Por Eduardo Wolfson
Caminaban alrededor de la plaza, como la mayoría de los enamorados lo
hacía habitualmente en los atardeceres pueblerinos. Ellos daban cuatro vueltas
exactas. Como otros, ocupaban algún banco debajo de un árbol frondoso, a
diferencia de los otros, era siempre el mismo banco. Se contemplaban durante
quince minutos, ni uno más ni uno menos. Benito, consensuó con Norma, que ese
era el tiempo socialmente necesario para experimentar el placer que
proporcionaba el amor, sin ejercerlo. Los otros aguardaban la sombra protectora
de la noche, para que sus manos inquietas, puedan hurgar con cierta
tranquilidad debajo de los vestidos, dentro de las braguetas, y adquirir un adelanto
de esas formas impactantes productoras de taquicardia y ansiedad, con la esperanza,
que aquel conocimiento táctil concluyera alguna vez con luz. Benito y Norma, en cambio, se
despedían en la entrada de la casa de la novia, con un beso en la frente por
parte de él y un suspiro de ella, en el cual esfumaba siempre la misma frase: “he pasado una tarde maravillosa”.
Benito estudiaba geografía. Algunos intuían que su elección, respondía a
que era la forma de conocer el mundo, sin moverse de su sitio. Pero él, no se
cansaba de repetir que su compromiso era el fruto de su atracción por la
regularidad contenida en los mapas de isobaras e isotermas.
Norma, asintió ser novia de Benito un sábado de invierno después del
pedido formal. Ambos ocupaban la mesa de una confitería desolada, cuando a las
15 hs. tuvo lugar la declaración. En ese mismo acto, Benito entregó a Norma el
duplicado de un escrito con los compromisos que a partir de aquella fecha
contraían. En la primera acción, rozaron las palmas de sus manos. A la futura
esposa, según sus biógrafos, se le ruborizó las mejillas, en cambio, Benito se
vio impedido de dibujar la sonrisa muchas veces ensayada para ese momento,
debido a su estreñimiento pertinaz, que si bien era una molestia constante, en
las horas álgidas se tornaba insoportable. Presa de un temperamento irreparable,
para explicar su actitud incierta, solo atinó a señalar a su compañera el
cuarto ítem del capítulo, titulado: “Virtudes y defectos del futuro cónyuge”.
Norma asombrada, observó el rostro crispado de Benito, sus dientes apretados,
la piel más amarilla que de costumbre resaltando la transparencia en sus
pómulos y escondiendo sus pupilas negras en fosas sin párpados. Bajó la vista y
leyó en voz alta: “Benito Casafuentes
Terrada, declara que es un hombre saludable y viril. Pero que a pesar de dichas
cualidades no puede superar una constipación que acarrea desde los días de su
infancia, provocándole un humor estructuralmente desagradable, siempre en algún
momento del día”.
La palidez de Norma ocultó su turbación. Pensó que aquel hombre que
sería su esposo, creería que su mudez reflejaba la expresión de su desazón.
Pero no se trataba de disgusto o mortificación por lo que acababa de conocer. En
realidad, sus palabras ausentes eran la contra cara de la vergüenza. Su
intención era consolar a Benito, indicarle que su dolencia no significaba nada
para la relación que estaban construyendo, pero su recato le impedía encarar
con franqueza, sin el riesgo de caer en la indecencia, aquella dolencia, que
tenía su origen en la profundidad del ser que amaba, pero que recién conocía.
Si se hubiese tratado de un sarpullido pensó, algo superficial, no dudaría en
bordar sus oraciones con capullos que disuelvan nubes dejando un cielo diáfano
para los tiempos venideros. Pero lo escrito no dejaba dudas: era constipación
severa. Norma se preguntaba, ¿cómo hablar del hecho sin nombrar los intestinos
del novio nuevo? ¿Cómo referirse al tema, sin aludir directamente al estorbo de
las evacuaciones del vientre? Sentía que todavía era muy pronto para tener la
confianza de interrogar acerca del régimen normal de comidas, de la densidad de
la materia fecal, de la falta de dilatación anal, y mucho menos, ponerse a
analizar los posibles métodos artificiales, necesarios cuando los naturales
fallan.
A pesar de todo, Norma se recompuso. Contuvo entre sus manos una de
Benito, y suavemente acotó: “cuando
mañana nos encontremos, yo te daré por escrito mis virtudes y defectos, así
respondo a tu sinceridad con el mismo calibre”.
Benito ansioso, esperó a Norma a la salida de su trabajo. Ella enseñaba
dactilografía en una academia superior de secretariado. El muchacho era un
manojo de huesos largos y frágiles, envueltos en una piel olivácea, que
deslucía un traje gris de confección. La vio descender las escaleras con otras
profesoras del instituto. A él le gustaba la forma de vestir de Norma. A pesar
del verano, usaba polleras medio acampanadas y largas más allá de la
pantorrilla, que acompañaba con medias blancas y un par de zapatos modelo
Guillermina. Cubría su torso con una blusa negra de mangas largas. Faltando dos
escalones para el encuentro, Benito le extendió su mano derecha atrayéndola
suavemente. Norma devolvió su gentileza con una gran sonrisa. Después llegó el
beso en la frente de ella, y más tarde, un sitio apartado en la confitería,
pero a la vista de todos. Debajo de la mesa y cubiertos por el mantel, el
ropaje de ambos, a la altura de las rodillas se rozó, encendiendo una llamarada
en sus rostros. Norma extrajo de su maletín una pequeña carpeta de cartulina
color verde mar y se la extendió. Benito pudo visualizar el título: “Virtudes y
defectos de Norma Montemayor”. Antes de abrirla, miró el rostro de su
compañera, cuyos ojos cobraron un brillo inesperado, observó que sus labios se
encastraban descargando con nitidez una línea medio violácea. Disimulando su
impaciencia, abrió lo más lentamente que pudo el documento y leyó con la vista:
“declaro que soy una mujer saludable y de piel muy blanca. Pero que a
pesar de dichas cualidades no puedo superar la pelambre negra que ataca mi
cuerpo desde los días de mi infancia. Por haber apelado a los más disímiles
tratamientos, hoy me cubre una mata cortante como alambre de púas, que me provoca
un humor estructuralmente doloroso, sobre todo en el baño diario”.
Con la cabeza gacha, sin expresar emoción alguna, Benito introdujo la
carpeta en su portafolio. Al enfrentarse nuevamente con la mujer elegida, notó
que las mejillas de esta habían enrojecido. Permaneció callado, en realidad
trataba de que su aspecto no delatase el advenimiento de los síntomas trágicos
de la constipación. Norma, interpretó la actitud de su compañero como un
rechazo a su confesión impresa. Con lágrimas asomándose ya a sus ojos, huyó
hacia el baño.
La primera angustia, debida a un mal entendido, fue desapareciendo como
arena entre los dedos. Benito esperó a Norma, al día siguiente a la salida de
la academia, con un conjunto de rosas amarillas. Así comenzaron a concretar
aquel diseño previo para desplegar sus vidas en pareja.
A pesar de sus estrechos ingresos, pudieron alquilar un pequeño
departamento con patio. Adquirieron en cuotas, muebles sencillos y
convencionales. Para el dormitorio, según lo estipulado previamente, eligieron
dos camas de una plaza y una mesa de luz para separarlas. No hubo fiesta de
casamiento y tampoco luna de miel, pero sí la ceremonia religiosa en la
mismísima catedral. Norma, para la ocasión, se cubrió con un vestido enterizo
que junto a varias enaguas subterráneas, cubría desde su cuello, el resto de su
anatomía. Benito la acompañó con un chaquete alquilado.
Los primeros meses del matrimonio transcurrieron según lo descrito en
los escritos asumidos. En las mañanas hábiles, después de un desayuno en el
cual prevalecían bizcochos con harinas de salvado y frutas de estación, Norma
partía hacia su trabajo, y Benito ocupaba el baño, para meditar en soledad y
ahuyentar, de ser posible, su singular éxtasis fecal. Frecuentemente, en esta
instancia, frente al espejo profería un aullido que se apagaba, cuando su
cuerpo frágil, apoyaba la piel gastada de sus nalgas doloridas sobre el inodoro.
Luego concentraba sus pocas fuerzas para aguzar los movimientos peristálticos,
y cumplir con las progresiones del contenido gástrico e intestinal hasta la
expulsión por su diminuto orificio anal. Más tarde, si sus esfuerzos eran
compensados con un resultado positivo, lo cual no siempre ocurría, se
recuperaba escuchando una grabación de la oda a la alegría y jugando un
solitario juego de damas. Todas estas ceremonias, eran ejecutadas rigurosamente
hasta llegar el mediodía. Su almuerzo, consistía en una alternancia de
ensaladas condimentadas únicamente con aceite de ricino.
Fue el primer viernes santo, el que trastocó la rutina. Norma quiso
aprovechar el feriado para enrubiar sus pelos, que como lianas selváticas, se
expandían por toda su anatomía. Para lograr su objetivo, la muchacha, compró
con anterioridad varios paquetes de amoníaco, y el doble de agua oxigenada. Se
proponía mezclar en esas cantidades las sustancias, respondiendo a una
tradicional formula para aclarar bellos. Benito, sin reparar en el feriado, se
posesionó del baño en la forma habitual. En el patio, Norma con un pincel,
embadurnó brazos, piernas y tórax con la sustancia cosmética, y utilizando un
rodillo, también cubrió con ella su espalda.
Benito, ya había aullado en el espejo, y sin ofrecer resistencia, su
cuerpo deslucido cayó sobre el inodoro. Norma, mientras tanto, embadurnada con
la misteriosa mezcla, debía permanecer como una estatua durante quince minutos
bajo el sol. Benito se percató de la cercanía del primer movimiento peristáltico
de sus intestinos. Si bien pasó casi desapercibido, una mueca placentera se
dibujó en sus labios, intuyendo que el principio suave de la acción, anunciaba un desenlace estridente. A Norma,
no la asombró sentir la primera picazón, fue advertida de que eso sucedería. La
recibió con la entereza propia de su género. Benito aguardó en silencio
absoluto la presentación del segundo movimiento, tenía perfecta conciencia, de
que el suyo, era un estreñimiento esencial, que de tanta convivencia terminó
por convertirse en una compañía fiel. Cuando advertía a su alrededor otras
vidas insaciables como barriles sin fondo, experimentaba que aquella compañía
se convertía en genuino orgullo. Norma inmóvil miraba su reloj, habían
transcurrido diez minutos, en cinco más tendría que correr hacia la ducha y
enjuagarse con agua caliente, para evitar las erupciones lacerantes, que en ese
tiempo, corporizaba la sustancia a la piel. Benito, concentrado en su tarea,
logró una primera tensión de su musculatura para colaborar con las
contracciones futuras que presentía. Norma comenzó a girar lentamente, un poco
para tratar de disimular el picor, y otro para que el sol no deje de rozar ningún
punto de su cuerpo. Benito intentaba distraerse para no considerar el
advenimiento de los espasmos intestinales. Pensaba en la influencia de su
inhibición psíquica frente a la necesidad perentoria de defecar. Se consolaba,
sosteniendo que su perturbación, no era otra cosa que un gesto de civilización
en relación a las convenciones sociales. El reloj de Norma marcó tiempo
cumplido. Cada minuto le pareció un siglo transcurrido. Le costó mover las
piernas y lograr un paso rápido. Benito sufría, pero al mismo tiempo se
deleitaba, sintiendo la progresión lenta de su contenido intestinal con destino
al orificio expulsor. Norma desnuda, embadurnada y ardida, prácticamente se
estrelló contra la puerta del baño. Benito acusó la onda expansiva del
estallido en pleno proceso y se desconcentró. Norma, con sus manos, golpeó con
intensidad la puerta, mientras observaba en sus brazos la aparición de pequeñas
vesículas en erupción. Benito, sorprendido, sintió que la dirección de su onda
contráctil se había invertido. Norma gritó el nombre de su esposo inundándolo
en su propio llanto. Benito no contestó al ruego, ya que el interrumpido
progreso de sus retortijones le provocó un dolor paralizante. Norma en cambio,
conmovida por el crecimiento de ojos de volcán sobre su pelambre, ahora rubia,
emitió la primera palabra insultante: “¡Constipado!”, gritó. Benito, aturdido
por el cambio súbito de su rutina no pudo reaccionar. Norma, aterrorizada
porque sabía tapados sus poros de excreción de las glándulas sudoríparas gimió
un segundo insulto: ¡”Estreñido!”. Benito abrió su boca, pero no para
contestar. Advirtió que su desconcentración, no solo causó dolor y cambio de
recorrido en sus contenidos. Ahora se encontraba en presencia del advenimiento
del vómito. Norma, ante la falta de respuesta y temiendo por la salud de su
termo dispersión física, rasgando con sus uñas la puerta, casi exigiendo
misericordia le salió su tercer improperio: “¡Obstruido!”. Benito intentó tapar
con papel higiénico sus emisiones espontáneas, pero los vapores del amoníaco no
le permitieron completar la tarea. Vomitó una vez más. Norma, desesperada,
observó y sintió la transformación de su cuerpo. Entre la mata de pelo aparecieron
claros de regiones tumefactas. No supo de donde sacó fuerzas para completar el
alarido: ¡”Retrasado!”. Benito, hecho un ovillo sobre el papel que ocultaba en
parte sus inesperadas expulsiones trató de responder, pero sus maxilares
extenuados, frente al paisaje que ofrecía ese aparato digestivo, desorientado
primero, y estancado luego, no le dejaron fuerza para la modulación. Norma se
percató de que nuevas formaciones invadían sus miembros y su rostro, originados,
tal vez en sus conductos excretores de sebo, pensó. Se sintió un monstruo,
entonces berreó: “¡Taponado!.. Abrí”. Benito, no hallaba consolación para su
estado. Se sabía una piltrafa, pero el insulto de su compañera lo indignó,
hasta tal punto que sintió crecer en su laringe un conjunto de sonidos
acumulados desde hace rato, que músculos propios y extraños expandieron, entonces bramó :
“¡Peluda!”.