El micro se detuvo en la madrugada, a ambos lados de la ruta
se veía campo. No quedaban pasajeros, era el único. El chofer, una presencia
fantasmal encogida de hombros. Descendí, me sostuve en el paisaje mientras el
ómnibus se desdibujaba. Después llegó el silencio, calladito el silencio. Sin
embargo, mudo me envolvía. Tuve ocasiones parecidas, pero en ellas el silencio
traía un mensaje. Sin temor a equivocarme, estoy seguro que en esta oportunidad,
él fue el mensaje. Caminé hacia el este, avancé por los surcos de un campo
cosechado. Niebla y rocío me escoltaron. Pensaba que muy pronto, la mañana me
toparía con los medanos, y luego llegaría el rugido del mar. Traté de recrear
el paisaje estival que había conocido seis meses atrás, ansiaba reencontrarme
con la piba que pasó días y noches junto a mí, a principios de ese año en la
villa balnearia. No podía recordar su nombre. Inundado por el alcohol, las
cosas que me importaban flotaban en el etilismo. Puede ser que no supiese su
nombre, o que no me lo haya dicho.
Convencido que el
cambio de estación lo muda todo, creí posible rescatar aquella historia perdida,
de la época que mi inconciente nadaba en un tonel de vino. Vana ilusión de un
ebrio acariciándose con el delirium tremens. La calle principal de la villa me
atacó vacía, sin embargo el viento marino abrazaba mi campera. Di varias
vueltas al echarpe y descendí hasta mis orejas el gorro de lana.
Me desplomé sobre una tarima de madera, balcón de una
confitería cerrada. Casi derrotado pero sobrio, cosa que no tengo muy clara
como ocurrió, ya que sucedió durante el mareo de la embriaguez, me acurruqué
debajo del alero de la entrada. En posición fetal la descubrí, froté mis ojos
miopes como tratando de sacar la trama cuadriculada que solo yo veo. Cruzando
la avenida estaba, lucía el mismo jean que las tinieblas me permitían recordar
y una cabellera lacia que cubría su espalda. Mis huesos entumecidos no
respondían mis ordenes, las de enderezarme como un atleta por ejemplo, realizar
una corrida y alcanzarla, mostrándole una sonrisa llena de dientes blancos,
unos labios enrojecidos, brillosos por la humedad del paseo de la lengua, y la
misma lengua recibida por su boca, deseosa de mi cuerpo. Mis huesos
entumecidos, doloridos me desobedecieron, y sin fuerzas para colocarlos en su
carril, me preparé para gritar su nombre, y entonces sí, ella correría hacia mí,
apasionada, y me abrigaría en su aldea yerma. Pero recordé que no sabía su
nombre, o que lo había olvidado. Recordé que no recordaba. No pude evitar
entonces que un paquete de impotencia se coloque en mi garganta. Un velo marino
se elevó desde la calle, parecían vagones deformes de tren huyendo hacia la
salida del pueblo. La formación se convirtió en una frontera provisoria,
distanciando mi visual del escaparate que ella miraba tan atenta. Al
desaparecer la bruma solo pude volver a ver el escaparate vacío, ella se había
marchado.
Tristeza y alegría me penetraron al unísono, una vez más la
había perdido, cierto, pero tenía la certeza que caminaba por esas calles
solitarias fuera de temporada. Como un ovillo, agazapado en el marco de la
puerta y afiebrado cerré los ojos, creo que fueron segundos o años, la
calentura no le daba permiso a mi razón para tener certezas. Cuando los abrí,
creí que había retornado. Allí, junto al vidrio del escaparate me impactó parte
de su espalda descubierta, lechosa, con algunas marcas casi tiza. Su pelo lacio
convertido en rodete derivó de un pelirrojo cobrizo a un zanahoria. Sus piernas
habían desaparecido en un par de borceguíes como los que se usan en la guerra.
Una cuota de lucidez me llevó a preguntarme por lo sucedido entre el verano y
este invierno. ¿Sería posible que una villa se suicidara? Temblando, no sé si
por fiebre o por miedo, supe que ella conocía mi presencia, y que por eso
siempre miraba la vidriera dándome la espalda. Sus cambios eran solo un juego
para desorientarme, una piñata de cumpleaños desde la que arrojaba sus
personalidades para agasajarme. Una copa me hubiese afirmado, el silencio me
prohibió gemir, entre la petaca y yo se instaló el dolor. Mis ojos exigían una
imagen límpida, pero la arenilla avanzaba sobre los médanos sin obstáculos, dueña
de la villa sin hombres. No sé si fue distracción, pero ella desapareció una
vez más y yo no me di cuenta. El escaparate quedó otra vez vacío. Me dije que
el sueño no me vencería, sabía que iba a volver, y quería verla. Sin embargo
sentí la tersura de su piel, aquellos baños desnudos en el mar, siguiendo el
camino que nos marcaba la luna llena. El delirio no dejó que la viera llegar,
pero ahí estaba junto al escaparate. Sabía que era ella, aunque un gorro de
lana le cubría la cabeza. El vidrio jugaba como espejo, y mostró que la capucha
no tenía orificio para los ojos. Su cuerpo desprovisto de prendas continuaba
blanco y tiza.
El silencio se perpetuaba calladito y la enfermera con su
índice y anular amordazaba mis labios. Una llovizna se agazapaba detrás, hasta
que saqueó su cofia, entonces dejó de auxiliarme o secuestrarme, y corrió
raudamente detrás del gorro blanco, o de la cruz roja. Era la misma que en la
clínica me obligaba a formar fila, tomaba la pastilla y un velo negro me
cubría.
Acalambrando mi pena llegó un espejismo que me cerraba la
herida, un aire tibio me acarició permitiendo que me levantara. Entonces la
busqué para alcanzarla, pero encontré el escaparate nuevamente vacío. Volví al
sitio de observación a esperar su retorno, proponiéndome que ese tiempo, el que
fuese, pasarlo con la ilusión de un feriado largo.
Sentado otra vez en el piso de madera, mascando sus
astillas, solté una carcajada muda, alegrándome de la ausencia de gente,
pensaba sobre todo en los turistas tan molestos y desconfiados, que por su
propia frivolidad, me podían tomar por un secuestrador de vírgenes.
Era invierno, los vientos y las brisas paseaban a sus anchas
por la villa, en cambio en verano, la Secretaría de Turismo los obliga a esquivar a los
forasteros. Soy libre y a pesar de mi delirio pude ver al sol transformarse en
una bola de fuego y desplomarse detrás de la ruta, convertido en píldora. El
pobre astro deseaba llamar mi atención desconociendo que ese verano, junto a
ella, nos sobrecogimos enamorados cuando caía una estrella. Me propuse esperar
su regreso, aunque el viento deje frío y el saqueo sequía, y las siete
trompetas del Apocalipsis no suenen por imperio del silencio de facto.
Mirando el escaparate vacío otra vez ella, sin jean, sin
borceguíes, sin pelo lacio, sin capucha. Se presentaba calva y desnuda. Crucé
para que no escape. Al querer reflejarme en sus ojos hallé dos cuencos vacíos insertos
en un maniquí.
Eduardo Wolfson
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