"Siempre que llovió..."
Capítulo XX
Obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson
Fueron días de gran perturbación
en la pequeña ciudad. Los memoriosos y leídos, no recordaban un tiempo de
vivencias colectivas, tan intensas en el pasado.
El
ejido urbano contaba con dos hoteles. El más antiguo, exhibía en su fachada y
recepción la pompa de su arquitectura originaria, simulando el deterioro en el
mantenimiento de sus 40 habitaciones.
Los
empapelados, imitaban frondosos jardines, opacados por el humo sin destino proyectado
por tantos pasajeros, más la grasa expulsada de los
cuerpos. El esplendor original de los alfombrados se marchitó tras las
incontables pisadas. Los baños, verdaderos salones, impactaban por la bañera, artefacto
poderoso que apoyaba en cuatro soportes fuertes, modelados como las patas de un
gran cóndor. Pero también los años y la desidia obraron aquí desfavorablemente.
Los esmaltes saltados dejaron en la superficie el óxido del hierro. Los
azulejos de las paredes, al fin, presentaron sus veteados, y puntas
desorejadas.
La
confitería del hotel, extendida a un costado de la entrada, tomaba la esquina
frente a la plaza principal y continuaba su desarrollo en forma paralela a una
avenida lateral. Todo el perímetro se cubría con grandes ventanales. En verano,
toldos de lona verde techaban la vereda, espacio de sombra y frescor que se
llenaba de gente para disfrutar en tertulia, de una cerveza y alguna picada.
La
infraestructura gastronómica se completaba con dos restaurantes céntricos
medianamente importantes, uno especialista en carnes y otro en pastas. De las
tres pizzerías, sólo una alardeaba por preparar pizza a la piedra, por lo menos
eso garantizaba un cartel luminoso muy atractivo, que exhibía fotografías
multicolores, promocionando 36 gustos diferentes.
En el
entorno de la Terminal
de ómnibus, existían algunos boliches instalados en locales muy mínimos. En sus
frentes, pizarrones indicando el plato del día y algunas posibles minutas.
Frente
al Sanatorio Community y en diagonal al edificio municipal, dos cafetines al
paso, competían, para adueñarse de la mejor parte de los médicos del nosocomio
y sus visitantes.
La
estación de ferrocarril, rezagada un poco del casco urbano, no ofrecía ningún
servicio para tener en cuenta, salvo un mostrador, conocido como “el merendero de Agapito”, que vendía
alfajores y café, muy temprano, por las mañanas, a los que esperaban el único
tren de pasajeros.
Si
existió alguna vez la idea de construir una ciudad opulenta, el proyecto se
frustró cuando alcanzó los laureles de pueblo famélico.
Desplazada, resignada a la marginación, de
golpe, la población fue sorprendida por la invasión de camiones, camionetas,
cámaras, adminículos de todo tipo y forasteros, perfectos desconocidos
deambulando por las calles y metiéndose en cualquier sitio, sin dar
explicaciones.
Los del
lugar, habitualmente inadvertidos por la pereza pueblerina, sin ninguna pista
que se los señale previamente, se sintieron desbordados por el cataclismo.
Aquel maná que comenzaba a surgir, provenía de un paisaje del otro lado de las
vías, de un accidente, de una amputación, para ellos, casi virtual.
Los
recién llegados necesitaban comer, hospedarse, pasar cables, contar con vecinos
cerca dispuestos a hablar, y salir al aire en vivo y en directo.
Algunas
mujeres con iniciativa, cocinaron empanadas, pastelitos, pastafloras o
elaboraron distintos tipos de sándwich, que sus cónyuges desocupados, salieron
a vender entre periodistas, técnicos y curiosos.
Los más
audaces, desafiando a los comerciantes legalmente establecidos y a las
autoridades del orden y fiscales, construyeron en plena calzada mesas
improvisadas con viejos caballetes y tablones. Las principales calles de la
ciudad se convirtieron en un abrir y cerrar de ojos, en un verdadero mercado
público.
Primero
fue la gastronomía casera, el café, el mate cocido y algunas bebidas gaseosas,
luego se sumaron otros rubros, como un vendedor de escaleras, otro que
alquilaba corbatas para aquellos, que imprevistamente, pensaban que podían ser
captados por las cámaras de televisión. Hubo hasta quién vendía o arrendaba
banquitos, tapizados o no, para que los periodistas descansaran entre nota y
nota, o también, los aficionados a las indiscreciones, para mantenerse
cómodamente en las esferas de su ingerencia.
Pero no
sólo habitantes de la ciudad trataron de aprovechar el veranito. De localidades
vecinas, llegaron en cantidad, reales factorías ambulatorias. Familias enteras,
amigos o simplemente vecinos, prepararon en pocas horas algún rodado para
utilizarlo como transporte, alojamiento y planta industrial.
Los
sitios codiciados para instalarse, eran las cercanías del sanatorio o los
alrededores de la plaza principal. La posesión de espacios, generó más de una
pelea, que generalmente admitía dos soluciones: la comisaría, o pactar la
colocación por algunos pesos. En las improvisadas fábricas se manufacturaban
remeras estampadas alusivas a Virginia, o camafeos plásticos que al abrirlos,
exhibían el rostro de la Virgen
y el de la niña héroe. Un artista plástico, en presencia del público, ilustraba
las escenas de la tragedia con hondo dramatismo. Cada obra terminada, era
enmarcada, por su hijo, en un bastidor y colocada a la venta.
Cuando
la gente se aglutina, no es necesario que todas las promociones sirvan de apoyo
logístico, o que las mercaderías que se ofrecen tengan que ver con el
acontecimiento que los convoca. En esta oportunidad se presentaron vendedores
de tabaco importado, de paraguas, de lencería femenina, de guantes y
marroquinería, de CD melódicos etc...
De
golpe, la ciudad se convirtió en una gran romería.
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