarios:
Publicar un comentario