Emilio
Otro personaje de la novela inédita
"Comesandwich"
Portador de una delgadez quijotesca, el perfil de una moldura decorativa.
Refugiaba su timidez en un traje con chaleco de buena hechura, gastado y
brilloso de tanto pasear por él la
plancha. Emilio descendía de una familia
patricia, de esas que en tiempos de la liberación colonial acaudalaron inmensas
fortunas y leguas de campo, gracias al contrabando, a la pulpería, o a pasearse con el ejército arrancándoles a los
indios su productivo "desierto".
Emilio heredó el apellido,
la propiedad compartida de una bóveda en el cementerio de la Recoleta , en la que se
alzaba en mármol la figura del fundador de la dinastía, su tatara-abuelo
Salvador María, y una escritura, confeccionada a mano en el siglo XIX, de unos campos que ocupaban parte de lo que
hoy es territorio perteneciente a provincias argentinas y estados
brasileños.
Si Emilio alguna vez
sufrió, o se sintió feliz, o estuvo enamorado, o en desacuerdo con algo que le
sucediera o sucedía, sus conocidos lo ignoraban. Siempre sonriente, pulcro, con
gestos extraídos de la sociedad más aristocrática, no se permitía transparentar
sentimiento alguno. Emilio sabía inglés pero prefería recitar en francés.
Ningún tema de conversación le era ajeno, filosofía, historia y arte, su
predilección.
Se manifestaba con erudición
de cortesano. Su linaje habitaba condecorado por gobernadores, diputados,
hombres de campo, y algún soldado. Gente preparada para ser servida y
apetecida, convencida que la
reproducción eterna de la pampa húmeda, era su privilegio del ocio.
Hasta mediados del siglo
XX, la estirpe continuaba apareciendo en sociales de la Nación , comunicando los
acontecimientos importantes: "un viaje a Europa, el casamiento del hijo
del general con la hija del ministro, una misa en recuerdo de la tía mariquita,
la abuela Felisa guarda cama, asistieron a la fiesta campestre con vestimenta
adecuada a la ocasión.... "
La madre de Emilio fue la
primera mujer en conducir su propia voitturé en el país, el padre, de los que
gustaba tirar manteca al techo en los cabarets de París. Los hechos sucedían mientras
el abuelo hipotecaba campos, costumbre de época.
El hidalgo tirador de
manteca murió un día sin un céntimo, tal vez resbalando sobre el último pan que
envasó Sancor. La dama, enterada de lo acontecido a su esposo, quedando sin
fortuna visible, no envolvió más su cabellera en el viento, y abandonó su
convertible en un monte pío. Desde entonces, se dedicó a catar las más diversas
bebidas, primero importadas, luego nacionales y más tarde, las destiladas en
alambiques caseros que habitaban los más sórdidos parajes. El delirium tremens
la eyectó de la vida.
El piso de la Avenida Alvear se
fue debilitando, palideció hasta lucir progresivamente anémico. El sol que
penetraba por sus grandes ventanales, sin que nadie lo advirtiera, se volvió
una pátina plomiza en espacios que históricamente, majestuosos, sostenían la
cúspide del abolengo familiar.
Once años disimulando la
quiebra. La creatividad ayudó a Emilio, su hermana y hermano menor, a
sobrellevar la decadencia. Vendieron, una a una, las firmas importantes que
ambientaban las paredes de los salones. Un destino pignoraticio también encontró
los jarrones de las diferentes dinastías orientales, las alfombras persas, los
gobelinos, las primeras ediciones, artísticamente encuadernadas, de obras
prestigiosas. Al principio, se ocultó el desmantelamiento, los originales
fueron reemplazados por reproducciones, los pisos por encarpetados con
alfombras sintéticas recurriendo al pretexto de la modernización y los libros
faltantes, con una utilería, consistentes en un bastidor rectangular de madera
balsa forrado con cuerina, imitando los lomos de una colección. Con el fin de zanjar
las preguntas indiscretas por la ausencia del mobiliario valioso en los
salones, colocaron una escalera de tijeras, abierta en el centro de la
recepción, acompañada por tachos de pintura chorreante y unas brochas
esparcidas por el piso, fingiendo una refacción.
La servidumbre cobraba sus
salarios atrasados con algunos objetos que sabían reducir en la calle Libertad, algunas estatuas de menor valor que encontraban
en el jardín de invierno. A esta altura resultaba imposible cubrir el
deterioro.
Después llegó el remate
del piso, lo que se sacó por él no llegó a cubrir las deudas de expensas e
impuestos.
Emilio y sus hermanos
tomaron diferentes caminos.
El varón segundo de una
familia de reconocida prosapia, en otras épocas, frente a la orfandad y el
desamparo, contaba con dos opciones igualmente venerables, convertirse en
soldado o en sacerdote. Pero era la década del 70. Enamorado de los uniformes,
el hombre con buen tino, eligió ser agente de la policía federal. Este no fue
el caso de la hermana, que sin ser hermosa, ni estar preparada para ser una
secretaria privada, administrativa o simple recepcionista, eligió explotar su
apellido, cobrando por aparecer en el staff de publicaciones de dudosa
honorabilidad, con el único objeto de darles lustre. Esta primera actividad,
fue el inicio de una carrera meteórica, utilizando su apellido como estandarte
en el frente de batalla.
Para Emilio, encontrar su
lugar en el mundo fue más crítico, como hijo mayor, adhiriendo a esa filosofía
tan particular en la que creció (un positivismo feudal, fisiocrático y
liberal), en circunstancias normales, tendría que heredar y administrar los
bienes de su estirpe. Pero de todo aquel esplendor solo le quedaba su
presencia, aquella mirada de júbilo por lo europeo, su desdén aristocrático por
las manifestaciones populares, su menosprecio por aquellas expresiones que
escuchó: "hay que ganarse la vida", "el trabajo es salud".
El primer día recorrió las calles, indefenso, era casi un sonámbulo
imposibilitado de tomar conciencia de su actitud. Llevado por una nebulosa
desembarcó en un hotel, que presentaba a la prensa un nuevo destino caribeño
En la recepción unas
señoritas muy agradables, pedían a los asistentes que identifiquen al medio de
comunicación que representaban, señalándoles una canasta para depositar la
tarjeta personal. "Represento a Editorial La Rochela ", dijo
espontáneamente Emilio, mostrando su enamoramiento por lo francés y por los
sucesos de aquella revolución de 1789. Acto seguido, puso una tarjeta personal
en la mano de la interrogadora, en ella figuraba solo su primer nombre acompañado
por María, sello repetido en su casta, proveniente del famoso tatarabuelo que
hoy toma fresco, en el mármol esculpido de la Recoleta y por fin, su
lujoso apellido.
Eduardo
Wolfson
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