Maestro Fedor
Anteojos
negros, ciego. Su mano izquierda alargan un bigote débil, mientras los dedos
derechos, se cruzan y acarician con sus yemas, una misma miga de pan. La
sensación de multiplicar las migas, lo resuelven a tolerar desde su ceguera a
esos niños bien no queridos en ningún colegio secundario. La academia
clandestina de Fedor es el fondeadero, la última esperanza que encuentran los
padres para depositar a sus hijos inadaptados. A cambio de una escala dineraria,
los inscriptos pueden aspirar a dar libre las materias de cada año como
cualquier hijo de vecino, a obtener el favor de los profesores de las materias
más difíciles, a viajar a Venado Tuerto garantizando la aprobación. Solo para
los niveles superiores, la academia provee de ser necesario, los certificados y
diplomas, dejando al extraviado en las puertas de la universidad.
El
falansterio Fedor consta de dos grandes habitaciones sobrantes de un
departamento amplio. A
sus habitantes temporarios, se les permite fumar, hacer bochinche, apostar con
dinero, con entradas para River, o con pizzas completas culminadas en un
círculo de medios huevos duros.
Una
mesa redonda es el centro de la algarabía. Sobre ella dos teléfonos negros
inspiran respeto. Cata los manipula, sentada como una sombra eterna al lado del
viejo profesor. Es su lazarillo, esposa, y buchona. Detrás de un rubor
encendido sonríe callada cuando pesca una fechoría menor. Y si la picardía es
grande, suelta un murmullo en el oído de su esposo. Para no aburrirse, con una
de sus manos, se empeña en planchar y dar forma a un rulo negro sobre la sien.
Fedor goza bautizando con sobrenombres a sus
provisorios discipulos.
Con la complicidad de Cata, los más tratan de
dar la lección con el manual abierto. El viejo es ciego pero no estúpido. Deja la miga, escucha la lectura, hasta que su
mano libre repta sobre el hule de la mesa hasta alcanzar los bordes del libro.
Sus dedos atenazan al texto, lo cierran y lo atrae hacia su cuerpo.
“muy interesante-dice-, ahora quiero escucharte sin el libro”.
Los más se quedan mudos, sin libreto. De golpe
se acaba el alboroto. Se trata de un minuto sin putear, sin apostar, sin
regodearse con la foto de un minón desnudo. Es el silencio que lo invade todo,
y la inmovilidad, que se apodera de lo que vive. El viejo Fedor es el
protagonista de la escena, mientras que el rey de los estafadores del momento,
se transforma en un pequeño cordero de dios. Todos conocen lo que sigue, las
manos del viejo tantean sobre la mesa y encuentran uno de los tubos de los
teléfonos negros, le pide a Cata que dizque el número del padre del imputado.
El simulador entonces, mediante imploraciones y llanto, trata de quebrar
aquella comunicación, que de lograrse, podría retenerlo todo un fin de semana
en su cuarto, con la única distracción de una revista pornográfica desactualizada.
La puesta en escena no asegura nada, los resultados dependerán exclusivamente
de donde se pose el fiel en la escala del embolómetro del viejo. Si el embole
marca saturación, el retorno es imposible.
Sin embargo aún existe el milagro. Se trata de
un “Hola profe”, lo dice Mónica. Su perfume precede al saludo sensual,
disolviendo la tensión reinante por la posible decapitación. Todos se regodean
y la comen con los ojos. Pechos parapetados en la blusa entallada, que les deja
como obsequio esa cola con forma de pera en el estuche de jean. La mejilla
rosada, flácida y colgante del viejo Fedor es la que recibe el beso de los
labios carnosos sin rouge de la modelo. El profesor sonríe, sus manos sin
migas, sin teléfonos y sin libros, se entretienen con el tacto de las formas
anales de la alumna preferida.
Cata sonríe y se acaricia el rulo. Mientras
tanto, las palmas de Fedor, disimulando un Parkinson incipiente, trepan y
tiemblan, semblanteando la espalda, para descansar por fin en el frente,
retozando en las mamas erguidas de Mónica.
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