La pata de
conejo
Horacio sintió
escalofríos. Se trató de un mal sueño, pensó. Se concentró, aspiró y exhaló,
luego colocó su pie derecho en la chinela, y se relajó como todos los días,
contando las aberturas de la persiana, 35 hendijas. Más tranquilo, sacó del
cajón de su mesa de luz la pata de conejo, rozó su piel gastada por tantos años
de caricias, y recordó a Emilia diciéndole con sorna que era hora de cambiarla.
“Las mujeres no entienden nada” pensó.
Desde la guerra, la pata de conejo fue
la compañía de sus trances más duros. Aquel
día el capitán, siempre solemne, les habló casi familiarmente: “Muchachos ustedes son hijos de la patria,
pero también pueden ser mis hijos, y mis hijos no pueden ser otra cosa que
ganadores, sobre todo cuando se trata de conquistar, lo que por derecho nos
pertenece”. Que frío el de aquella madrugada, miraba a sus compañeros,
tratando de entender por qué aquella despertada intempestiva. Formaron frente a
los camiones. Con ojos escarchados, recibió de su jefe la pata de conejo
sostenida por una argolla. “Te acompañará en todos los momentos, ella será tu
mejor arma, te sentirás abrigado y protegido en los momentos álgidos,
acariciando con honor su pelo brilloso.
Te la doy a vos porque sos el único rubio de la compañía”. La pata
en su palma fue un traspaso de energía. Antes de retirarse, el capitán, casi en
un murmullo le dijo: “Te va a traer
suerte, (y agregó imperativo) sino, el
soldado la muerde sin asco”
Horacio, quedó en Comodoro
Rivadavia contabilizando los enseres que llegaban al depósito. Sus compañeros,
en cambio, los morochos de su capitán, corrieron otra suerte. Muchos murieron
en combate, y los que quedaron fueron suicidándose año tras año.
Horacio
tenía la certeza que aquella pata era poderosa, aunque Emilia no dejaba de
recordarle que en algunas ocasiones le había fallado. Esa mujer, nunca
entendería que cuando no funcionó, era porque extrañaba el aire libre. Fuera de
la realidad, para la pata de conejo, los sucesos producidos no existían. En
cambio, adosada a la argolla, al lado de las llaves, sus efectos eran
prodigiosos.
Emilia le
echaba en cara la luna de miel perdida. La noche del casamiento, con unas copas de
más, Horacio dejó la pata de conejo en el smoking alquilado. Estaban en la sala
de embarque cuando notó la falta, Emilia imaginando la nieve, las montañas, el
jabalí ahumado, las noches frías con
luna llena y la piel ardiente, no tuvo en cuenta el aspecto de su flamante
marido, blanco como un papel. De pronto, Horacio vociferó incesante: ¡La pata,
la pata, la pata! Y abandonó apresurado el aeropuerto, perdiendo para siempre
el viaje tantas veces planeado
La
explicación a Emilia sobre su actitud, fue sencilla: “solo se trató de un susto, llegué a tiempo para rescatar mi pata,
apenas segundos antes que el smoking entre en la tintorería. Recuperarla, evitó
que mi vida quede trunca por un infarto masivo”.
Solo dos
personas en el mundo, conocían el affaire de Horacio con su pata de conejo,
Emilia que sufriendo guardaba el secreto, y su amigo de la infancia, Leopoldo,
que cada atardecer lo esperaba en el bar. Horacio, antes de sentarse,
desprendía el llavero, con su correspondiente pata de conejo, y lo depositaba
sobre la mesa.
Leopoldo,
miope, se destacaba por sus lentes de aumento, sostenidos por un marco oscuro
muy grueso. Detrás del bigote poblado, asomaba su dentadura, pequeñas perlas,
gotas de sonrisa, que destacaba, porque su amigo acariciaba la pata junto a la
ventana, cuando pasaba una monja, o alguna carroza mortuoria, Leopoldo aspiraba
profundamente su pipa y gozaba la escena. Luego, con voz grave, construyendo
letanías, largaba frases: “Ser un ganador
fatiga…” Horacio como volviendo de un desmayo, contestaba tratando de
herir: “Claro el señor prefiere que las
siete plagas de Egipto lo invadan, lo pulvericen, antes de realizar un
esfuerzo, y poner en acción el antídoto”. Leopoldo recibía los reproches con
placidez, y sus perlas dentales, inconmovibles. La pata de conejo en el borde
de la mesa, un café chorreado por el temblor de las manos de Horacio, el
periódico del bar sobre la silla vacía y la pregunta de Leopoldo: “¿el antídoto es la pata de conejo?”. Horacio
producía solo un gesto afirmativo con la cabeza. Leopoldo estiraba su brazo
izquierdo, hasta alcanzar un perchero adherido al marco de la ventana. Extraía
una gorra cuadrillé: “a esta hora no solo
me cubre la calvicie, sino también los rigores del invierno”. Horacio,
giraba su rostro hacia el interior del bar, volviendo a cobijar la pata de
conejo, como si se tratara de un pájaro herido. “Y ahora que viste?”, lo interrogaba Leopoldo. Horacio encogía sus
hombros intentando achicarse, con voz temblorosa respondió: “Se cruzó el gato negro”. Leopoldo pidió
la reposición de los cafés y comenzó a limpiar su pipa. Una ráfaga pasó entre
las puertas abiertas, dejando apenas un fresco modesto. “Lo dicho: ser un ganador fatiga”.
Anochecía,
el sol dejaba su recuerdo en sombras. Horacio mezcló el temor con la ira: “Te molestan los ganadores como yo, los
rubios”. Leopoldo mantuvo en silencio su intriga, y solo contestó: “La hora de la espada es cíclica”. Horacio no comprendió o no
escuchó y prosiguió angustiado: “Para que
sepas, mañana debo firmar el gran contrato. Todo está estudiado. Y tenés razón,
me he fatigado buscando que no haya falla. Hace meses que vamos corrigiendo el
texto, eligiendo lugar, fecha, hora y hasta el color de la tinta para la firma”.
Leopoldo tomó un sorbo de su café, los dedos de su mano derecha alisaban su
bigotes. Grave y monótono preguntó: “¿Si
está todo hecho, por qué los nervios?”. “¿No ves
que se cruzó el gato negro?” Horacio, se sabía excluido del ocio, sentía
bronca y envidia contra Leopoldo, quien nunca tuvo necesidad de inventarse un
tiempo para cumplir con algo, pero que antes de atravesar las extensiones del mundo,
prefería proclamarse su exiliado. “¿Y la
bondadosa pata de conejo no neutraliza la presencia maligna del gato negro?”, lanzó
la pregunta Leopoldo elongando sus hombros. Horacio frunció el ceño formando
surcos y lomas semejantes a los de una huerta montañosa: “La pata está viejita, me lo dijo Emilia en su momento y yo no la
escuché. Además, de tanto acariciarla se la ve como gastada, ¿La ves, ha
perdido su brillo, y no sé si también su fuerza?” Callado, columpió a la
pata dando a sus manos forma de cuna. El brillo de sus ojos preludió un
caudaloso llanto. Las lágrimas las secó con una servilleta de papel que le
alcanzó Leopoldo. Atormentado pidió consejo: “Sí compro una nueva, te parece ¿Qué podrá darme tantas satisfacciones
cómo las que me dio Kiti?”. Leopoldo un poco aburrido, casi como prestando
la cara a la situación, se experimentó sorprendido, y preguntó: “¿Quién es Kiti?”. Él contestó con
fastidio: “Kiti es mi patita. Tantos años
junto a mí, desde que me salvó de Malvinas, y no sabés ¿qué mi patita se llama
Kiti?”. Leopoldo encogió los hombros, se quito los lentes y frotó los
vidrios con servilletas de papel. Horacio lo observó, revistó la indumentaria y
el rostro de su amigo, y a manera de conclusión indicó: “Ahora me explico porque te dicen el desconectado”.
A Leopoldo,
la palabra desconectado lo sacudió. Un mal gusto apantanó su sistema digestivo,
se sintió mal por primera vez en mucho tiempo. Desconectado, a pesar de su
significado, lo enchufaba al mundo con los vivos. Aquel amigo nervioso, eléctrico,
inútil sin su pata de conejo, sin querer, le demostraba su existencia como
ejercito de Reserva, en esa triquiñuela de fauna tan diversa. Se veía asimismo
como un repuesto almacenado, que en cualquier momento, podría ser quitado de su
estante, despojado de su caja protectora, y obligado a girar entre esos
millones de rueditas, aprendiendo el valor de los semáforos (avance, atención y
pare). Participaba del mundo de los vivos, ese en el que se cruzaban los gatos
negros y necesitabas imperiosamente patitas de conejo para neutralizarlos. En
el mundo de los vivos la distracción es fatal. No hay que olvidarse del service
periódico de la patita de conejo, y mucho menos, de pagar las cuotas, que
después de cincuenta, o en caso extremo, gracias a una licitación, te la
reemplazan por el último modelo, lleno de fuerza, vitalidad, energía. “Me parece que tu esposa tiene razón,
pasaron muchos años, tendrías que probar cambiarla por una cero kilometro”
Horacio recordó
a ese capitán que se la entregó por ser el único rubio, sin echar en saco roto
las palabras que pronunció: “Te va a
traer suerte, (y agregó imperativo) sino,
el soldado la muerde sin asco” Esa tarde, en el rutinario encuentro con
Leopoldo en el café, comprendió que le quedaba un mandato por cumplir, aquel
contenido en esa frase. Emilia llegó corriendo, con la lengua atropellada, dejó
sobre su esposo y Leopoldo: “Me avisaron
que el contrato fracasó y estoy embarazada”. Leopoldo optó por colocar
tabaco en el volcán de su pipa, el gato negro entró en el bar, cruzó en
diagonal las patas de la mesa y saltó sobre la tabla. Horacio se abalanzó sobre
la pata de conejo, y ante el maullido histérico del felino, la mordió. Solo se
escuchó un crac que liberaba el cianuro, Horacio, cayó muerto envolviéndose en
el piso, lanzando una espesa espuma blanca. Emilia huyó sin pronunciar palabra.
Solo Leopoldo aireando su pipa, y como para él, expresó: “Murió como una sirvienta”
Eduardo Wolfson
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