A vagón lleno… por Eduardo Wolfson
_ Esta vez te salvás, volvés a trabajar para mi.
Carlos Passos comenzó así su relato esa tarde, en su mesa
vitalicia del bar Diógenes. Adjudicó las palabras a un jefe de cuando él era un
muchachito galán, siempre de traje y botines lustrados, que se ganaba la vida
en un circuito de cabarutes, reclutando algunas pibas en forma, y otras
veteranas, para trasladarlas al interior con carné de bailarina.
_La juventud mete siempre la pata, y a veces, le puede
costar caro la ansiedad por tenerlo todo ya, conspira contra su propia vida…
Como quien no quiere la cosa, dijo de pronto el narrador.
La mesa silenciosa, aguardó que el rey de las minifaldas de
gamuza pinche un dado de queso gruyere y lo baje con un sorbo de whisky. Con
tono monótono, dijo desganado:
_Si el personaje de
la historia soy yo, la cuento yo, no me cae bien que me hagan un ídolo
adjudicándome historias que por el teléfono roto se distorsionan, o peor aún,
cuando algunas nunca sucedieron.
Catrasca, que como siempre, había apilado 4 libros de geografía
sobre la tapa de la mesa para apoyar sus manos, y sobre ellas, su cabeza,
dándose un aspecto de intelectual introspectivo, garantizó con voz producida
más allá del bien y del mal:
_claro, vos nunca pudiste ser cafishio, sino, ahora serías
capo de una corporación internacional, o un esqueleto con 320 puñaladas.
- EL que se meta en mi vida y quiera comprenderla, tiene que
saber filosofar (contestó Passos y agregó) Yo soy otro más de ustedes, la
diferencia reside en que mi juventud se desarrolló en otro contexto. Nunca tuve
vocación de rufián. Pensándolo bien era mucho mejor que ustedes, porque ni
siquiera había maldad en mi pensamiento. Si en mi trabajo era único, se lo debo
en gran parte a que el de arriba me hizo pintón. Había solo dos cosas que me
perdían, el póquer y la buena pilcha. No quiero ser desagradecido, a fuer de
ser sincero, necesito decirles que el polaco fue mi descubridor. Lo conocí en
el baño turco del Hotel Castelar de la Avenida de Mayo. Yo era un pendejo de 20 años, y
unas buenas cartas, me dieron suficiente vento la noche anterior para un lujoso
baño a la mañana siguiente. El polaco descansaba envuelto en una niebla de
vapor tapando su abdomen voluminoso con una salida de toalla blanca. El hombre
me relojeó, y creo que quedó impactado. Se las voy hacer corta. Tomamos un café
en la confitería, me adelantó unos pesos para que renovara la pilcha, me
obsequió una parker de oro y me dio una carpeta con planillas de ingreso, y esa
misma noche comencé. Las cooperas de la época, o alternadoras si prefieren,
eran muy querendonas, y yo bastante rápido, le tomé pronto la mano a la tarea.
Así que todas las mañanas le entregaba al polaco una ficha, firmada por cuatro,
cinco y hasta ocho chicas que embarcaban con carné de bailarina al interior, él
me pagaba adelantado por mujer proveída, solo entregándole la planilla. Pero un
día, como a muchos les sucede tuve una partida mala, en una mesa de póquer dejé
mi resto y una gran deuda para pagar en 48 horas. No acepté que la
desesperación ganara, recorrí el espinel de amigas del cabaret, y todas, sin
fallar ninguna, firmaron la grilla. Esa mañana le llevé al polaco 35 firmas.
Sus ojos pequeños y claros delataron una sospecha, pero la dejó pasar, sacó un
fajo de billetes y me los entregó. Pagué mi deuda, ninguna de las chicas abordó
el tren, y yo me recluí en una covacha de lata dentro de una pensión en
Avellaneda. El encargado, que había sido un pescador como yo, pero frustrado,
por solidaridad entre pares me alcanzaba alguna comida para pelechar. A los tres meses creí al incidente olvidado, y
unilateralmente declaré mi liberación. Planché el mejor traje, la corbata de
seda rayada, y le pasé franela a los zapatos de charol. Una hora después
caminaba por la Avenida
de Mayo, cuidándome mucho de no pasar por el Hotel Castelar. Respiraba hondo,
quería tragarme todo ese aire que tanto extrañaba. Al llegar a la 9 de Julio,
puse la cara hacia arriba y cerré los ojos, dispuesto a recibir la caricia del
sol. La sombra llegó de golpe y no era una nube. Abrí los ojos y me encontré
con la ñata morrón del polaco. No intenté huir porque uno de sus guardaespaldas
me sostenía el codo. Nos sentamos en el Tortoni, y fue allí donde el polaco
lanzó la frase:
-Te salváste, vas a trabajar para mi porque escasea la mano
de obra (dijo y agregó)
- eso sí, te pago a vagón lleno…
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