"Siempre que llovió..."
Capítulo XXXI
Obra inaudita e inédita de Eduardo Wolfson
“El fiscal general de la localidad tiene un buen pasar”,
acostumbraban a decir las señoras mientras chismoseaban en sus respectivos
círculos.
Llegó a ese cargo por vinculaciones políticas
y por sucesivos pactos, hechos casi siempre en la madrugada, entre los
políticos oficiales y los de la oposición.
Nació en la ciudad, en el seno de
una familia de comerciantes, la que logró acumular una fortuna interesante
gracias a la inflación, y merced, al amontonamiento de mercaderías obtenidas
con créditos blandos.
Sus estudios universitarios los
realizó en la facultad de Derecho de Buenos Aires. Por ese tiempo, se alojó en
un departamento que sus padres adquirieron en la capital.
Pasados unos cuantos años y con
el título flamante, decidió volver a la tierra natal, en la cual no llegó a
estrenar el estudio que sus progenitores le dispusieron. Allí quedó para el
recuerdo una biblioteca, conteniendo una colección completa de jurisprudencia,
tratados de Derecho Internacional, Códigos procesales de cada rama y por supuesto,
libros jurídicos comentados y anotados por letrados de primer orden. En la
puerta, la chapa dorada con su nombre precedido por el “Dr.” y en la parte
inferior, en relieve, la palabra “abogado”.
En realidad, el fiscal nunca fue
muy apegado al estudio y mucho menos, a la interpretación del derecho. Su
carrera, más precisamente, fue el resultado de la inercia y de poseer una buena
memoria. El descuido por cultivar su inteligencia y la ausencia de una
preparación sólida, se equilibraban con rasgos definidos de su personalidad,
como su facilidad de orador, palabras puestas en circulación a través de una
voz bien modulada y atrayente, capaz de volver magistral cualquier mensaje
mediocre.
En los
comentideros de damas de la ciudad, el fiscal era tema habitual, se hablaba de
su estampa, de su cuerpo atlético todo el año tostado, y además, de su
vestimenta impecable, compuesta por una variada cantidad de conjuntos, ambos y
trajes importados, que el profesional siempre lucía acompañados por accesorios
al tono realzando su congénita elegancia. Como muestra, bastaría nombrar una
colección interminable de corbatas confeccionadas en seda natural, las había
lisas, estampadas, bordadas a mano y jamás, recordaban las señoras de los
comentideros, haberlo visto repetir la postura de alguna.
Si
bien, todas las cuestiones concurrían a la vida del fiscal armoniosamente, en
su fuero interno, rondaba una insatisfacción casi
crónica. Sabía que algo conspiraba, para no permitirle cristalizar
efectivamente su felicidad.
Cuándo las
corrientes políticas mayoritarias decidieron elegirlo como representante del
Ministerio público, quedó tácitamente comprendido, que jamás intentaría acusar,
investigar o pedir condena, desde su cargo, a persona alguna o allegada, que
haya participado positivamente en su designación. Este acuerdo no escrito,
acotaba en forma tajante el desarrollo de su función, ya que todo expediente,
en el cual se olfateaba un ilícito, siempre figuraba un representante, un
familiar o un amigo, de aquellos que apadrinaron su cargo, por lo tanto, el
fiscal sin más remedio archivaba la carpeta, resignando resaltar su prestigio,
como hombre de ley incorruptible y necesario, para que en aquella sociedad
reine la justicia.
Enterado del evento, que involucró por un lado a
esa Virginia diminuta, despojada y desposeída, rodeada de ignorancia e
impotencia para defender sus derechos, y por el otro, nada más ni nada menos
que a la empresa privada de ferrocarriles, el fiscal sintió por primera vez un
entusiasmo verdadero. Estaba en condiciones de acusar al feroz Goliat, sin
temor a lastimar con ello, la reputación de ningún personaje de la ciudad.
Percibió que el momento había llegado, comprendió que era ahora o nunca,
experimentó, por primera vez desde que tomó el cargo público, seguridad en su
cuerpo y en sus actos. Seguridad capaz de disipar cualquier nube de temor, de
movilizarlo sin reparar en errores. Sintió crecer una nueva fuerza, que en el
horizonte y a sus pies, lo extendía en una llanura majestuosa, sin obstáculos, colmada
por un césped afectuoso que lo invitaba a retozar en él.
Sabía que para lograr resultados era necesario
construir una batería perfecta. Que no
se trataba de cualquier reo, se enfrentaba a uno muy poderoso, dueño de una
legión de defensores con reputación internacional, llenos de artilugios y
estrategias no siempre santas, compradores de testigos, propietarios de prensa
amarilla
Así que el fiscal puso manos a la
obra. Reunió a sus colaboradores, todos ellos abogados que no poseían prosapia,
ni padrinazgos. Con mucha firmeza en la voz dijo:
-acusaremos penalmente a los
ferrocarriles.
Los que
escucharon se sorprendieron, conocían a su jefe y sabían “como arrugaba”, cada vez que depositaban en sus manos alguna
carpeta de menor valía.
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