La
madre del General
Los
rayos del sol se funden en su vestido negro. El mediodía, la encuentra como
siempre a mitad de camino entre su casa y la catedral. Los vecinos, refugiados
en la sombra fresca de las viejas residencias del pueblo la ven pasar a través
de sus ventanas.
Avanza
lentamente por la vereda desierta, ayudándose con un bastón corto para tejer
cada paso. Como siempre, desde su juventud, transita diariamente ese camino con
sus fantasmas, que los años, fueron agregando a su colección.
Los
años, piensa en ellos como el soplo arrasador del pampero. Como siempre, la metáfora
la estremece. Se reconoce tan chiquita y arrugada. Siente que aquel pampero, el
de los años, la dejó como un despojo pero con vida, para testimoniar la
ausencia de sus seres.
“¡Ahí va la madre del general!”, señala un chico
rompiendo la discreción del silencio.
La
anciana, se agacha con dificultad en el reclinatorio. Con devoción cristiana
observa las imágenes. Pidiendo tregua, concedida en la quietud, su vista
cansada se posa en la figura de Cristo. Su hijo, el General -piensa-, es el
único que queda en el mundo de sus vivos.
A
los mellizos, el Señor los requirió pronto. Apenas tenían un año, cuando la
epidemia de sarampión se los llevó. Se le seca la garganta. Como siempre, los
recuerda gateando en la tierra polvorienta, de aquel patio improvisado, en la
casa del cuartel. Sus ojos irritados no desean perderse el asombro infantil,
los mellizos chocan con su horizonte. Como siempre reconoce el obstáculo: aquel
par de botas. Sumisamente, incorpora la vista persiguiendo la silueta
uniformada. No tiene dudas, a pesar de la bruma, sabe que se trata de su
esposo, el capitán.
A
esta hora la catedral está vacía. Desde su lugar, divisa perfectamente el
encaje almidonado de la virgen.
Como
siempre, él brota uniformado, se sienta a la mesa. Las manos huesudas y los dedos
largos, desarrugan suavemente un pliegue del mantel. En aquel ambiente las
palabras sobran, alcanza con señalar el detalle. La comida es frugal.
Ella
está orgullosa de su consorte, de su apego al reglamento, de las órdenes que
imparte, de su uniforme, que como siempre, lleva puesto. Los rayos que se
filtran por un vitraux, la encandilan. Como siempre, la sensación de ceguera la
retorna a los focos hirientes de aquel casino de oficiales. Ella, joven, sonríe
a quiénes saludan respetuosa y militarmente al capitán, su esposo, para
continuar formando círculos con sus parejas, acompañando los acordes de un vals.
-¡Está solo la madre del General! El eco
abovedado del templo amplifica y repite “madre
del General”. Ella escucha pero no se vuelve, sabe que se trata del
sacristán comunicando al cura, como siempre. Oye los pasos del párroco
acercándose, divisa el vuelo de la sotana en el centro del pasillo. De reojo
observa como se detiene, se arrodilla y persigna frente a la nave principal. La
acción la obliga a evocar a su confesor, lo extraña, pero no se experimenta abandonada.
El
monseñor reconforta ahora a su hijo el General, para sobrellevar esa guerra
endemoniada que libra por la purificación de la sangre. “Tantos años y aquí los gestos no cambian”-piensa-.
El
resplandor destaca el rostro de la virgen. Es el instante, como siempre, cuando
exhuma a su hija adolescente, otra que se marchó vencida por la tuberculosis.
Allí está, pálida, con el vestido de quince años, en el cajón. Como siempre, no
se permite evocarla viva. A su lado, el
esposo comandante del cuartel, erguido frente a hombres que disimulan sus ojos
en la visera.
El
cura, ayuda a la madre del General a sentarse, el movimiento la marea. Como
alucinada repasa el piso y la cúpula en ese instante. De todas formas, comprueba
que hoy extraña especialmente a su confesor. Si lo tuviera allí, le contaría
con toda confianza y sin recelo, el episodio pérfido que le tocó afrontar esta
misma mañana con sus familiares consanguíneos. Le rogaron que interceda ante el
General para conocer el paradero de dos de sus hijos. Ella les ofreció un café.
Luego, ensayando una sonrisa devota, lanzó una hipótesis: “tal vez están en el exterior, ustedes saben como son los muchachos de
hoy en día”. Los parientes, al escucharla, se crisparon. Ella trató de
serenarlos parafraseando a su hijo:
“nadie señaló que estén muertos, ni vivos, solo están desaparecidos”. Se
guardó para sí, algo que consideraba un secreto de Estado: “Al General no había que importunarlo con cuestiones domésticas”. Los suyos, los de su propia sangre,
reemplazaron el ruego por un lamentable silencio, y casi en un susurro escuchó,
como uno desgranaba la palabra “impiadosa”.
Sabe
que su confesor, en este punto del relato, extendería sus brazos hacia el cielo,
respiraría profundamente, y por fin, exhalaría un: “no comprenden”, comprensivo.
La
anciana, no pierde de vista la representación del hijo de Dios clavado en la
cruz, adivina en ella la delgadez de su hijo. Siente que ambos materializan el
suplicio provocado por las tentaciones malignas de los hombres. “Es una lucha de siglos, y desigual” –piensa-.
Como siempre, sin cuestionarse el origen de la asociación, al ponderar las
tentaciones malignas se corporiza su nieto muerto, el hijo oligofrénico del
General. Es la prueba más dura que soportó y aprobó. “Por algo el altísimo lo designó para encauzar el destino de los
argentinos” –murmura-. Esos costos que hay que pagar, ella los acompaña
cada jornada con la oración.
Una
exhalación de luz la obliga a volver su rostro, en la semipenumbra sus ojos
tropiezan con esa pintura, que tantas veces cuando joven acarició. Esa madre
virgen, sosteniendo con su pequeña humanidad, al hijo sin vida que engendró de
Dios.
“Y aquel pariente se atreve a tratarme de
impiadosa, a mí, viuda del que fuera comandante del cuartel, madre abnegada de
mellizos y de una hija que los llevó el señor” –Integra la oración en
retahíla-.
Acaso,
se pregunta: “no fue ella, la que en los
últimos días, se acercó al cementerio local, para dar su adiós a esos dos
curitas secuestrados y muertos en la capital”.
La
gente le dio la espalda, le quitaron el saludo. Ese saludo respetuoso que le
brindaban cuando su esposo encabezaba el poder militar, y pletórico, el día que
la junta nombró presidente, a su hijo, el General.
“¿Quién es la impiadosa?”, masculla con
rabia.
De
estar su confesor, la hubiese consolado: “es
una guerra sucia, son los costos que se deben pagar para mantener unido
nuestros valores”. “Para mantener unido al régimen”, recordó que le había
dicho su esposo, el apolítico y profesional capitán, expresando su apoyo a
Uriburu, mientras caminaban entre el cuartel y la catedral.
Allí
está esa madre virgen, sosteniendo al hijo sin vida que engendró de Dios. Como
siempre, se sabe en su lugar, revelación que le llega de los primeros tiempos
como señal: la tumba en la basílica
dijeron que es de San Pedro, y la encontraron excavando. Hay que excavar, piensa,
para localizar el óbito y ponerle nombre.
El
aroma de maderas que provienen de las tallas, la tersura del ébano que limita
al sarcófago, el catafalco y la pintura del calvario, signos evidentes, de
hallarse en el hogar de la muerte.
Observa
las cariátides que sirven de carátula al corredor del campanario. La anciana se
siente segura, paradoja de vida en el centro de lo letal.
Le
llama la atención, una mujer que permanece parada en el pasillo, lleva un
pañuelo blanco en la cabeza. Piensa que es un atuendo extraño, tal vez su vista
le proporcione una mala jugada, presiente que se trata de un pañal de gasa. El
rostro le es familiar, la sospecha avejentada. Se pregunta: “¿Qué espera allí, de pie, sin la humildad
que requiere reclinarse ante el señor?”.
Un contraluz penetra por la ojiva, dibuja una
lágrima en la mejilla de la señora erguida. A la madre del general la inquieta
aquella presencia, que no es como siempre. Pasan segundos, minutos, lo
inanimado los hace parecer siglos. Por
fin, el párroco se manifiesta gracias al vuelo de sus sotanas acampanadas. Marcha
desde las sombras hacia la intrusa.
La
madre del general, observa como la mano del religioso intenta acariciar el
pañal, y como su poseedora, con determinación, la intercepta en el aire sin
dejarla llegar.
El
religioso balbucea. Con fastidio, muy clarito, reproducido por la acústica del
templo le dice: “¡Santa paciencia señora!”.
Antes
de retirarse, la mujer hunde sus manos en la pila bautismal, arranca de ella
agua y refresca su rostro. El contraluz de la ojiva centellea como una metralla
silenciosa y devota sobre la visitante. Se sabe desalojada, y erguida,
transpone el portal de la propiedad del señor para recibir la claridad del día,
de la vida.
Repican las campanas, y las palomas, en masa, huyen.
En el campanario como siempre, los cuervos sordos retozan como centinelas
fieles
Todo sucede bajo
la mirada impasible, de la madre del General.
Eduardo Wolfson