"Siempre que llovió..."
Capítulo XXI
Otra entrega de la obra inaudita e inédita de Eduardo Wolfson
Don
Pedro, vecino dependiente de una magra jubilación, no se atrevía a darle
crédito a lo que sus sentidos le dictaban. Se frotó las manos y luego los ojos.
-Esto
es una alucinación colectiva doña Paulina -refirió a la comadre que observaba
asombrada mordiéndose las uñas-. Y se lo
afirmo -agregó- porque en estos
últimos años como no tenía nada que hacer, ni dinero para salir, me dediqué
meticulosamente a la investigación de estos fenómenos. Le vuelvo a repetir para
que no se haga ilusiones. Sólo se trata de una alucinación colectiva.
Pero a
Paulina, no le interesaba esa sabiduría acumulada desde que el hombre
desapareció para convertirse en sombra.
La
mujer se introdujo en su casa, dejando a don Pedro filosofando solo. Al rato volvió
a salir pero muy cambiada. El hombre todavía estaba allí, tratando de
explicarle a otro cercano como funcionaba la alucinación.
Paulina
atravesó el pasillo sin que los conversadores se percataran.
Ya,
caminando por la calle, padeció temor a ser reconocida. Su cambio de atuendo,
al fin, le dio seguridad. Gracias al maquillaje y un corsé atrasó el calendario
en unos diez años. La viuda no aparentaba más que cuarenta. Unas piernas bien
torneadas y una cabellera compacta, larga y cepillada contribuyeron y en mucho,
a su proyecto. Con recato y mojigatería transitó las primeras aceras extraviada
entre la gente.
Tuvo la
sensación que esa ciudad no era la suya. La algarabía de esas personas
desconocidas a su alrededor, le produjo satisfacción.
A
medida que avanzaba sus pasos fueron haciéndose más firmes y sus movimientos
más insinuantes. No tardó mucho en escuchar las primeras groserías amparadas en
la muchedumbre. Supo enseguida, que era ella, la fuente de inspiración de los
dichos espontáneos y descarados. Estas peripecias solo reforzaron su
determinación. Envuelta en risas y en aromas nuevos, Paulina se dejó llevar.
En una
arteria atestada de puestos precarios, con luces mortecinas y parejas danzando,
abandonadas a un ritmo chámamecero, probó un choripán. En ese ambiente de
carnestolendas y feria persa, sus nalgas endurecieron frente al primer pellizco.
Contra todo lo previsible Paulina se sintió halagada.
Vislumbró
a sus espaldas un tumulto de personajes amotinados. Hilando un poco más fino,
entre ellos, encontró a su primer cliente. Primero la convidó con un whisky,
estaban parados, apoyados sobre un tablón sostenido por dos pilas de ladrillos.
Más tarde, un pequeño chubasco, los obligó a refugiarse con muchos otros, y dos
porciones de pizza, a la entrada de un zaguán.
Paulina
pensó que en una ciudad sitiada y televisada, era prácticamente imposible
poseer un sitio privado para trabajar.
Mientras
un poco de salsa y muzzarella, se las arreglaban para diseñarle una
condecoración tibia en el escote, ella trataba por todos los medios, que la
mano desocupada de él no descubra el corsé.
-No, en
mi casa es imposible, ¿Qué van a pensar los vecinos?
Paulina
sospechaba que su nueva ocupación no tenía alternativa de consumarse.
Pero a
él le brillaban los ojos, así que concluyó:
-Vamos a mi motorhome, lo tengo estacionado
a una cuadra del sanatorio.
Esa
noche, para Paulina fue especial, pero los días posteriores mucho más
lucrativos. En la puerta de su carromato, el forastero armó un escenario de
títeres para representar tres versiones diferentes, todas de su autoría, sobre
la vida, tragedia y heroísmo de Virginia. Recaudación a la gorra y ganancias
magras.
Paulina
y el extraño llegaron a una alianza ventajosa. A cambio del uso de la casa
rodante, la mujer cedía parte de sus honorarios. Él manifestó con toda firmeza:
-Si
hay negocio debe ser para beneficio de ambos.
Sin
glotonería, a pocos metros de la catedral y sobre ruedas, Paulina con un
orgasmo selló el acuerdo con el desconocido.
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