.
Por Eduardo Wolfson
Mi nuevo propietario es petiso, pelado y chicato. No hablo
con rencor, solo con el sabor ácido del desengaño. Lo conocí, departiendo con
el encargado de la casa de remates. El movimiento constante de sus brazos
manteniendo la conversación, daba cuenta de un temperamento firme. Recuerdo la
transfiguración de su rostro cuando me descubrió. Sus ojos brillaron expresando
el nacimiento del deseo. Su acompañante, advertido sobre el impacto que ejercí,
comenzó a enumerar mis múltiples cualidades. El petiso era ansioso, interrumpió
las alabanzas que me prodigaba el narrador de las exhibiciones, y acto seguido
extendió un cheque que le entregó. Al rato, dos muchachones rescataron mi pudor
con una hermosa funda, me subieron a un camión y me trasladaron hasta un
trasatlántico. Cuando volvieron a desnudarme me encontré en este hermoso y
vidriado rincón, rodeado por el sol. El petiso me observaba junto a una mujer
en bata, y como tratando de convencerla, con énfasis exclamaba: “¿Decime si no
es un ébano?”. Ella me circundaba sin decir palabra, mientras él proseguía como
un encantador de serpientes “Esta belleza se merece una inauguración. Hablo de
una gran fiesta, invitaremos a clientes, gerentes de empresas conocidas, los
ceos más importantes, funcionarios políticos de primera línea, y un caballero
de honor, un gran concertista”.
El contador propietario se deleitaba cargando mi espalda de
billetes. Noté que la mujer en bata cruzó sus brazos, me echó una última
mirada, y aprobó la idea del ágape para presentarme en sociedad, aclarando no
entender, la presencia imprescindible de la música clásica que ellos odiaban.
A pesar de la comodidad que me rodeaba, pisando una alfombra
persa, un espacio con vista a un jardín cuidado, la soledad me abrumaba. La
poca gente que durante el día atravesaba el salón, me miraba a distancia, y
mormuraba, algunos con fastidio, y otros con desenfado, dos palabras, “nuevos
ricos”.
Mi propietario y propietaria, la señora de bata, eran muy
aburridos. Sus conversaciones giraban alrededor de un solo tema, “Como provocar
la envidia de los demás, proporcionalmente al progreso de su fortuna”.
Un día la mucama me acercó a un señor con barba candado y
unos pequeños lentes sostenidos en la punta de su nariz. Cuando quedamos solos,
el hombre extrajo un estetoscopio de su maletín, y lo posó en varias de mis
partes más íntimas. Por la forma en que sus manos me tocaban, yo no sabía si se
estaba propasando. Al fin se alejó exclamando la palabra “maravilloso”.
Al día siguiente, las instalaciones de mis propietarios rebozaban
de invitados. Algunos traían cámaras fotográficas o filmadoras, la mayoría de
las mujeres lucían envueltas en telas brillantes, los hombres vestían elegantes
frac, y otros, esmoking. Yo era la novedad, la sorpresa, por lo tanto los
organizadores, me cubrieron con un raso impactante que retiraron cuando llegó
aquel hombre. Hubo aplausos, y luego, como respondiendo a un mandato, se
recogieron en un silencio profundo. El recién llegado con tersura, paseó sus
dedos por mis partes más voluminosas. Ignorando a los presentes comenzó a
recorrer mi boca, lo hizo con tal dulzura que me excité. Todas las sensaciones
de mi primer amor retornaban después de siglos, hasta recordé que lo llamaban
Shopin.
A mis propietarios, el contador y la señora de bata, les
encantó el éxito que produjo en los convidados su piano de cola. Hablaron sobre
el acontecimiento muchos días antes de retirarse a descansar a sus respectivas
cajas fuertes. FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario